Lo siento

—¡Mierda!—, murmuré mientras me llevaba las manos a la boca, incapaz de soportar la vergüenza y el horror que se apoderaban de mí. —Lo siento mucho, César. ¡Maldita sea, lo siento tanto!—

César, aún aturdido por lo que acababa de suceder, intentó tranquilizarme con voz suave. —Está bien, Hal. No pasa nada. No te asustes—.

Pero el horror me invadió como una ola, llenando cada fibra de mi ser con una sensación de pánico abrumador. No podía creer lo que acababa de hacer, no podía creer que hubiera sido tan estúpido como para dejar que mis emociones me llevaran a ese extremo.

—Lo siento, lo siento—, murmuré una y otra vez, incapaz de detenerme. —Fue un error, un gran error—.

César intentó detenerme mientras retrocedía, su expresión llena de preocupación y confusión. Quería disculparme y explicarle que no sabía qué me había pasado, que había sido un impulso irracional, pero las palabras se atascaron en mi garganta mientras el pánico seguía creciendo dentro de mí.

—¡Maldita sea!—, murmuré, sintiendo cómo el pánico me ahogaba y me hacía temblar. Me mordí el labio con tanta fuerza que pronto sentí el sabor metálico de la sangre en mi boca. —¡No debería haber vuelto nunca, César! ¡Fue la peor maldita decisión que he tomado en mi vida!—

César intentaba seguirme, su voz llena de preocupación y desesperación. —¡Hal, espera! ¡Por favor, detente!—

Pero yo no quería escuchar, no podía escuchar. Mi mente estaba en blanco, mi corazón latía con fuerza y solo quería huir, alejarme de todo lo que había sucedido. Abrí la puerta y salí corriendo, sintiendo el frío aire de la noche golpeando mi rostro mientras me precipitaba por las calles, sin rumbo fijo, sin saber a dónde iba, solo quería escapar.

Me detuve en un callejón oscuro, mi respiración agitada resonaba en el silencio de la noche. No veía a César, no escuchaba su voz llamándome. Todo lo que podía sentir era el frío penetrante de la noche y el peso abrumador de mis propias emociones.

Entonces, como un maldito tsunami, todas esas emociones que había estado reprimiendo durante tanto tiempo vinieron a mí de golpe. Sentí un nudo en mi garganta, una presión en mi pecho que amenazaba con aplastarme. El horror y la vergüenza se apoderaron de mí, y de repente, todo salió disparado.

Vomitaba como si estuviera purgando mis pecados, dejando salir todo el alcohol y la miseria que había ingerido esa noche. Mis lágrimas se mezclaban con el vómito, y me sentí patético, asqueroso, un completo desastre humano.

Me apoyé contra la pared, temblando, sintiendo el aguijón de la realidad golpeándome con fuerza. No había escapatoria, no había manera de ocultar la verdad de lo que había hecho, de lo que sentía. Estaba solo en un callejón oscuro, enfrentándome a mis propios demonios, y no había vuelta atrás.

Me limpié como pude, tratando de deshacerme de la sensación pegajosa y repugnante que me invadía. Entonces, escuché mi nombre, y mi corazón dio un vuelco en mi pecho. No quería enfrentar a César, no quería ver su decepción y desaprobación. Pero cuando giré la cabeza, me encontré con la figura familiar de Ray, fumando un cigarrillo con una expresión preocupada en su rostro.

—Ray, qué alivio que seas tú—, susurré con un suspiro, aliviado de no tener que enfrentar a César en ese momento.

Ray se acercó lentamente, mirándome con ojos inquisitivos. —¿Qué pasó, Hal?—, preguntó, su voz llena de preocupación genuina.

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