¿Qué serías capaz de hacer por amor?
Cristina enfrenta un dilema que pondrá a prueba los límites de su humanidad: sacrificarse a sí misma para encontrar a la persona que ama, incluso si eso significa convertirse en el mismo diablo.
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La promesa
Era fin de semana, y como no había clases, me tocaba ayudar a mi madre con el aseo de la casa. Los demás estaban fuera: mis hermanos andaban en sus cosas y mi padre en el trabajo.
—¿Qué te parece este omelet que hice? —le pregunté a mi madre mientras desayunábamos en la pequeña cocina de casa.
—Has mejorado mucho; esta vez no está quemado —respondió entre risas, llevándose otro bocado a la boca.
—Es un buen comienzo, ¿no crees? —dije, con una sonrisa orgullosa.
—Sí, lo necesitarás cuando te cases. Tu esposo no querrá que desperdicies comida por tus errores —respondió mi madre con ese tono habitual, como si fuera una lección.
—Ajá… —respondí, intentando no sonar molesta.
Mi madre solía enseñarme a cocinar, convencida de que algún día sería útil cuando me casara. Para ella, lo normal era que las mujeres se dedicaran a la casa, al esposo y a los hijos. No podía culparla; había crecido con esa mentalidad. En México, muchas creen que el lugar de la mujer es la cocina.
—No digas eso, mamá. Cristina tendrá un buen futuro, incluso nos sacará de pobres —dijo Fernanda mientras me acariciaba la cabeza, rompiendo la tensión.
Fernanda, aunque tenía fama de conquistadora y de ser algo desordenada, no compartía esa visión tradicional. Ella tenía sueños más grandes. Trabajaba duro para ahorrar y abrir su propia estética. Adoraba cortar cabello y, de vez en cuando, tomaba cursos para mejorar. Incluso ofrecía cortes gratis para practicar. No era tan irresponsable como aparentaba; había algo admirable en su determinación.
—En vez de poner toda tu fe en tu hermana, deberías tú sentar cabeza. Ya es hora de casarte, tener una familia y ser una mujer de provecho. Deja de andar de mesera en bares —dijo mi madre con un tono recriminatorio, mientras recogía los platos de la mesa.
—Otra vez con tus cosas, mamá. Ya verás, seré una gran estilista y tendré estéticas en varios países —respondió Fernanda con orgullo, metiéndose otro bocado a la boca.
Más tarde, mi madre salió a comprar la despensa junto a fer, pero antes me encargó que limpiara mi habitación. La compartía con Fernanda, ya que nuestra casa era pequeña: mis hermanos compartían cuarto, y, por supuesto, mis padres dormían juntos. Mientras barría, mi celular vibró.
—¿Estás en tu casa? —era un mensaje de Eli.
—Sí, —respondí de inmediato, dejando la escoba a un lado y tratando de arreglarme un poco frente al espejo.
—Voy para allá.
No pasó mucho tiempo; vivíamos en la misma colina, así que en cinco minutos ya estaba tocando la puerta principal. Los golpes eran firmes y apresurados.
—¿Por qué vienes tan rápido? ¿Ya querías verme? —le dije entre risas mientras abría la puerta.
—Ajá…
La sonrisa desapareció de mi rostro al instante.
—¿Qué demonios te pasó en la cara? —pregunté, asustada.
Frente a mí estaba Eli, con un moretón oscuro alrededor de su ojo, ese hermoso ojo que siempre había parecido un cielo despejado. Sin decir una palabra, la chica entró y me abrazó con fuerza, acurrucándose en mi hombro.
El silencio se llenó con sus sollozos. La sostuve mientras lágrimas silenciosas bajaban por su rostro. Sentía una impotencia que me quemaba por dentro.
—¿Fue tu padre otra vez? —pregunté, intentando contener la rabia.
—Sí… —su respuesta fue corta, pero cada letra era como un cuchillo para mi corazón.
—¿Tu madre no dijo nada? ¿Se quedó callada otra vez?
—Sí…
Eli vivía bajo el yugo de un padre alcohólico, violento y machista. Su madre, aunque también víctima, parecía aceptar todo con resignación. En esa casa, lo que él decía era ley, y nadie podía enfrentarlo.
—Puedes vivir aquí conmigo, Eli. En esta casa estarás segura —le dije, mirándola fijamente, tratando de infundirle confianza.
—No puedo. Mi padre me golpearía más si me voy.
—Mis hermanos, incluso mi papá, te defenderían. No dejaríamos que te hiciera daño.
—No es tan fácil, Cristina. Sabes que la vida es cara. No puedo simplemente irme así.
Apreté los dientes, frustrada por la lógica en sus palabras.
—Pero…
—No te preocupes, Cris. Cuando seas mayor, tú me comprarás una casa, ¿verdad? —interrumpió, tratando de aliviar la tensión con una sonrisa débil.
—Es una promesa. Será la casa más grande de todo México. Tendrá una alberca enorme, un patio verde, y hasta ayudantes para ti. ¿Quieres mascotas también?
—Sí… quiero un perro bonito —respondió con una risa suave, aunque su voz aún cargaba tristeza.
—Te compraré toda una manada —dije mientras limpiaba sus lágrimas con cuidado, sosteniendo su rostro entre mis manos.
Sabía que las palabras no eran suficientes, pero tenía que ser fuerte por ambas. Si la vida nos lo permitía, cumpliría esa promesa y le daría el hogar que merecía.
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