La tierra y las hojas secas, restos del horror de la noche anterior, aún se aferraban a sus dedos como una marca indeleble, una prueba física de la culpa que la consumía. Cada intento por acomodar su cabello solo acentuaba la sensación de suciedad, una suciedad que trascendió lo físico y se anidaba profundamente en su alma. Llevaba más de dos días con la misma ropa, un uniforme de desesperación que reflejaba su estado interno: el frío la recorría constantemente, sus manos temblaban con una intensidad que la alarmaba, y un cansancio profundo, más allá del físico, la agobiaba. Lejos quedaba la imagen de la elegante diseñadora de moda; ahora, frente al espejo empañado del baño, solo veía el reflejo de una mujer destrozada, enfrentándose al reto más grande de su vida, un reto que eclipsaba cualquier desafío creativo que había enfrentado en su exitosa carrera.
Tenía que diseñar, sí, pero no un vestido, sino un plan, una estrategia para proteger a Noemí, su hija, la única persona que le importaba en el mundo. ¿Decir la verdad? La idea era absurda, una quimera. Nadie confesaba sus crímenes en estos días, y menos aún pagaba por ellos. El silencio era su única salida, su única forma de proteger a su hija de la devastación que la verdad provocaría, una verdad que la destruiría a ella y a Noemí. Tenía que deshacerse del último rastro, como ya lo había hecho con Juan, con una precisión quirúrgica que ahora le parecía macabra, un reflejo de la oscuridad que había invadido su vida.
Pero la duda, como una serpiente venenosa, la carcomía por dentro. ¿Por qué ese entrometido vecino había insinuado saber algo? Si solo había sido una insinuación, le había costado la vida. Ni siquiera una sombra de duda podía existir. La idea la aterraba, la perseguía como una sombra oscura, un espectro que se cernía sobre su futuro.
Mientras subía a ducharse, la incertidumbre la agobiaba, un peso que se sumaba al cansancio físico y al agotamiento emocional. Cuanto más se alejaba del jardín, más firme se volvía su decisión: el silencio. La verdad era un monstruo que debía permanecer enterrado, un monstruo que devoraría todo a su paso, un monstruo que arrasaría con su vida y con la de su hija. Al llegar al baño, se encontró con Noemí, quien ya terminaba su ducha, dejando tras de sí un vapor que se condensaba en el espejo empañado, creando una imagen etérea y fantasmal.
Noemí salió apresurada, con una energía juvenil y despreocupada que contrastaba brutalmente con la letargia y la desesperación de Marcela.
Marcela: ¿Adónde vas, hija? Ni siquiera pude hablar contigo. Pareces tener prisa.
Noemí: Mamá, lo siento. Estuve ocupada, pero mañana, después de la cena de cumpleaños de mi suegro, estaré solo para ti, te lo prometo. (Besándola en la mejilla) Voy a ver a Juan. Recién me mandó un mensaje. Quedamos en encontrarnos en su mansión en Buenos Aires. Arreglaremos todo para mañana. Es una mansión enorme, mamá, de esas que salen en las revistas. Dice que es una sorpresa. ¡Una sorpresa! ¡Mamá, imagínate! Un lugar enorme, con jardines inmensos...
El beso y las palabras de Noemí fueron como una puñalada, una puñalada que le recordaba la fragilidad de su plan, la inminencia del desastre, la posibilidad de que su secreto fuera descubierto.
Marcela: ¿A… a Juan vas a verlo? ¿A Buenos Aires? ¿Tan lejos? ¿Y qué harás allí?
Noemí: Sí, mamá, a mi novio, ¿te acuerdas? Me dijo que quería hablar conmigo antes de la cena de su padre. Me envió la dirección de la mansión familiar. Dice que es una sorpresa. Una sorpresa romántica, imagino. ¡Una sorpresa! ¡Mamá, imagínate!
A pesar del escalofrío que le recorrió la espalda, un escalofrío que ahora se mezclaba con un profundo sentimiento de culpa y un terror paralizante, Marcela decidió seguir con su plan de silencio. El silencio era su escudo, su prisión, su condena. Pero en ese silencio, en esa oscuridad, un nuevo miedo comenzaba a germinar: el miedo a que la verdad, tarde o temprano, saliera a la luz, arrastrando consigo a su hija en su caída.
Marcela: Sí, hija, me acuerdo. Hablamos mañana.
Noemí salió apenas se vistió, dejando a Marcela sola con sus pensamientos, con el peso de su secreto, con el eco de la mentira, con el terror latente de que su engaño fuera descubierto. Noemí no sabía la verdad sobre Juan, solo que él quería verla antes de la cena de su padre. Creía que él volvería a contactarla y decidió ir a Buenos Aires, dejando de lado cualquier preocupación sobre la diferencia social y las posibles consecuencias. Después de llorar un buen rato, prefirió aferrarse a la esperanza. La familia era lo primero, y Juan, pronto, lo sería también. La ironía de la situación la golpeó con fuerza: mientras ella planeaba ocultar un crimen, su hija se disponía a reunirse con el hombre que, en realidad, ya no existía, un hombre que había muerto en su jardín, enterrado bajo la tierra y las hojas secas. Y ese pensamiento, ese pensamiento terrible, la paralizó, la dejó inmóvil, presa del miedo y de la culpa. El silencio de la casa se convirtió en un eco de su propia desesperación, un eco que resonaba en sus oídos, un eco que la perseguiría para siempre.
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