"Ash, cometí un error y ahora estoy pagando el precio. Guiar a esa alma era una tarea insignificante, pero la llevé al lugar equivocado. Ahora estoy atrapada en este patético cuerpo humano, cumpliendo la misión de Satanás. Pero no me preocupa; una vez que termine, regresaré al infierno para continuar con mi grandiosa existencia de demonio.Tarea fácil para alguien como yo. Aquí no hay espacio para sentimientos, solo estrategias. Así es como opera Dahna." Inspirada en un kdrama. (la jueza del infierno)
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La caida de dahna
En lo profundo del infierno, donde la oscuridad se apoderaba de cada rincón y el calor abrasador consumía cualquier rastro de esperanza, Dahna se encontraba cumpliendo su labor. Las llamas danzaban en las paredes de piedra negra, proyectando sombras distorsionadas que parecían cobrar vida. A su alrededor, las almas sufrían su eterno tormento, pero para Dahna, aquel caos era el hogar que conocía desde siempre. Su figura se movía con una elegancia fría entre el dolor y la desesperación, una presencia temida y respetada por igual.
En ese momento, ella sostenía a un hombre que había sido traído por los demonios menores. Sus manos estaban encadenadas con cadenas de hierro oscuro, y su mirada suplicante se dirigía hacia Dahna con una mezcla de terror y esperanza. Él sabía que estaba ante la jueza que decidiría su destino, y aunque el miedo lo carcomía, la desesperación lo llevó a hablar.
—¡No debería estar aquí! —exclamó, con la voz rasgada por el miedo y el dolor—. Yo no soy culpable de lo que se me acusa. No soy un asesino, no cometí los crímenes que dicen. ¡Debo ir al cielo, no al infierno!
Dahna lo miró desde las alturas de su poder, con los ojos llenos de un desprecio palpable. Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios carmesí, y sus colmillos brillaron a la luz de las llamas.
—Eso dicen todos —respondió, su tono impregnado de un veneno que atravesaba cualquier esperanza del alma que tenía frente a ella—. Al final, todos llegan aquí con la misma historia: "Soy inocente", "no merezco esto". Pero ¿sabes algo? En el infierno, nadie se salva. Y menos cuando yo soy quien los juzga.
El hombre la miró fijamente, con los ojos llenos de un pánico desesperado. Se aferraba a una esperanza que sabía absurda, pero no tenía otra opción. Sus cadenas tintineaban con cada movimiento, mientras trataba de dar un paso hacia ella, como si eso pudiera ablandar su corazón, o al menos, hacerle entender la verdad de su historia.
—Por favor, debes escucharme... —rogó una vez más—. Yo no soy como los otros. Me trajeron aquí por error. Yo soy inocente.
La paciencia de Dahna se agotaba con cada palabra que salía de su boca. Sus labios formaron una sonrisa sarcástica, y sus ojos ardieron con una mezcla de hastío y superioridad. Se inclinó hacia el hombre, con su rostro a solo unos centímetros del suyo, dejando que él sintiera la gélida oscuridad que emanaba de ella.
—Todos somos inocentes, ¿no? —replicó con sarcasmo, su voz baja y cargada de desprecio—. Yo tampoco soy malvada, ¿acaso no lo ves? Pero mírate, suplicando como todos los demás. Al final, no eres nada más que otra alma perdida.
Sin más preámbulos, Dahna levantó la mano y la daga infernal apareció entre sus dedos, una hoja que brillaba con un resplandor rojo y negro, hecha de un metal que solo existía en las profundidades del infierno. La sensación de poder llenó su ser, y con un gesto rápido, la hundió en el pecho del hombre. Él soltó un grito desgarrador mientras su esencia comenzaba a desvanecerse, y Dahna disfrutó de ese momento de agonía, como lo hacía siempre.
—Ahora cumple tu pena —le susurró, con una sonrisa triunfante que mostraba su satisfacción—. Bienvenido al Lago de Fuego, tu hogar eterno.
Con un movimiento de su mano, lanzó al hombre a las profundidades del Lago de Fuego. Su cuerpo etéreo se retorció y se deshizo entre las llamas, consumido por el calor que devoraba hasta la última fibra de su ser. Lo último que vio el hombre fue la sonrisa burlona de Dahna, la sombra de su figura retorciéndose en las llamas.
Pero justo cuando las últimas cenizas del alma del hombre desaparecían, una presión abrumadora cayó sobre Dahna. El aire se volvió denso, y una presencia oscura se manifestó a su alrededor. Las llamas del infierno parecieron retroceder, y Dahna sintió cómo el sudor frío corría por su espalda. Solo había una entidad que podía hacer que el mismísimo infierno se inclinara a su voluntad: Satanás.
Dahna se arrodilló de inmediato, su cabeza baja, su orgullo momentáneamente sofocado por la magnitud del poder que la rodeaba. La oscuridad se arremolinó hasta formar una figura imponente frente a ella, cuyos ojos ardían con una furia que parecía capaz de consumir la misma realidad.
—Dahna —rugió Satanás, su voz retumbando como el eco de mil truenos—. Has cometido un grave error.
Dahna levantó la cabeza lentamente, sin perder su altivez, aunque en su interior sabía que la situación era crítica. Aún así, su arrogancia no desapareció del todo.
—¿Un error? —respondió, con una ligera sonrisa en los labios—. Yo solo hice mi trabajo. El alma de ese hombre interrumpió en mi labor, y le di el castigo que merecía. Los demonios inferiores lo trajeron a mí. Si él no debía estar aquí, la culpa no es mía, sino de aquellos que hicieron mal su trabajo.
Satanás la observó con una expresión severa, y la temperatura del lugar descendió de forma abrupta, un frío que contrastaba con las llamas del infierno. Se acercó a Dahna y, con un movimiento brusco, la tomó del cuello. La fuerza de su agarre fue tal que Dahna sintió cómo su orgullo se rompía junto con su respiración.
—Silencio, insolente —espetó, su voz resonando como un trueno que partía el alma—. Yo soy tu señor, y no toleraré tu desdén. Ese hombre era inocente de los pecados de los que lo acusaste. Su destino era el cielo, no el infierno. Y no contenta con tu error, lo condenaste al castigo más cruel: el Lago de Fuego, un lugar reservado para las almas más oscuras, para los peores criminales.
Dahna trató de respirar, su garganta atrapada en el férreo agarre de Satanás, pero no pudo evitar que su altanería se reflejara en sus ojos. A pesar del miedo que la embargaba, su orgullo seguía allí, resistiéndose a doblegarse.
—Yo no traje su alma aquí —insistió, su voz apenas un susurro—. Solo cumplí mi deber. Los demonios menores fueron los que cometieron el error, no yo.
Satanás la soltó de golpe, y Dahna cayó al suelo, respirando con dificultad. Se incorporó lentamente, frotándose el cuello, pero no apartó la mirada desafiante de su rostro.
—Tu insolencia ha sido un desgaste para todos —dijo Satanás, su tono ahora bajo y peligroso—. No eres digna de la posición que ocupas. Por eso, he decidido castigarte.
El corazón de Dahna dio un vuelco. Un destello de miedo atravesó sus pensamientos, aunque se negó a mostrarlo. Satanás sonrió de manera siniestra, disfrutando de la súbita tensión que se formó en el aire.
—Te enviaré a la Tierra —decretó, cada palabra cargada de poder—. Vivirás entre los humanos que tanto desprecias, con todas sus experiencias incluidas. Y tu misión será clara: debes encontrar y llevar al infierno a los peores criminales, a aquellos cuyas almas no tienen redención. No regresarás aquí hasta que yo esté satisfecho con tu trabajo. Ahora buscaras a una alma perdida que esta al punto del colapso, su vida ha sido dura, por eso hoy acabara con su vida, tu, dahna ocuparas su lugar en la tierra y renaceras para encargarte de tu mision. no vuelvas hasta que yo lo ordene.
Dahna abrió la boca para protestar, pero antes de que pudiera decir algo, Satanás extendió su mano, y una oscuridad infinita la envolvió. La sensación de caída la invadió, como si el suelo se hubiese desvanecido bajo sus pies. Todo a su alrededor se desintegró, y el mundo del infierno desapareció de su vista.
El frío fue reemplazado por el calor abrasador de la atmósfera terrestre, y Dahna se encontró de pie en una calle oscura, bajo la tenue luz de los faroles. El olor de la humedad y la contaminación llenaba el aire, y a lo lejos, las risas y conversaciones de los humanos resonaban en la noche. Todo era un contraste radical con la familiaridad de su reino infernal.
Miró a su alrededor, furiosa y humillada. Satanás la había despojado de su poder absoluto, obligándola a convivir con criaturas a las que consideraba insignificantes. La misión que le había sido impuesta no era solo un castigo; era una prueba, un desafío a su orgullo. Ahora, tendría que lidiar con los humanos, con su arrogancia y debilidad, hasta que Satanás decidiera que su deuda estaba saldada.
—Maldito seas... —murmuró entre dientes, apretando los puños mientras miraba al cielo nocturno—. Cumpliré tu misión, pero no me rendiré.
La noche se cerró sobre ella