Noemí llegó a la imponente mansión Richi con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. La ansiedad por ver a Juan, la esperanza de dejar atrás el incidente traumático en Catamarca, la empujaban hacia adelante. Sin embargo, la fría eficiencia de la mansión la recibió con una formalidad que contrastaba con la calidez que esperaba. En lugar del abrazo esperado de Juan, se encontró con la impasible figura del mayordomo, un hombre de rostro inexpresivo y movimientos precisos. La espera, prolongada deliberadamente mientras el mayordomo consultaba las cámaras de seguridad, se convirtió en un ejercicio de paciencia que Noemí no estaba preparada para soportar. El calor del día primaveral, que prometía una tarde agradable, se transformó en una sensación sofocante, un reflejo de la tensión que la invadía. Las piernas le temblaban, el calor interno se mezclaba con el nerviosismo, y la imagen de su madre, con su rostro pálido y sus manos temblorosas, se le presentaba con insistencia en la mente. Justo cuando estaba a punto de ceder al pánico, el mayordomo abrió la puerta, su rostro impasible como una máscara. Tras reconocerla, la saludó con una formalidad cortés, preguntando con una frialdad profesional si se encontraba bien. Con voz temblorosa, Noemí preguntó por Juan, explicando que venía al cumpleaños de su suegro. El mayordomo, con una sonrisa cortés pero distante, le indicó que podía dirigirse a una de las habitaciones para arreglarse, ya que la estaban esperando. La frialdad del lugar, la ausencia de cualquier muestra de afecto, la hicieron sentir más sola que nunca; sin embargo, al pedir el mayordomo a uno de los sirvientes, llamado Julio, que la acompañara, de repente sintió, con su predisposición, un calor de seguridad que hasta ese momento no había sentido.
Mientras tanto, en el interior de la mansión, Elena, informada de la llegada de su futura nuera, sintió una punzada de inquietud al notar la ausencia de Juan. La idea de que algo pudiera haber salido mal cruzó por su mente, pero la necesidad de ultimar los preparativos para la fiesta, y sobre todo, la necesidad de lucir impecable para la ocasión, la impulsó a dejar de lado sus preocupaciones. Decidió ver a Noemí directamente en la fiesta, donde la multitud y el bullicio podrían disimular cualquier posible incomodidad. La imagen de su propia juventud, de su pasado en Catamarca, se le presentó con insistencia en la mente, un pasado que guardaba secretos dolorosos y rivalidades intensas.
Poco antes del inicio del banquete, Marcela, con una frialdad que ya comenzaba a ser su sello distintivo, se deshizo del cuerpo del taxista. Arrojándolo a una laguna cercana que había visto antes en la ruta, un lugar que había escogido cuidadosamente, se desprendió del peso de su crimen con una eficiencia escalofriante. Nadie la vio, nadie la observó. El acto, consumado con una precisión macabra, le provocó una sensación de liberación, una sensación de poder que la embriagó. Una vez terminado el trabajo, condujo de regreso a la mansión; estacionó el taxi, ocultando cualquier rastro de su crimen, y se encontró con Noemí, quien, sorprendida por su falta de preparación, la llevó hacia las habitaciones para que se arreglara.
Mientras Noemí se adelantó al salón del banquete, ansiosa por ver a Juan, ansiosa por un futuro que parecía cada vez más incierto, la tensión en el ambiente era palpable.
En el salón, el esplendor de la fiesta no lograba disimular la tensión latente. Noemí, lejos de encontrar a Juan, se encontró con la mirada insistente de una mujer desconocida, una mujer cuyo perfume le resultaba extrañamente familiar. En ese momento, Marcela hizo su entrada triunfal, luciendo un vestido blanco único, un diseño impecable que había reservado para una ocasión especial, un diseño que resaltaba su belleza y su elegancia, un diseño que ocultaba la oscuridad de su alma. Su aparición acaparó todas las miradas, incluyendo la de la esposa del gobernador, quien criticó con desdén el origen de los vestidos de su marido, y la de Elena, quien, con una mezcla de sorpresa y horror, reconoció en Marcela a su antigua rival de su ciudad de origen. El reencuentro entre ambas mujeres, cargado de tensión y resentimiento, prometía un desarrollo inesperado de los acontecimientos. El pasado, con toda su carga de secretos y rencores, había irrumpido en la fiesta, amenazando con desestabilizar la aparente armonía de la celebración, amenazando con sacar a la luz los oscuros secretos que cada una de ellas guardaba celosamente. La tensión en el ambiente era palpable, una tensión que prometía una noche llena de sorpresas, una noche que podría cambiar el curso de sus vidas para siempre.
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