Emma ha pasado casi toda su vida encerrada en un orfanato, convencida de que nadie jamás la querría. Insegura, tímida y acostumbrada a vivir sola, no esperaba que su destino cambiara de la noche a la mañana…
Un investigador aparece para darle la noticia de que no fue abandonada: es la hija biológica de una influyente y amorosa pareja londinense, que lleva años buscándola.
El mundo de lujos y cariño que ahora la rodea le resulta desconocido y abrumador, pero lo más difícil no son las puertas de la enorme mansión ni las miradas orgullosas de sus padres… sino la forma en que Alexander la mira.
El ahijado de la familia, un joven arrogante y encantador, parece decidido a hacerla sentir como si no perteneciera allí. Pero a pesar de sus palabras frías y su desconfianza, hay algo en sus ojos que Emma no entiende… y que él tampoco sabe cómo controlar.
Porque a veces, las miradas dicen lo que las palabras no se atreven.
Y cuando él la mira así, el mundo entero parece detenerse.
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capitulo 2
El rugido suave de las turbinas llenaba la cabina privada del jet mientras Londres se acercaba en el horizonte.
Felipe y Silvia Cavendish no podían apartar la vista de su hija dormida, recostada en uno de los asientos de cuero blanco, con su cabello rizado extendido sobre el respaldo como un delicado abanico. Parecía tan pequeña, tan frágil, que contenían las lágrimas cada vez que la miraban.
Ambos trabajaban frente a unas computadoras portátiles, intentando distraer la mente con correos y documentos, pero en el fondo solo estaban esperando que ella abriera los ojos. Una semana antes, habían mandado a remodelar por completo la habitación de Emma, con la esperanza de que le gustara al llegar: tonos suaves, estantes llenos de libros, una ventana con vista a los jardines… cada detalle elegido para ella.
Cuando Emma se movió ligeramente y sus ojos verdes se abrieron, Silvia fue la primera en sonreírle.
—Buenos días, cielo —murmuró con dulzura.
Ella parpadeó, algo desorientada, y luego notó la pequeña mesa cercana con un gran plato repleto de frutas frescas: uvas, fresas, trozos de melón y kiwi perfectamente cortados. Su estómago rugió en cuanto lo vio, traicionándola.
Pero no se atrevió a tomar nada.
Solo se quedó mirando el plato con timidez, las manos sobre el regazo, demasiado avergonzada para servirse sola.
Felipe, que había estado observando cada uno de sus gestos con un orgullo silencioso —maravillado por lo mucho que se parecía a él—, notó su mirada esquiva y su expresión avergonzada. Su hija le provocaba una ternura imposible de describir.
—Puedes comer lo que quieras, Emma —dijo él con una sonrisa amable.
Ella alzó los ojos hacia él, sorprendida, y enseguida los bajó, ruborizándose tanto que su cuello y mejillas se encendieron.
Felipe soltó una risa baja y cálida.
—De verdad. No tengas miedo —añadió, levantándose él mismo y sirviendo con cuidado algunas frutas en un platito—. Aquí tienes.
Le tendió el plato junto con un pequeño tenedor, inclinándose hacia ella con afecto. Emma extendió las manos temblorosas y murmuró un tímido:
—Gracias…
Mientras ella pinchaba un trozo de fresa y lo llevaba a la boca con vergüenza, Felipe volvió a sentarse, encantado de verla disfrutar aunque fuera en silencio.
Después, al notar cómo sus manos se aferraban al asiento cada vez que el avión se sacudía, comprendió que ella estaba un poco asustada. Era la primera vez que viajaba en avión, después de todo.
Sin decir nada, tomó su tablet personal, la desbloqueó y se la ofreció.
—Para que te entretengas un poco, hija —dijo con suavidad.
Emma la sostuvo entre las manos como si temiera romperla. Ella no sabía usar mucha tecnología, pero se quedó un rato toqueteando la pantalla hasta que encontró el buscador. Ahí, con sus dedos torpes, escribió: películas disney.
Pronto la pantalla se llenó de colores y dibujos animados. Eligió Monsters University y empezó a verla con los ojos bien abiertos, como si volviera a ser una niña.
Felipe la miró de reojo, con una sonrisa orgullosa, mientras Silvia apoyaba la cabeza en su hombro y susurraba:
—Es perfecta, Felipe… simplemente perfecta.
Él asintió, observando cómo su hija mordisqueaba las uvas con delicadeza y reía bajito frente a la pantalla.
—Lo sé, amor… lo sé.
Y por primera vez en muchos años, se sintió completo.
[...]
Narra Emma.
Bajé del avión con las piernas temblorosas. El viento frío me dio de lleno en la cara, y tuve que sujetar el asa de mi pequeño cofre con fuerza para no soltarlo. Al final de las escaleras había cuatro camionetas negras, brillantes y enormes, esperando por nosotros.
Las puertas se abrieron al mismo tiempo y varios hombres de traje se hicieron a un lado. Yo los miré, algo intimidada, y entonces escuché a Felipe decir.
—Es por precaución. Tenemos miedo de que alguien vuelva a arrebatarte de nuestro lado.
Lo miré con los ojos muy abiertos y asentí. No hizo falta que explicara más. Por primera vez, entendía lo que era ser importante para alguien.
Silvia me rodeó los hombros con un brazo y me besó la sien.
—Ven, pequeña. Vamos al baño a cambiarnos antes de salir.
Una señorita delgada, vestida con un traje impecable, trajo dos bolsas grandes y dos cajas que parecían zapatos. Mi madre las tomó y me condujo hacia los baños del aeropuerto.
Adentro, abrió las bolsas y me extendió unas prendas que parecían demasiado bonitas para alguien como yo.
—Quiero verte linda, mi amor —me dijo, con los ojos brillantes—. Déjame vestirte yo misma, después de tanto tiempo… por favor.
No pude decir que no.
Me puso unos shorts de tela rosa suaves, una camisa blanca que se metía dentro de los shorts, y un chaleco sin mangas del mismo tono de rosa que los shorts. También me puso unas medias blancas hasta las rodillas y unos zapatos negros con perlas que brillaban discretamente.
—Eres preciosa —murmuró mientras me peinaba—. Mira esos rizos…
Dejó algunos mechones sueltos al frente, acomodó mi media cola con cuidado y colocó un moño grande rosa, igual a la ropa, con una pequeña perla en el centro. Me sonrió orgullosa cuando terminé.
Yo me miré en el espejo y casi no me reconocí. Parecía… una princesa.
Silvia se cambió también a algo más cómodo y ambas salimos juntas. Papá también había cambiado su elegante traje por ropa más informal, aunque seguía viéndose impecable.
Nos subimos a una de las camionetas y pronto partimos, escoltados por las demás. Yo me quedé mirando por la ventana todo el camino, sintiendo que el corazón me latía en el cuello de tanta emoción.
Después de varios minutos, las camionetas atravesaron unas grandes rejas de hierro y avanzaron por un largo camino bordeado de árboles hasta que, al fondo, apareció.
La mansión.
Era enorme. Majestuosa. Blanca y elegante, con ventanas altas y balcones llenos de flores. Los jardines parecían sacados de una película, con fuentes y senderos de piedra.
Me quedé con la boca entreabierta mientras nos acercábamos.
Al bajar, mamá me tomó de la mano y papá me puso una mano en la espalda, guiándome.
—Bienvenida a casa, hija —dijo él con orgullo.
Dentro, la casa era incluso más hermosa. El suelo brillaba, los candelabros colgaban del techo, y los cuadros en las paredes parecían contar historias.
Me mostraron sala tras sala, hasta que finalmente subimos las escaleras y abrieron una puerta doble.
Mi habitación.
Era grande, con cortinas de encaje, una cama enorme llena de cojines, un escritorio con libros, una ventana con vista al jardín y un armario que ya estaba lleno de ropa.
No pude evitar sonreír.
Giré sobre mis talones, mirando cada rincón, sintiendo que mi pecho se llenaba de una felicidad desconocida.
—Me encanta —dije bajito, con una sonrisa que no pude contener.
Silvia se acercó, me abrazó por la cintura y apoyó su mejilla en la mía.
—Te prometo, mi niña… que nunca más te faltará nada.
Y yo, por primera vez en mi vida, le creí.
[...]
Los señores Felipe y Silvia,con mucho pesar habían salido un rato. Dijeron que necesitaban pasar por la empresa a “dejar todo en orden” para poder dedicarse a mí durante los próximos días. Yo solo asentí, aunque por dentro me asustaba un poco quedarme sola en una casa tan grande.
Pero no duró mucho la soledad.
Mientras recorría la planta baja, tratando de memorizar los pasillos para no perderme, escuché un sonido detrás de mí: un golpeteo apresurado de uñas contra el mármol.
Me giré y allí estaba.
Un perro enorme, amarillo, con un pelaje brillante y una lengua colgante, que caminaba con una elegancia digna de un rey. Era el golden retriever más hermoso que había visto en mi vida.
—¡Oh, por favor! —solté sin pensarlo, llevándome las manos a la boca de la emoción.
Corrí hacia él y, sin pensarlo dos veces, me tiré al suelo, abrazándolo con fuerza y enterrando la cara en su cuello peludo.
—¡Eres precioso! ¡Pero qué cosa tan hermosa eres tú! —le decía mientras lo acariciaba por todas partes, hablando en voz bajita como si fuera un bebé—. Sí, sí, qué cosita más bonita…
El perro se dejó querer, recostado en el suelo como si estuviera acostumbrado a las atenciones. Yo no podía parar de reír y de acariciarlo, completamente embobada.
En mi cabeza, era obvio: si el perro estaba en la casa de mis padres… entonces era de mis padres… y por ende, mío también.
Hasta que la puerta de entrada se abrió con un golpe suave y una voz masculina llenó el vestíbulo:
—¡Jack!
El perro, que hasta entonces estaba feliz conmigo, salió disparado hacia la puerta, dejándome caer de culo en el suelo con un quejido.
—¡Ay! —protesté, frotándome la espalda mientras veía al animal correr como si yo no existiera.
Levanté la mirada y vi a un chico de pie en la puerta. Alto, de cabello oscuro, ojos claros que brillaban con picardía, vistiendo con un aire casual y seguro que me hizo sentir aún más torpe.
Él le dio unas palmadas al perro, sonriendo con suficiencia. Pero cuando me vio a mí, tirada en el suelo, su ceño se frunció.
—¿Y tú quién eres? —preguntó, con una voz firme, casi mandona.
Yo lo miré, confundida, todavía sentada en el suelo, y las palabras se me atascaron en la garganta.
—Yo… yo estaba jugando con… con… —balbuceé, señalando al perro.
Él entrecerró los ojos y levantó una ceja.
—¿Jugando? ¿Con mi perro?
—¿Tu perro? —repetí, como si me acabaran de decir que el cielo era verde.
—Sí. Mi perro —remarcó él, cruzándose de brazos.
Mi corazón empezó a latir muy rápido y, sin poder evitarlo, las lágrimas me llenaron los ojos. No entendía por qué me estaba gritando por algo tan tonto. Yo solo quería acariciar al animal.
Él me miró, sorprendido, como si no esperara esa reacción. Dio un paso hacia mí y se agachó, extendiéndome la mano.
—Oye… no llores —dijo, esta vez en un tono más suave—. No era para tanto.
Me ayudó a ponerme de pie, y yo, con la cabeza gacha y las mejillas ardiendo, acepté su mano mientras me limpiaba las lágrimas con la otra.
—Yo… yo no sabía… —murmuré.
—Ya, ya… no pasa nada —respondió él, todavía con una expresión divertida y confundida a la vez—. Pero… ¿en serio te tiraste al suelo para abrazarlo?
No contesté. Solo bajé más la mirada, queriendo que la tierra me tragara.
Y entonces escuché cómo él soltaba una pequeña risa mientras murmuraba para sí mismo:
—Definitivamente… esto va a ser interesante.