La historia explora el poder del amor y el arte como medios para enfrentar el dolor y la pérdida, destacando la importancia de aferrarse a aquellos que amamos en los momentos más oscuros.
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Capítulo 1: Ecos de la Soledad
Las notas suaves del piano llenaban la habitación vacía con una melodía melancólica que parecía flotar en el aire como un susurro. David, sentado en el viejo taburete de madera frente al instrumento, dejaba que sus dedos se deslizaran sobre las teclas de marfil, casi por inercia. Cada nota resonaba en su interior, haciendo eco en los rincones más oscuros de su mente.
Desde la muerte de su madre, la casa se había convertido en un lugar frío y solitario. Las paredes, que alguna vez estuvieron llenas de risas y conversaciones, ahora parecían encogerse con el peso del silencio. Cada rincón, cada mueble, le recordaba a ella: su sonrisa cálida, el sonido de su risa, la manera en que siempre parecía saber qué decir cuando él se sentía perdido. Ahora, sin ella, se sentía atrapado en un laberinto de recuerdos, sin un propósito de vida, tal vez pensamiento fatales llegaron a su mente.
El reloj en la pared marcaba las dos de la madrugada, pero el sueño se negaba a llegar. David estaba cansado, tanto física como emocionalmente, pero la idea de cerrar los ojos y sumergirse en sus pensamientos le aterraba. No podía soportar la idea de revivir, una vez más, los momentos finales de su madre: el dolor en sus ojos, su voz debilitada, la despedida que nunca quiso aceptar.
"Lo siento, mamá", murmuró en voz baja, como si esperara que de alguna manera, en algún lugar, ella pudiera escucharlo. Sabía que había hecho todo lo que podía, que había estado a su lado hasta el final, pero eso no era suficiente para acallar la culpa que sentía. Se sentía impotente, incapaz de salvarla, incapaz de hacer que el mundo fuera justo.
El piano era su única compañía en esos momentos de soledad abrumadora. Había aprendido a tocarlo desde pequeño, su madre era quien lo había animado a seguir con la música, diciéndole que siempre tendría un amigo en las teclas, que la música sería su refugio en los momentos difíciles. Y ahora, cuando más lo necesitaba, se aferraba a esa promesa.
Sin embargo, la música no era suficiente para llenar el vacío que sentía en su corazón. Su enfermedad, descubierta poco después de la muerte de su madre, era otro recordatorio de lo frágil que era la vida. Había días en los que se sentía fuerte, capaz de enfrentarlo todo, pero había otros, como esa noche, en los que la desesperación lo envolvía como una niebla oscura.
Los médicos habían sido francos con él. Tenía una enfermedad rara que podría ser mortal si no se trataba a tiempo. Por suerte, lo habían detectado en una etapa temprana, y estaba recibiendo tratamiento. Pero eso no significaba que estuviera fuera de peligro. El tratamiento era agotador, tanto física como mentalmente, y cada vez que iba al hospital, sentía que una parte de él se quedaba ahí, en ese lugar frío y estéril, rodeado de otras personas que también luchaban por sus vidas.
Había momentos en los que deseaba poder hablar con alguien, contarle todo lo que sentía, pero no tenía a nadie en quien confiar. Sus amigos de la infancia se habían distanciado con el tiempo, y la muerte de su madre había puesto una barrera invisible entre él y el resto del mundo. La gente no sabía cómo hablarle, cómo tratarlo. Algunos lo evitaban, temiendo decir algo que lo hiriera; otros lo llenaban de palabras vacías de consuelo, que solo lo hacían sentir más solo.
David dejó que sus manos cayeran pesadamente sobre las teclas, produciendo un sonido discordante. Cerró los ojos, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a formarse, pero se negó a dejarlas salir. Ya había llorado demasiado. Lo único que quería ahora era encontrar algo, cualquier cosa, que lo ayudara a seguir adelante.
Se levantó del taburete y se dirigió a la ventana, mirando hacia la calle desierta. Las luces de los faroles arrojaban sombras largas y distorsionadas sobre el pavimento, y el viento frío de la noche agitaba las ramas de los árboles, haciéndolas crujir como si fueran huesos viejos. Había algo en la quietud de la noche que le resultaba reconfortante y perturbador al mismo tiempo. Era como si el mundo estuviera en pausa, esperando a que algo, o alguien, rompiera el silencio.
David apoyó la frente contra el cristal frío y cerró los ojos, tratando de encontrar algún consuelo en la oscuridad. Sabía que no podía seguir así para siempre, que necesitaba encontrar una manera de salir de esa espiral de tristeza y desesperación. Pero no sabía cómo.
Su teléfono, que estaba sobre la mesa cercana, vibró suavemente, rompiendo el silencio. Era un mensaje. Con un suspiro, David lo tomó y lo desbloqueó, encontrando un mensaje de su primo, Juan.
*"¿Cómo estás, David? Hace tiempo que no hablamos. Espero que estés bien. Si necesitas algo, ya sabes que estoy aquí."*
David sonrió con tristeza. Sabía que su primo se preocupaba por él, pero también sabía que no podía darle lo que realmente necesitaba: a su madre de vuelta, y la seguridad de que él mismo estaría bien. Aún así, apreció el gesto. Le respondió rápidamente, agradeciéndole y asegurándole que estaba bien, aunque ambos sabían que no era completamente cierto.
Dejó el teléfono de nuevo sobre la mesa y se dirigió al pequeño estudio que había montado en su habitación. Era un espacio sencillo, con su guitarra, algunos micrófonos y su computadora, donde grababa sus ideas musicales. Se sentó en la silla giratoria y miró la pantalla, viendo las líneas de ondas de sonido que representaban las canciones en las que había estado trabajando. Pero no tenía ánimos de grabar nada esa noche.
Sin embargo, sabía que la música era la única cosa que lo mantenía cuerdo. Así que, casi por inercia, tomó su guitarra y comenzó a tocar acordes simples, permitiendo que las notas fluyeran sin pensar demasiado en ellas. Mientras tocaba, su mente vagaba por recuerdos, algunos buenos, otros dolorosos. Recordó cómo su madre solía sentarse en el sofá, escuchándolo practicar, sonriendo con orgullo cada vez que terminaba una canción.
La voz de David era suave y quebradiza mientras comenzaba a tararear una melodía que había estado rondando en su cabeza durante días. Era una melodía triste, pero había algo en ella que lo hacía sentir menos solo. La música, aunque no podía curarlo, le daba un propósito, una razón para seguir adelante, incluso en los días más oscuros.
Eventualmente, se dio cuenta de que las palabras comenzaban a tomar forma en su mente, como si la melodía las estuviera llamando a la superficie. Cerró los ojos y dejó que salieran, sin preocuparse por si tenían sentido o no.
*"No me dejes solo, en esta oscuridad... Tus ecos son mi guía, tu amor mi claridad..."*
Las palabras salieron con una facilidad que lo sorprendió, y antes de que se diera cuenta, estaba cantando con más fuerza, dejando que toda la angustia y el dolor que había estado reprimiendo se vertieran en la canción. Era como si, por primera vez en mucho tiempo, estuviera siendo completamente honesto consigo mismo.
La canción era un grito de ayuda, un ruego desesperado por no ser abandonado en su lucha. Sabía que estaba escribiendo sobre su madre, sobre su miedo a enfrentar la vida sin ella, pero también era una carta a sí mismo, un recordatorio de que, aunque se sintiera solo, no estaba completamente perdido.
Cuando finalmente terminó de tocar, se quedó en silencio, sintiendo cómo la tensión en su pecho comenzaba a aflojarse un poco. No había solucionado nada, pero había logrado expresar algo que ni siquiera sabía que tenía dentro. Y eso, por ahora, era suficiente.
David miró el reloj y vio que eran casi las cuatro de la madrugada. Sabía que necesitaba dormir, pero al menos ahora sentía que podría cerrar los ojos sin ser completamente consumido por la tristeza. Apagó las luces y se metió en la cama, dejando que los ecos de la canción que acababa de escribir flotaran en su mente mientras, poco a poco, se dejaba llevar por el sueño.