Pensamientos tóxicos

Es increíble cómo funciona nuestra mente a veces. Sin darnos cuenta, programamos la realidad que deseamos. Eso era lo que Marcela intentaba hacer en ese momento. Por más que analizaba la situación, no sabía cómo reaccionar ante la posibilidad de perder a su hija para siempre, la razón de su existir. Volver al pasado era imposible. Lo más importante ahora era mantener la relación con Noemí, aunque fuera a base de una gran mentira. El fin, en este caso, justificaba los medios. Y, sin dudarlo, encontró una solución entre sus miedos y nervios. Presurosa, regresó al local.

Mientras tanto, Noemí no encontraba explicación para el silencio de Juan. Pensaba que quizás él jamás había tenido ese comportamiento; quizás se avergonzó de estar con la hija de una sencilla diseñadora. Inicialmente, pensó que presentarlo a su madre no había sido la mejor idea; quizás Marcela le dijo algo que lo ofendió. Y, sin sospechar lo peor, decidió esperar a que él se comunicara y le diera una explicación de su desaparición.

Al llegar al local, Marcela pensó que todo debía consumirse rápidamente, como papel en el fuego: rápido y sin dejar rastros. Entonces, sin abrir la puerta del depósito, roció la puerta con aceite y le prendió fuego. Una vez segura de que el fuego se propagaría, salió del local, dejando su sueño, sus esperanzas y sus proyectos en manos del destino. Antes de irse, comprobó que no había vecinos curiosos ni clientes cerca.

El fuego, alimentado por el aceite y una suave ventisca que se colaba entre el patio y el depósito, se propagó con rapidez. La puerta del depósito, envuelta en llamas, se abrió, dando paso al fuego que devoraba telas y maderas. El incendio crecía de manera asombrosa.

Los vecinos de los locales y viviendas cercanas se percataron del incendio y llamaron a bomberos y emergencias.

Mientras todo esto ocurría, el teléfono de Marcela no paraba de sonar, pero ella no contestaba. Paralizada por sus pensamientos, decidió esperar los resultados de su plan, sin medir las consecuencias. ¿Qué pasaría si el cuerpo de Juan no se consumía por completo? ¿Cómo cumpliría con los pedidos de su trabajo? ¿Cómo reconstruir su negocio? Ya no podía hacer nada más que esperar, a la deriva en un mar de incertidumbre. Sus manos temblaban, su cabeza no dejaba de pensar, y la posibilidad de ser aplastada por el peso de sus acciones al final del día se hacía cada vez más real. El peso de la culpa, del miedo, del remordimiento, comenzaba a ser tan insoportable como el fuego que ardía en el local; un fuego que se extendía más allá de las paredes, consumiendo su alma poco a poco. La tragedia, que había comenzado con un accidente, ahora parecía encaminarse hacia un desenlace aún más devastador, un desenlace que Marcela, en su desesperación, había creado con sus propias manos. El fuego que había intentado controlar ahora la consumía a ella también, en un círculo infernal de culpa y arrepentimiento del que quizás nunca más pueda salir.

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