Dalila Rosales sargento ejemplar del ejército, madre protectora y esposa de uno de los hombres más poderosos del país, su vida parecía dividida entre dos mundos imposibles de conciliar.
Julio Mars, CEO implacable, heredero de un imperio y temido por muchos, jamás imaginó que el amor verdadero llegaría en forma de una mujer que no se doblega ante el poder, ni siquiera ante el suyo. Juntos comparten un hijo extraordinario, Aron, cuyo corazón inocente se convierte en el ancla que los mantiene unidos cuando todo amenaza con destruirlos.
Una historia de amor y poder...
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PRÓLOGO
El duelo de Antonio Rosales duró lo que dura un suspiro: un par de meses y nada más. Apenas se apagaron las coronas y los rezos por su esposa muerta arrojada al asfalto por un auto que jamás se detuvo apareció del brazo de Olga, la amante de años, con Ema, la hija de ambos, una niña de doce años de ojos despiertos y sonrisa entrenada.
Entraron a la mansión Rosales pavoneándose, como si la alfombra hubiese sido extendida exclusivamente para ellas y la ciudad entera estuviera obligada a reconocerles el título de alta sociedad.
Desde entonces, la vida de Dalila se volvió un infierno, Olga reorganizó la mansión como quien mueve piezas en un tablero: cambió cortinas, despidió al ama de llaves que había visto crecer a Dalila, cerró el invernadero donde su madre cuidaba orquídeas y convirtió la biblioteca en un salón de té para sus amigas. El perfume de la madrastra ocupó cada pasillo; su voz, cada regla nueva.
No fue sino hasta el día anterior a cumplir sus dieciocho años cuando, al volver del colegio, su padre y su madrastra, reunidos en la sala con unos señores que, al verla, le sonrieron con cortesía.
A primera vista se notaba que pertenecían a la alta sociedad, incluso con mayor poder que su padre; en el rostro de él y en el de Olga había enojo, sí, pero también un destello de envidia.
Los cuatro estaban sentados tomando té en la mansión cuando ella cruzó el umbral.
Los señores Mars Henry y Amalia habían acudido a pedir la mano de una hija de Antonio Rosales.
Olga, veloz, ofreció a su hija Ema: los Mars eran los más poderosos de la ciudad, quizá del país, y a su juicio Ema merecía entrar en esa familia.
Pero los Mars pidieron por Dalila. Habían estado con la madre de la niña en sus últimos segundos de vida; Amalia, gran amiga de la difunta, recibió entonces un ruego: que protegieran a Dalila, porque al alcanzar la mayoría de edad sería heredera de todo y corría peligro.
Por eso habían decidido concertar su matrimonio con su hijo, próximo a regresar del extranjero tras concluir sus estudios.
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Dalila, hermosamente vestida, esperaba en el Registro Civil junto a su padre.
Llevaba el cabello recogido con delicadeza y un vestido sencillo, limpio y digno, que resaltaba su belleza tranquila. No se movía mucho, pero por dentro temblaba.
En su corazón noble sonreía con anhelo y ternura. No era un día cualquiera o una mañana más, hoy se casaría con el amor de su adolescencia: Julio Mars.
Lo había visto solo una vez en su vida, Julio era un joven guapo, de porte firme, expresión seria, mirada recta. Tenía esa presencia silenciosa que hace que los demás se hagan a un lado sin que él diga una palabra.
Desde que lo vio por primera vez, Dalila supo que su corazón lo había elegido, fue amor a primera vista.
Pero después de aquel día… nunca más lo volvió a ver, hasta hoy, después de tanto tiempo, el día de su matrimonio.
Cuando por fin vio a Julio cruzar la puerta del Registro Civil, su pecho se apretó con una mezcla de ilusión y nervios… pero la ilusión se quebró al instante.
Julio no venía arreglado, venía con el cuello de la camisa torcido, la correa mal abrochada y ese caminar ligeramente pesado porque ha estado bebiendo. Olía a alcohol y no la miró.
No hubo un “hola”, no hubo un “qué linda estás”, no hubo ni siquiera el gesto más pequeño de reconocimiento, pasó a su lado como si ella fuera parte de la pared.
Julio se apoyó en el borde del escritorio y dijo, con la voz un poco áspera:
—Dame el papel ¿Dónde firmo? — dijo sin suavidad.
El juez civil, incómodo, carraspeó y señaló la línea al final del acta. El padre de Julio estaba detrás de él, observando, con la mandíbula apretada.
El padre de Dalila estaba al lado de ella, en silencio, con esa mezcla de preocupación y resignación
Julio tomó el lapicero, estampó su firma con un trazo rápido, devolvió el bolígrafo, y se enderezó.
Dalila escuchó su propio nombre completo cuando le pidieron que firmara como esposa. Ella sí firmó con cuidado, una firma bonita y limpia.
En esa sala no hubo anillo puesto en la mano con ternura ni promesa murmurada al oído, hubo solo una firma. Eso fue todo y, aun así, la sonrisa de Dalila no se apagaba, era una sonrisa chiquita.
Para Julio, en cambio, aquello era una obligación, bajo las amenazas de su propio padre “Vas, firmas y cumples. ¿Me entendiste?”
Julio había ido al Registro Civil casi arrastrado, no por amor, no por deseo, sino por deber, o por miedo, o por rabia, da igual cuál. Lo cierto es que estaba ahí porque lo habían mandado.
Una vez terminado el trámite, el juez dijo “felicidades”, pero Julio ya estaba de salida.
"¿Vamos a la celebración?" Preguntó el padre de Dalila, tratando de mantener la compostura.
"Lo que quieran" respondió Julio, sin emoción.
Fue, sin duda, la peor boda que Dalila pudo imaginar: sin sonrisas, sin emoción, solo un deber cumplido frente a todos.
Después de la ceremonia, fueron a la pequeña recepción, alguien le ofreció una bebida. A partir de ese instante, todo se volvió un vacío, no recordaba más.
Cuando despertó a la mañana siguiente, lo primero que escuchó fueron los gritos de Julio, que resonaban "¡Maldita mujer!" vociferó, con el rostro desencajado
"¿Pensabas que arrastrándome a tu cama y casándote conmigo lo tendrías todo? Pues lamento informarte que no va a pasar. Solo eres mi esposa de papel… ¡no esperes mi amor!"
Sin darle oportunidad de responder, se dirigió a la puerta y salió dando un portazo que estremeció las paredes.
Dalila confundida bajo a la primera planta de la mansión, tímidamente pregunto al personal por sus suegros, el mayordomo le dijo que poco después de la ceremonia, sus suegros abandonaron la ciudad sin dar explicaciones.
Nadie supo por qué emprendieron aquel viaje de manera tan repentina.
Dalila, confundida y con el corazón desgarrado, permaneció unos momentos, tratando de comprender lo sucedido. No recordaba nada de la noche anterior, ni cómo había terminado allí.
Miró a su alrededor: la mansión era imponente, majestuosa, un mundo al que no sentía pertenecer.
Con lágrimas contenidas y la dignidad aún intacta, tomó sus pocas pertenencias y decidió marcharse. Sabía que ese no era su lugar… ni ese, su destino.
Autora: Hola mis queridos lectores 👋
nuevamente por aquí, espero que me acompañen en esta nueva historia y sea de su agrado.
Una abrazo y mucho apoyo...
Rocío de tu noche loca con Samuel hubo consecuencia porque así estarían que no se cuidaron y hasta se te olvidó la pastilla de emergencia no te preocupes hoy verás al padre de la criatura como reaccionarán los dos cuando se vean 🤔🤔🤔🤔❓❓❓
Se acordarán de lo que hicieron 🤔🤔🤔❓❓❓