Elena se afanaba en los preparativos, una frenética actividad que contrastaba con la inquietud que la carcomía por dentro. El cumpleaños número 50 de Carlos debía ser inolvidable, una celebración fastuosa que eclipsara cualquier otro evento social en la ciudad. Además, el aniversario de bodas se acercaba, y esta fiesta sería una especie de ensayo general, una prueba de fuego para la gran celebración que se avecinaba. No escatimaba en gastos; la lista de invitados era un quién es quién de la alta sociedad porteña: el gobernador Sánchez y su esposa Juana, el diputado Mihanovich acompañado de su escandalosa pareja, la supermodelo Martina Grabado —una relación que, por la diferencia de edad (él tenía 52 y ella 22), generaría un tsunami de comentarios en otros círculos, pero no en el suyo, tan acostumbrado al poder y a la discreción—. También asistiría el coronel Martel, gran amigo de Carlos y viudo hacía unos meses, un hombre condecorado no por hazañas militares, sino por sus triunfos en torneos de polo junto a Carlos —una amistad sólida, forjada en el campo de juego y sellada con el paso de los años—. Completaban la lista las amigas de Elena, Mirtha y Mariela, ambas solteras tras divorcios recientes, y, por supuesto, su hijo y su prometida, junto con la, en principio, improbable suegra.
La improbabilidad radicaba en un detalle peculiar: Elena había crecido en Catamarca, la misma provincia de origen de la suegra de su hijo, y, por una extraña coincidencia, ambas habían asistido al mismo colegio. Un pasado compartido, con momentos de unión y separación, que la vida se encargaba de entrelazar de forma inesperada y, en este caso, inquietante. Un pasado que Elena había intentado enterrar, pero que ahora, como una planta que brota entre las grietas del asfalto, amenazaba con resurgir con fuerza.
La intuición femenina, esa capacidad casi sobrenatural de percibir lo que se oculta bajo la superficie, no dejaba de atormentar a Elena. Mientras ultimada los preparativos, la imagen de su pasado en Catamarca se imponía en su mente con una intensidad que la dejaba sin aliento. Recordaba la noche, los días que había intentado olvidar durante tantos años, la desesperación, el grito desgarrador que aún resonaba en su memoria, el auto destrozado en aquel lugar que guardaba un recuerdo doloroso, un recuerdo que se negaba a ser borrado. Había escapado a Buenos Aires, conoció a Carlos en uno de sus torneos de polo, se presentó como una admiradora y, con su bajo perfil y docilidad, se convirtió en la esposa perfecta, construyendo una vida aparentemente idílica, una vida que se sostenía sobre una base de mentiras y silencios. Pero aquellos recuerdos, aquellos fantasmas del pasado, seguían echándole, especialmente ahora que su nuera era de Catamarca, trayendo consigo la posibilidad de que la verdad, tarde o temprano, saliera a la luz.
Sin embargo, Elena se aferraba a la idea de que todo eso había quedado atrás, que su nuera y su madre no tenían nada que ver con ese pasado oscuro, que era solo una coincidencia, una casualidad cruel del destino. Se concentraba en la fiesta, en los detalles, en la necesidad de que todo saliera perfecto, de que la celebración fuera un éxito rotundo. En su mente, repetía una y otra vez la frase: "Todo ha pasado". Una buena esposa, pensaba, merecía segundas oportunidades. Y ella, Elena, se merecía la paz. Pero la paz, en realidad, parecía un espejismo, una ilusión que se desvanecía con cada latido de su corazón, un corazón que aún guardaba el eco de aquel grito desgarrador en la noche catamarqueña, un grito que resonaba en el silencio de su conciencia, un grito que amenazaba con romper la fachada de perfección que había construido con tanto esfuerzo. La fiesta, la celebración, el lujo, no lograban acallar la voz de su pasado, una voz que susurraba en su oído con una insistencia cada vez mayor, una voz que le recordaba que algunos fantasmas son difíciles de enterrar, que algunas verdades, tarde o temprano, salen a la luz, y que el peso del pasado puede ser demasiado para soportar. Mientras recibía las felicitaciones por la espléndida fiesta, Elena sentía que la tierra se movía bajo sus pies, que el pasado se acercaba, inexorable, amenazando con destruir todo lo que había construido.
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