Maten A La Más Bella Del Mundo
-Solo quedan dos candidatas, leeré el nombre de la primera virreina y en consecuencia, la que no no nombre, es nuestra nueva y flamante Miss Sideral-, dijo haciendo brillar su mirada, explosivo y efusivo, Edd Mindreau, el maestro de ceremonias del certamen de belleza más importante del planeta, mirándonos, con la sonrisa amplia dibujada en la cara, los ojos fulgurantes y las luces del escenario rebotando el sudor que le perlaba la frente.
Yo lloraba, estaba confundida, muchos petardos explotaba en mi cabeza y no podía contener el llanto. La señorita Italia me abrazaba, apretaba mis manos y no sabía qué hacer para tranquilizarme, porque la emoción se desbordaba por todos mis poros. Lloraba a gritos.
-¿Será la señorita Perú o la señorita Italia?-, siguió taladrando mis sesos Mindreau, indiferente al drama que padecía, viendo al público puesto de pie, aplaudiendo, gritando, dando hurras y vítores. Atrás mío estaban las otras 200 candidatas que habían participado en el Miss Sideral, hermosas, enfundadas en sus vestidos de noche, aplaudiendo, sonrientes, también indiferentes a mi drama y a lo que quedaba del concurso, porque, al fin y al cabo, no habían ganado nada.
-Y la primera virreina es...-, le puso más suspenso el animador, burlándose de mi llanto, mis nervios, mi desconcierto y el que me estuviera desarmando mil pedazos, bajo el vestido celeste blanco, entallado, que lucía en esa noche tan caótica y fulgores que me mareaba. Mi corazón parecía reventar en un millón de pedazos.
Yo no podía ganar. Era imposible. Ni siquiera sabía qué hacía allí, delante de todos, con la señorita Italia sujetando mis manos, las luces, las cámaras de los periodistas, haciéndome videos. Nada era cierto, siquiera mi llanto.
-Y la primera virreina es...-, reía el animador y me miraba, una y otra vez y su mirada ahora eran dagas que me abrían el pecho y me hacían sangrar.
-¡¡¡Señorita Italia!!!-
Perdí toda cordura. Di un grito espantoso, cerrando los ojos, me arranché mis pelos y lloré, lloré mucho, a gritos, mientras alguien me ponía la corona en la cabeza y sentía que me besaban, me abrazaban, me acariciaban la cabeza mientras seguía llorando sin contenerme.
Yo era Miss Sideral.
*****
Cuando desperté, pensé que seguía sumida en un sueño, flotando entre nubes, rodeada de luces de colores y fulgurantes estrellas el arco iris. Estiré los brazos feliz y radiante y vi los ramos de flores amontonados en la cómoda, el vestido que había llevado la noche anterior, la infinidad de dulces y los cofrecitos con las joyas. Y allí estaban, también, el cetro y la corona, estallando sus brillos. No lo podía creer, froté incluso mis ojos para convencerme que todo era cierto y no otra de esas fantasías y sueños que perseguía de niña, ilusionando convertirme en una reina de belleza.
-¡Señorita Adamec, espera la prensa!-, gritó alguien tras la puerta de mi habitación, la suite de lujo del hotel Imperio. Miré el sol que despertaba sonriente, endilgando sus rayos, cortándose en rodajas cuando pasaban las persianas entreabiertas.
-Dame diez minutos-, supliqué. Levanté las cobijas y me encontré aún con la banda que seguía colgando en mi pecho. Miss Sideral. No la me había sacado. Eufórica como estaba, efusiva y entregada a la emoción, me la volví a pone cuando me saqué el vestido. Estaba convencida que todo seguía siendo un sueño.
Timbró el fono muchas veces. Me duché apurada y salí de prisa, con mis pelos mojados, envuelta en una toalla.
-Abre la puerta, Marisol-, era mi chaperona, una señora agradable, curtida, heroína de mil combates en los concursos de belleza, brazo derecho de la organización y persona de mucha confianza. Fui apurada de puntitas, envolviendo mis pelos mojados en otra toalla.
-¿No te dije que no te ducharas? Mira el estropajo que has hecho con tus pelos, los periodistas aguardan, vas a salir horrible en las fotos-, se amargó la señora Raquel Reynolds. De repente entró a tropel un enjambre de maquilladoras, peinadoras y manicuristas. Sin poder resistirme, me jalaron de los brazos y me sentaron frente al espejo, arrimaron mis cosméticos y pusieron los suyos, igual como si fueran robots, actuando mecánicamente. Trajeron también una bata enorme y un vestido verde, sin mangas. Otra mujer recogió mis zapatos y una arregló la cama en un santiamén. Una más llegó con una aspiradora que pasó de inmediato por la alfombra, ordenaron los muebles, la cómoda, las sillas, el sofá y el sillón y los espejos. Todo lo hacían como una colmena de hormigas, yendo y viniendo afanosas, sin hablar, sin decir nada, robotizadas, sin dejar detalle alguno al azar.
Me jalaron los pelos con furia, lo calcinaron con un secador, me levantaron el mentón, me pusieron pestañas postizas, me pintaron las uñas, me pusieron sombras debajo de los ojos, me colgaron unos aros enormes en las orejas, todo en un segundo, sin que pudiera quejarme, reclamar, molestarme o decir algo. Raquel miraba lo que hacían con la cara ajada, la boca arrugada y la mirada impasible.
De pronto estaba tan o más hermosa que la noche anterior que me consagraron como Miss Sideral.
-La corona-, dijo Raquel, entonces, luego de asentir con la cabeza. Una de las mujeres me lo puso en la cabeza, presta, asegurándola con mis pelos que se habían aleonado por el secador. Una nueva mujer llegó cargando peluches de todo tamaño que desperdigó en la habitación y puso un oso muy grande junto a mi almohada.
Me pusieron el vestido. -¿Y las pantimedias? ¿Qué zapatos me voy a poner?-, pregunté embobada, pero nadie contestó. Ellas seguían arropándome, jalaron la cremallera y me pusieron encima la enorme bata.
-Métete a la cama-, me dijo, entonces, Raquel. Yo obedecí como una autómata, imitando a todas esas mujeres que rodeaban la cama, retiraban pelusas, estiraban los edredones, movían los veladores y acomodaban las almohadas, a la velocidad de un rayo.
-Ahora eres Miss Sideral, la mujer más hermosa del mundo, ¿entiendes eso?-, me regañó Raquel. Yo no entendía. Estaba confundida.
-Que pase la prensa-, anunció entonces Raquel. Me dio el cetro. -Sonríe en todo momento-, volvió a decirme.
Otra manada, estaba vez más eufórica, se arremolinó junto a la puerta y los reporteros empezaron a dispararme sus cámaras, los celulares, me hacían videos y yo sonreía como una muñeca tonta enseñando el cetro que me coronaba como Miss Sideral.
-¡El desayuno!-, anunció ahora Raquel y entró un mozo, empujando un carrito, con una rosa meneándose en un frasco. El mismo joven sacó las tapas y me encontré con un vaso de jugo grande, tostadas untadas con mantequilla y dos panqueques.
-Yo quería desayunar bistec con papas fritas-, protesté a Raquel y todos los periodistas estallaron en risotadas, enfureciendo a la chaperona. Me miró con cólera.
-¡Tome el jugo!-
-¡Muerda una tostada!-
-¡El panqueque, el panqueque!-, chillaban los reporteros, volviéndome loca. Yo los miraba estupefacta, sin reacción, boquiabierta. Había pensado en celebrar el título desayunando con mis amigas del concurso, disfrutando de una humeante taza de café con leche, un delicioso bistec con muchas papas fritas y bastante mostaza. Me había pasado tres meses desde que fui coronada señorita Perú, entre dieta y dieta y quería desquitármela ahora que había terminado todo, sin embargo me topé con esas tostadas que, de remate, eran integrales y que aborrecía.
-¿Irá a Europa oriental?-, me preguntó uno.
Eso no lo sabía. Nadie me dijo de viajar. Yo quería regresar a mi casa.
-¿Cuando podrá conocer al Papa?-, me ametralló otro.
Eso tampoco estaba en mi agenda. Cuando gané el concurso en Lima, los organizadores me dijeron que competiría en Glasgow contra las mujeres más hermosas del planeta. Yo había pedido permiso a la universidad hasta el final del certamen y quería regresar de inmediato porque el evento había coincidido con los exámenes finales del semestre. No pensaba en viajes. Los organizadores me hablaron de dinero, joyas, un auto del año, vestidos, perfumes y todo tipo de gollerías, y que por un año tendría la corona "llevando un mensaje de paz y amor" por el mundo entero, pero jamás había pasado por mi cabeza ser Miss Sideral.
-Tengo exámenes en la universidad-, dije arrugando mi naricita y mordiendo mi lengüita y todos estallaron en risotadas.
-¿Ya habló con su novio? ¿Hicieron las paces?-, se alzó un hombre calvo.
Con Jonathan estaba peleada. Se enfureció cuando le dije que iba a participar en el concurso de la señorita Perú.
-Esos certámenes son una frivolidad, no voy a permitir que mi novia sea exhibida como si fuera ganado-, fue lo que me dijo cuando discutimos, muy fuerte, en el restaurante donde cenábamos. Me indigné. -Tú no decides por mí-, le dije furiosa y le tiré el champán que bebíamos, en medio del asombro y las miradas estupefactas de los comensales y mozos. Me puse de pie tomé mi cartera y le dije que no quería verlo más en mi vida.
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