Alejandro es un político cuya carrera va en ascenso, candidato a gobernador. Guapo, sexi, y también bastante recto y malhumorado.
Charlotte, la joven asistente de un afamado estilista, es auténtica, hermosa y sin pelos en la lengua.
Sus caminos se cruzaran por casualidad, y a partir de ese momento nada volverá a ser igual en sus vidas.
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Cena con trampa
Capítulo 4: Cena con trampa
El restaurante estaba en una de esas calles adoquinadas que parecían salidas de una postal. Pequeño, elegante sin ostentación, con mesas vestidas de blanco y luces cálidas que se reflejaban en los ventanales con vista al Tíber. Alejandro llegó unos minutos antes de la hora pactada, impecable en su traje oscuro, el reloj de siempre y esa calma meticulosamente cultivada que usaba como armadura.
Pidió una copa de vino y revisó su teléfono más por protocolo que por interés. Desde hacia dos días había releído varias veces el correo de su jefa de campaña, Clara Ferri:
“Necesitas a alguien que te ayude con tu imagen, Alejandro. Una persona fresca, auténtica. No más consultores grises. Habla con Charlotte Rossi.” Ese había sido el motivo principal de la invitación a cenar.
A las ocho en punto, la vio entrar.
Charlotte Rossi —Charlie, como le gustaba que la llamaran— caminaba con paso firme, casi despreocupado. No estaba vestida con ostentación, y caminaba con esa elegancia involuntaria que no dependía de la ropa sino de la actitud. El cabello recogido dejaba escapar algunos mechones rebeldes que enmarcaban su rostro. Y Alejandro se detuvo observándola más de lo debido.
—Señor Montalbán —saludó la muchacha con una sonrisa medida, extendiendo la mano.
—Señorita Rossi. Gracias por venir, no la imaginaba tan puntual —respondió él, levantándose. Le sostuvo la silla con un gesto formal, casi automático.
—No quería llegar tarde. No me gusta hacer esperar a nadie, sin importar lo importante o no, que se crea —replicó, medio en broma, mientras dejaba la cartera sobre el respaldo.
Él arqueó una ceja.
—¿Y eso es un principio ético o un reflejo de supervivencia?
—Depende de cada uno —contestó ella sin titubear.
La respuesta lo tomó por sorpresa. Alejandro no estaba acostumbrado a ese tipo de franqueza.
El camarero se acercó y tomaron asiento.
—No suelo cenar en sitios tan elegantes —comentó Charlie, mirando alrededor—. ¿Esto forma parte del examen de ingreso o es solo para convencerme de aceptar el trabajo?
—Lo segundo —admitió él, con un leve matiz de ironía—. Aunque en mi defensa, fue idea de mi jefa de campaña.
—Ah, entonces no es una cita. Qué alivio. —Su sonrisa traviesa lo descolocó.
Alejandro carraspeó.
—Definitivamente no.
Pidieron la cena. Los primeros minutos estuvieron llenos de un silencio tenso, aunque no hostil. Él hablaba de encuestas, estrategia, reputación pública. Ella lo escuchaba, pero sus ojos vagaban por el lugar, como si el ambiente la distrajera más que las cifras.
—Sabe, señor Montalbán —interrumpió ella cuando él mencionó los sondeos—, usted tiene un problema.
—¿Solo uno? —preguntó, sin levantar la vista del menú.
—Tiene buena imagen, pero es… inaccesible. Nadie vota por alguien que parece no necesitar a nadie.
Él levantó la vista.
—¿Ese es su diagnóstico profesional?
—No. Es lo que cualquiera piensa al verlo.
Alejandro no respondió enseguida. La observó un momento, tratando de descifrar si hablaba con provocación o con honestidad. Llegó a la conclusión de que eran ambas cosas.
—Aprecio la sinceridad, aunque podría haberla suavizado —dijo finalmente.
—Lo siento, no tengo el botón de "decir lo que es políticamente correcto”. —Charlie sonrió, y esa sonrisa tuvo algo de desarme.
El camarero trajo el vino. Alejandro se limitó a asentir cuando el hombre le preguntó si prefería el de la casa.
—El mismo de siempre, señor —dijo el camarero amablemente—. Su esposa también lo disfrutaba.
La confusión cayó como una piedra. Charlie arqueó una ceja, divertida.
—¿Esposa? —repitió.
—Ex esposa —corrigió Alejandro, con un suspiro. Luego, mirando al camarero—. Y hace mucho que no vengo aquí con ella.
Cuando el hombre se fue, Charlie apoyó los codos sobre la mesa, y la muchacha pudo notar en su mirada un atisbo de algo parecido a la justificación.
—Tranquilo, no pienso juzgarlo. Aunque admito que eso le suma puntos de humanidad.
—¿Humanidad?
—Sí. Lo tenía en la categoría “hombre de acero”. Pero veo que tiene grietas.
Él se permitió una leve sonrisa.
—Le recomendaría no incluir eso en su informe profesional.
—Demasiado tarde. Ya lo anoté mentalmente.
La conversación fluyó con más naturalidad de lo que ambos esperaban. Hablaron de trabajo, pero también de cosas pequeñas: la infancia en Nápoles, la abuela de Charlie que juraba que el color rojo podía cambiar el ánimo de una persona, las supersticiones del sur y las manías de los políticos del norte.
Él se descubrió escuchando más de lo habitual. No solo las palabras, sino el ritmo con que ella hablaba, la energía con la que movía las manos. Charlie no tenía filtro, pero tampoco tenía malicia.
Cuando llegó el postre, ella suspiró.
—Le soy sincera, no estoy segura de aceptar el trabajo. No quiero dejar el salón. Me gusta lo que hago.
—Lo entiendo —respondió Alejandro, con un tono más suave del que pretendía usar—. Pero podría ser una buena oportunidad para crecer.
Ella lo miró, inclinando la cabeza.
—¿Siempre convence a la gente con frases de manual o está improvisando hoy?
—No suelo improvisar.
—Entonces debería hacerlo más. Haría las cosas más naturales —Charlie sonrió, recogiendo su bolso.
Él pagó la cuenta antes de que ella pudiera ofrecer dividirla. Al salir, Roma los recibió con un aire húmedo y un cielo cargado de nubes. Apenas cruzaron la calle, un trueno los sorprendió y la lluvia comenzó a caer con fuerza.
Charlie soltó una risa ahogada mientras corría hacia el toldo de un café cerrado. Alejandro la siguió, con la intención de no terminar empapado, su automóvil estaba en el estacionamiento del restaurante. Pero a pesar de la insistencia de él, Charlie le había dicho que se iría en taxi.
—Increíble —dijo ella, riendo—. Esto sí que es una señal.
—¿Señal? ¿De qué?
—De que debería haber traído paraguas.—respondió la muchacha sonriendo.
Él se quitó el saco y se lo puso sobre los hombros sin pensarlo.
—Más bien de que debería prever imprevistos.
Ella lo miró, divertida.
—No se puede prever todo, señor Montalbán. Ni siquiera usted puede hacerlo.
Él bajó la vista y sonrió apenas.
—Tiene razón.
El silencio que siguió fue breve, pero distinto: no incómodo, sino curioso. Como si ambos reconocieran algo en el otro que no esperaban encontrar.
Ella le devolvió el saco, húmedo.
—Gracias. Creo que ambos salimos perdiendo.
—No diría eso —replicó él, con una sonrisa mínima.
Un taxi se detuvo frente al café. Ella se despidió con un gesto amable.
—¡Espere, no ha respondido si acepta mi propuesta!
—No se preocupe. Si decido aceptar, se lo haré saber.
—Espero que sí —dijo él, con tono formal, aunque sus ojos lo traicionaron con un destello de interés.
Charlie entró al taxi y bajó la ventanilla.
—Ah, y si me contrata, prometo no medir mis palabras.
Alejandro inclinó ligeramente la cabeza.
—Tenía esperanzas de que no lo hiciera.
El taxi se alejó entre las luces mojadas de la calle. Él se quedó bajo la lluvia un momento más, preguntándose por qué, por primera vez en mucho tiempo, una conversación de trabajo le había parecido… demasiado corta.