El hombre invisible

Un largo rato había pasado desde que Marcela había presenciado la destrucción de su trabajo, de su sueño, consumido por las llamas junto con el gran amor de su hija, el amor que, irónicamente, había sido la causa de su propia desgracia. Pero lejos de encontrar un ápice de paz en el trágico suceso —un suceso que, por el momento, solo ella conocía en toda su magnitud, oculto a los ojos de su hija, de las autoridades, e incluso del vecino entrometido que, como era de esperarse, se inmiscuía en lo que no le incumbía—, un tormento la carcomía por dentro. La imagen del fuego devorando todo, la imagen de Juan, la incertidumbre sobre su destino, la angustia por el futuro, se entrelazaban en su mente, creando un nudo de desesperación que le apretaba el pecho, le dificultaba la respiración, la dejaba sin aliento. No estaba segura si el cuerpo de Juan se había consumido por completo en las llamas, y lo más perturbador de todo era la indiferencia general ante su ausencia. Nadie parecía extrañarlo, ni siquiera su propia hija, quien, en su ingenuidad, parecía haber llegado a la conclusión de que Juan simplemente se había arrepentido de la relación con la "hija de una simple comerciante"; una conclusión que, en su simplicidad, era infinitamente más dolorosa que cualquier otra.

En ese mar de incertidumbre y dolor, el timbre de la puerta resonó, cortando el silencio sepulcral de su casa. Era Noemí, su hija, su única hija, la razón de su existir. Fue el primer encuentro tras esa noche trágica y confusa, una noche que había cambiado sus vidas para siempre. A pesar de todo, madre e hija solo pudieron hacer una cosa: abrazarse con una fuerza desesperada, un abrazo que transmitía todo el dolor, toda la angustia, todo el miedo que ambas sentían; un abrazo que se prolongó en un llanto silencioso, un llanto que parecía venir de lo más profundo de sus almas, un llanto sin consuelo, sin esperanza.

Finalmente, Noemí rompió el silencio, su voz apenas un susurro entrecortado por el llanto:

—No puedo creerlo, mamá. Estamos destinadas a que nos rompan el corazón. Nunca voy a conocer a mi verdadero amor. ¡Estoy destinada a quedarme sola!

Marcela, con el corazón destrozado, con la conciencia carcomida por la culpa, dejó pasar ese comentario, ese lamento de una hija que no comprendía la verdadera tragedia. Su respuesta fue un llanto aún más intenso, un llanto que expresaba no solo la pena por la pérdida de Juan, sino también el peso insoportable de su secreto, el peso de su culpa, el peso de su mentira. Pero antes de que ese llanto se prolongara demasiado, otro comentario de Noemí cayó en ese mar de lágrimas, como un náufrago que llega a la orilla tras una tormenta:

—Mamá, era obvio que Juan Richi no se iba a fijar en mí.

— ¿Quién? —preguntó Marcela, su voz apenas un susurro entrecortado por el llanto.

—Juan Richi, mamá.

El nombre resonó en la mente de Marcela, como una campana que anunciaba una tragedia aún mayor. Recordó entonces, con una claridad aterradora, a un Richi en su pasado, el rostro de Juan, y la conexión entre ambos se hizo evidente; una conexión que la llenó de un horror helado. Juan era familiar o hijo del hombre que le había roto el corazón más veces que nadie, incluso más que el propio padre de Noemí, el hombre que había terminado con el trabajo que había iniciado hace tanto tiempo, el hombre que había dejado tras de sí un rastro de dolor y desamor. ¿Había sido esa noche una venganza inconsciente, una respuesta oscura e inesperada a las heridas del pasado? La pregunta resonaba en su mente, sin respuesta, sin consuelo.

Antes de que pudiera articular una respuesta, antes de que pudiera siquiera procesar la magnitud de lo que estaba sucediendo, un golpe en la puerta interrumpió el silencio. Era Don Milton, el vecino entrometido, el testigo silencioso de la tragedia, el hombre que, con su curiosidad inoportuna, parecía haber llegado para añadir otra capa de dolor a su ya desgarrada existencia.

—Buenas noches, lo siento mucho por lo sucedido, Doña Marcela. ¿Sería posible hablar con usted?

Marcela, en ese instante, comprendió que la visita de Don Milton era mucho más que simple curiosidad. Era la anticipación de un escándalo, la antesala de una verdad que se acercaba con pasos pesados, una verdad que amenazaba con desmantelar su frágil mundo de mentiras. Y en ese momento, comprendió que tendría que hacer algo más, mucho más, para proteger su secreto, un secreto que, en su desesperación, había creado, un secreto que ahora la consumía, un secreto que podría destruirla por completo.

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