Para las once de la mañana, era demasiado tarde. Un día normal empieza mucho antes, pero para Marcela, el día ya había terminado, esperando solo el desenlace de sus acciones.
Al sonar el teléfono, estuvo a punto de desmayarse. La llamada, informándole que su local estaba en llamas, la dejó conmocionada, a pesar de que ya lo sabía. Se dio cuenta por un instante de lo que había hecho y que todavía no podía creerlo; más aún, no podía creer quién la llamaba, a pesar de la amable explicación del vecino Milton, quien, a pesar de sus esfuerzos por ser comprensivo, no pudo evitar entrar en desesperación. La mente de Marcela se inundó de pensamientos, haciéndola recapacitar sobre su decisión instintiva. Sin embargo, logró mantener una frialdad sorprendente, disimulando su agitación interior con tanta eficacia que Milton encontró extraña, sospechosa, su tranquilidad.
Tras recibir la noticia y agradecer a su vecino, hizo lo que cualquiera hubiera hecho: fue al lugar para ver qué se podía salvar y también aprovechar para disimular cierto desconcierto.
Pero en el fondo, sabía que regresaba a la escena de un crimen que ella había cometido. Había sido un crimen, sí, y se preguntaba si debía juzgarse como una asesina, o simplemente como alguien que actuó con miedo y poca inteligencia. Al llegar, Don Milton, con su actitud de héroe consolador, la recibió. Él no había podido hacer mucho desde su negocio de comestibles, solo llamar a la policía, quienes luego contactaron a los bomberos, quienes tardaron dos horas en controlar el incendio.
Para entonces, el depósito había sido consumido por las llamas, pero gran parte del local principal parecía intacto. Sin embargo, muchos diseños se habían perdido. ¿Y el cuerpo de Juan? Ni Don Milton, ni los bomberos, ni la policía tenían noticias al respecto. Una extraña paz, como la que se siente tras un retiro espiritual, invadió a Marcela; sin embargo, el vecino curioso no dejaba de mirarla, inquietando a Marcela hasta el punto de hacerla pensar que él sabía algo más.
Ni siquiera recordaba a Juan, ni su amor, ni sus padres; ni un amigo casual lo extrañaba. Lo curioso fue que un vecino, un galán amable y presuntuoso, preguntó: "¿Y su hija y su novio están bien, Doña Marcela?".
Marcela sintió un escalofrío y, con la mirada perdida, respondió: "No lo sé, creo que sí".
El vecino comentó: "Es curioso, Doña Marcela. Pensé que el muchacho se había quedado a dormir en el local, ya que vi cómo se fueron ustedes, pero a él no lo vi".
Marcela respondió: "Pero Don Milton, ¿cómo es posible? Se fueron los dos la misma noche que me visitaron. ¿Cómo sabe eso? Le agradezco su interés, pero no es de su incumbencia".
El vecino respondió: "Disculpe, Doña Marcela, solo quería ayudar", dando a entender que él sabía algo más.
Sin perder tiempo, Marcela salió, evadiendo a los policías que investigaban el incidente, y entró al local con una idea fija en la cabeza: encontrar el cuerpo de Juan.
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