Un relato donde el tiempo se convierte en el puente entre dos almas, Horacio y Damián, jóvenes de épocas dispares, que encuentran su conexión a través de un reloj antiguo, adornado con una inscripción en un idioma desconocido. Horacio, un dedicado aprendiz de relojero, vive en el año 1984, mientras que Damián, un estudiante universitario, habita en el 2024. Sus sueños se transforman en el medio de comunicación, y el reloj, en el portal que los une. Juntos, buscarán la forma de desafiar las barreras temporales para consumar su amor eterno.
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PREFACIO
En un rincón olvidado de la ciudad de Villa Real, entre callejones estrechos y edificios que parecen sostenerse por la nostalgia, se alza el taller de relojería de Irvin. La fachada de madera que cruje al menor soplo de viento, y las ventanas empañadas por los años apenas dejan pasar la luz del día. El letrero, desgastado por la intemperie, anuncia en letras doradas: “Taller de Relojes Antiguos: Reparación y Restauración”.
Irvin, el joven relojero, era un enigma para quienes lo conocían. Poseía una figura esbelta, como si estuviera esculpida por las manos de un artista meticuloso. La oscuridad de su cabello, comparable a la noche más profunda, caía en mechones desordenados sobre su frente, enmarcando su rostro con una elegancia misteriosa.
Su piel era de un tono cálido, como si el sol hubiera dejado su huella en ella durante incontables días de trabajo al aire libre. En cuanto a su estatura, Irvin se alzaba con una elegancia notable. Su presencia era imponente pero no abrumadora, como si estuviera en perfecta armonía con el mundo que lo rodea.
Sus ojos, intensos, penetrantes, eran de un profundo color avellana, como si hubieran absorbido la esencia de los bosques antiguos. En su mirada, se reflejaban los misterios que guardaba en su interior.
Su vestimenta era un reflejo de su alma anclada en el pasado. Las camisas de lino, desgastadas por el tiempo y las vicisitudes, se adherían a su piel como recuerdos antiguos. Cada arruga contaba una historia, y los botones, firmes y descoloridos, parecían custodios de secretos olvidados. Los pantalones gastados, con rodilleras remendadas y dobleces permanentes, habían visto más días de los que podía recordar. Irvin se aferraba a ellos como si fueran un vínculo tangible con una época que ya no existía. Su resistencia a abandonarla era palpable, como si llevara consigo los ecos de un tiempo que solo él podía escuchar.
...Acá les presento al joven relojero Irvin...
Irvin no solo reparaba relojes; los vivía. Cada engranaje, cada tic-tac, resonaba en su alma como un eco ancestral. No era solo un relojero; era un alquimista de los sueños, un tejedor de tiempo y esperanzas. Su presencia, silenciosa y profunda, dejaba una huella imborrable en quienes tenían la fortuna de cruzar su umbral.
Irvin, con sus manos hábiles y ojos melancólicos, había heredado el oficio de su padre, un hombre cuyas huellas aún resonaban en los engranajes y las esferas. El anciano relojero había sido un maestro de los secretos del tiempo. Sus dedos arrugados acariciaban las piezas de los relojes con reverencia, como si cada tornillo contuviera un fragmento de su alma. Había enseñado a Irvin a escuchar los latidos de los relojes, a sentir el pulso de las horas y los minutos.
Cuando el padre de Irvin falleció, el taller quedó en sus manos. Las agujas seguían moviéndose, pero ahora era él quien debía mantener el ritmo. Las paredes de madera parecían susurrarle consejos ancestrales, y los relojes antiguos, como guardianes silenciosos, le recordaban su legado.
El día en que el taller de relojería quedó en manos de Irvin, las agujas del reloj parecían moverse con un peso adicional. La habitación olía a madera y a los recuerdos de su padre, cuyas manos habían dado vida a tantos relojes a lo largo de los años. El anciano relojero yacía en su lecho, la luz del atardecer se filtraba por las cortinas gastadas. Su mirada, cargada de sabiduría y melancolía, se encontró con la de Irvin.
—El tiempo es un enigma, hijo- susurró su padre con voz ronca pero firme. — Los relojes son más que engranajes y manecillas. Son testigos de historias que se desvanecen en el viento. Tú eres el guardián de esas historias ahora.
Irvin asintió, sintiendo el peso de la responsabilidad:
—¿Qué debo hacer, padre?
El anciano sonrió, y sus ojos se llenaron de un brillo ancestral.
— Repara los relojes con amor y paciencia. Escucha sus latidos, como si fueran corazones que laten en sincronía con el universo.
Las últimas palabras de su padre resonaron hasta el taller, como el eco de un tic-tac eterno. Irvin sostuvo la mano arrugada y la apretó con ternura. Las lágrimas amenazaron con desbordarse.
— ¿Y si no soy suficiente, padre? ¿Y si los relojes se detienen bajo mi cuidado?
— Confía en tus sueños, hijo — respondió su padre. — Los sueños son las agujas que te guiarán. Y recuerda, el tiempo es un regalo. Úsalo sabiamente.
Con esas palabras, el anciano cerró los ojos y se sumió en un sueño profundo. Irvin quedó solo en la habitación, junto al cuerpo de su fallecido padre. Desde entonces, Irvin reparó relojes con más devoción y así comenzó la odisea del relojero de los sueños, con las últimas palabras de su padre resonando en su corazón: “El tiempo es un enigma, hijo. Y tú eres su guardián”.
Los días de Irvin transcurrían entre el tic-tac constante de los relojes y el aroma a aceite y madera. Cada reloj que llegaba a su taller tenía su propia historia: un reloj de bolsillo que había pertenecido a un soldado en la Gran Guerra, un reloj de péndulo que había marcado los minutos de un amor prohibido. Irvin los acogía con reverencia, como si supiera que cada tic era un latido de vida atrapado en el tiempo.
En una tarde melancólica, Irvin se hallaba en la habitación de su padre. La estancia estaba impregnada de recuerdos. Sus ojos se posaron en una vieja mesa de noche, un mueble de madera maciza que había sobrevivido a décadas de historias familiares.
Sobre la mesa reposaba una pequeña caja de madera, su superficie estaba pulida por el tiempo y por las manos que la habían sostenido. Irvin se acercó con curiosidad, sintiendo que aquel objeto contenía secretos guardados celosamente. Un reloj dañado yacía en su interior, como un tesoro olvidado. La esfera de plata estaba arañada, las manecillas detenidas en un tiempo que solo el reloj conocía. Unas inscripciones en una lengua desconocida parecían danzar en la tapa, como si sus trazos guardaran la clave de mundos ocultos. Irvin lo tomó con reverencia.
En el taller, Irvin examinó el reloj. Las agujas seguían inmóviles, como si esperaran su toque sanador. Las inscripciones parecían cobrar vida, como si el tiempo mismo fluyera a través de ellas, sin embargo, el reloj no respondió.
El reloj, con sus manecillas inmóviles y su esfera opaca, más nunca cumplió su función de marcar el tiempo. Irvin, con una mezcla de melancolía y gratitud, aceptó que aquel artefacto era más un símbolo que un instrumento práctico. Aunque inservible en términos convencionales, lo atesoró como el regalo más grande de su fallecido padre.
Con manos temblorosas, Irvin depositó nuevamente el reloj en la vieja caja de madera. Las bisagras crujieron como si también recordaran tiempos pasados. La caja, desgastada por los años, guardaba otros tesoros: cartas amarillentas, fotografías desvaídas y un mechón de cabello de su madre.
En un rincón del taller, junto a la ventana que dejaba entrar la luz dorada de la tarde, Irvin colocó la caja en un estante de madera tallada. Allí reposaban sus cosas de valor: los recuerdos que no podían medirse en horas ni minutos. El reloj, aunque inerte, latía en su corazón como un eco de la vida que su padre le legó.
Así, en ese rincón de la habitación, Irvin encontró consuelo. El tiempo, en su forma más intangible, se manifestaba en los objetos que atesoraba y en los lazos que trascienden la muerte. El reloj inservible, con sus inscripciones en una lengua olvidada, se convirtió en un faro de memoria y amor.
Los años transcurrieron para Irvin, entre la rutina de la relojería y los momentos en familia. Se casó con Sofía, una mujer de mirada profunda que había llegado a Villa Real en busca de un nuevo comienzo. Juntos formaron un hogar cálido y acogedor. Su hija, Irina, creció rodeada de engranajes y esferas, fascinada por el misterio que encerraba el tiempo. La joven Irina pasaba horas observando los relojes antiguos en el taller de su padre.
Irina, con sus ojos brillantes y su pasión por los relojes, parecía destinada a seguir los pasos de su padre. Sin embargo, el destino tejía hilos más complejos. Una noche tormentosa, mientras exploraba el taller de su padre, Irina encontró una caja de madera. En su interior, descubrió un reloj antiguo, diferente a todos los demás. Ella lo sostuvo en sus manos, sintiendo la textura gastada de la esfera y las manecillas inmóviles.
Se acercó a su padre, quien estaba ocupado ajustando los engranajes de un antiguo reloj de péndulo.
— ¿De quién es este reloj, papá? — preguntó Irina, mientras sus ojos curiosos buscaban respuestas.
Irvin dejó sus herramientas y miró el reloj con nostalgia.
— Perteneció a tu abuelo, dijo en voz baja.
— Me lo regaló cuando era joven. Intenté repararlo, pero nunca logré que funcionara correctamente. Al final, lo guardé como un lindo recuerdo de mi padre.
Irina asintió, sintiendo la conexión con su abuelo a través del objeto.
— ¿Puedo quedármelo, papá? preguntó, sosteniendo el reloj con ternura.
Irvin sonrió y acarició su cabello.
— Es tuyo, hija. Llévalo contigo siempre que quieras. A veces, los relojes tienen secretos que solo revelan a quienes los aman de verdad.
Desde aquel día, Irina llevó el reloj consigo a todas partes. El reloj se convirtió en su confidente silencioso, su amuleto de protección. Y aunque las manecillas nunca se movieron, ella sentía que el reloj siempre la guiaba.
Una tarde soleada, mientras Irina cruzaba la calle hacia el taller de su padre, el reloj misterioso en su bolso comenzó a vibrar. El mismo se volvió frenético, como si el tiempo quisiera advertirla de algo. Irina tropezó, y en ese instante, un automóvil descontrolado la arrolló. El impacto fue devastador. Irina quedó tendida en el pavimento, su cuerpo frágil yacía sin vida.
Irvin llegó corriendo, desesperado. Sus manos temblorosas intentaron detener la hemorragia, pero era demasiado tarde. Sofía, al recibir la noticia, se derrumbó en el umbral del taller.
El reloj misterioso yacía junto al cuerpo inerte de su hija, como un testigo silencioso de la tragedia. Sus manecillas seguían inmóviles, como si también lloraran la pérdida. Irvin lo tomó en sus manos temblorosas, sintiendo su peso como una losa en el corazón. Con los ojos llenos de lágrimas, Irvin maldijo al reloj. Lo vio como un símbolo de su dolor, un recordatorio constante de que Irina ya no estaría allí para compartir risas en el jardín o explorar los secretos del tiempo.
— ¡Maldito seas!, murmuró, con su voz quebrada por la pena. —¿Por qué no pudiste salvarla?
El reloj fue guardado en su caja de madera, junto con los recuerdos imborrables. Irvin subió al viejo desván del taller, un lugar polvoriento y olvidado. Allí, entre telarañas y sombras, depositó el reloj. Cerró la puerta con un crujido, como si sellara su propio corazón roto.
Desde entonces, el reloj permaneció en aquel rincón oscuro.
Después de la muerte de Irina, Irvin quedó sumido en un profundo dolor. El taller de relojería se volvió un lugar sombrío, lleno de recuerdos y silencios. Cada tic-tac de los relojes parecía un eco de su pérdida. Irvin se retiró de la vida social, dedicando sus días a reparar relojes sin alegría ni pasión.
Los años pesaban sobre los hombros de Irvin. Su taller, ubicado en una callejuela empedrada, seguía atrayendo clientes con sus relojes desgastados y sus historias entrelazadas. Pero Irvin ya no era el joven apasionado que había desmontado su primer reloj a los quince años. Las manos temblorosas y la vista cansada le recordaban que el tiempo también avanzaba para él.
Las manecillas de los relojes continuaban girando, implacables. Los vecinos confiaban en él para restaurar los relojes de sus abuelos, para devolverles la vida y el tic-tac que marcaba sus días. Pero Irvin sabía que no podría seguir solo por mucho más tiempo. El taller se llenaba de relojes rotos y esperanzas depositadas en sus habilidades, y él anhelaba un respiro.
Una tarde, mientras ajustaba las agujas de un antiguo reloj de bolsillo, Irvin sintió un dolor agudo en la espalda. Se detuvo un momento, apoyándose en la mesa de trabajo. “Necesito ayuda”, murmuró para sí mismo. La idea de buscar un aprendiz había rondado su mente durante semanas, pero ahora se volvía urgente. Con la esperanza de encontrar un ayudante para aliviar su carga, colocó un letrero en la ventana del taller. Las letras negras sobre fondo blanco anunciaban: “Se busca ayudante de relojero”. Los vecinos curiosos detenían su paso para leerlo, y el rumor se extendió por la callejuela empedrada. Irvin esperaba que alguien respondiera al llamado, alguien con la pasión y la habilidad para continuar su legado entre los engranajes y las manecillas.
Fue entonces cuando Horacio apareció en la puerta del taller. Un joven de mirada intensa y manos ágiles.
— ¿Busca un ayudante? preguntó con voz firme. — Soy Horacio. He trabajado en talleres de relojería desde los catorce años. Mi abuelo me enseñó todo lo que sé.
Irvin lo observó, evaluando su determinación y su pasión.
— ¿Por qué quieres trabajar aquí?
Horacio sonrió.
— Porque los relojes cuentan historias, y yo quiero ser parte de ellas. Además, tengo una deuda con mi abuelo.
Horacio demostró ser meticuloso y eficiente. Con manos hábiles, desmontaba los relojes, limpiaba los engranajes y ajustaba las manecillas con precisión. Su conocimiento técnico era impresionante, pero también llevaba consigo una carga invisible. Irvin notó que Horacio evitaba hablar de su pasado y que a menudo se perdía en la contemplación de los relojes restaurados.
Una tarde, mientras compartían una taza de café, Horacio finalmente habló.
— Mi abuelo era relojero, dijo en voz baja. — Me enseñó todo lo que sé. Pero también me legó una tristeza profunda. Un reloj que nunca pudo reparar. Dijo que contenía el tiempo de un amor perdido.
Irvin asintió, comprendiendo la conexión entre Horacio y los relojes.
— ¿Qué pasó con ese reloj?
Horacio miró por la ventana, como si buscara respuestas en el cielo.
— Mi abuelo murió sin resolver el enigma. Pero yo no descansaré hasta encontrar ese reloj y liberar su secreto. Es mi deuda con él.
Que emoción