La guerra en el este africano iba desde 1974 y se había atizado, nuevamente, con graves consecuencias desde 2020. la raíz del problema eran las diferencias sociales y tribales. Se sucedieron muchísimos gobiernos, se cercenó el territorio, pero igual había seguido la hambruna, se multiplicaron las enfermedades y miles de refugiados habitan en campamentos en condiciones paupérrimas. A mí me interesaba llevar una voz de aliento a quienes padecían las consecuencias de esos enfrentamientos sin fin.
Apenas aterrizamos en el aeropuerto, me di cuenta que se vivía en tensión permanente. Un oficial del ejército habló con Reynolds y chasqueando los dedos, llevaron varios soldados y me pusieron en un santiamén un casco y un chaleco antibalas.
-No necesito esto-, protesté, pero Margot estuvo de acuerdo. -Esto no es un juego, Marisol-, me dijo.
Me subieron en un jeep abierto con Sandra y Melissa. Un soldado iba en medio de nosotras apuntando con una enorme ametralladora y al lado del chofer iba otro militar con una M16 también apuntando a todo lado.
-¿Alguno habla español?-, pregunté a los soldados, tratando de aliviar la tensión que parecía un hacha cortándonos en pedacitos, pero ninguno contestó.
Muchísima gente se apiñó en las calles y me saludaban, saltaba, aplaudían, brincaban, lanzaban flores y reían, a mi paso.
-Pragtige vrou, pragtige vrou, pragtige vrou-, cantaban batiendo las palmas. No entendía nada. Miré a Melissa. Ella también miraba a todos lados. Temía francotiradores.
-¿Qué dicen?-, mordí mi lengüita.
-No sé, pero seguro que es un piropo-, reía.
-Mujer hermosa-, dijo al fin un soldado.
-¿Uh?-, me turbé que el militar hablase español.
-Dicen que usted es una mujer hermosa-, me insistió.
Arrugué mi naricita encantada.
El presidente me esperaba con una comitiva en un descampado, cerca del frente donde el conflicto alcanzaba sus mayores dimensiones de violencia. Lucía un impecable uniforme militar, colmado de medallas, cordones blancos rodeando un brazo y una boína roja. También lucía una aristocrática cartuchera oscura donde colgaba un impecable revólver blanco. Me esperó con los brazos abiertos. Atrás de él explotaban las bombas.
-Mademoiselle, mademoiselle, dichoso mis ojos de conocer a la mujer más linda del mundo-, me dio hasta seis besos en las mejillas.
Sandra estaba aterrada viendo las bombas reventando a los lejos, alzando largas columnas de humo. Ululaban sirenas y veía soldados movilizándose en los descampados, en blindados y tanques.
-¿No hay manera de entablar un diálogo entre las partes?-, le pregunté al mandatario mientras posábamos para los periodistas.
-No puede haber diálogo mientras haya irracionalidad en una de las partes-, fue su repuesta.
Me sentí incómoda. -Un conflicto es entre dos y si ninguno de los dos quiere hablar, entonces las dos partes son irracionales-, dije fuerte y los periodistas grababan y hacían videos entusiasmados.
-Mademoiselle yo no puedo hablar con quienes no respetan nuestras sagradas tradiciones-, se molestó el mandatario.
Jaclyn hincó su dedo en mis costillas. Ella no quería una tercera parte en conflicto.
Almorzamos frente a las bombas, en un toldo de campaña, junto a los periodistas y la comitiva del mandatario. Los soldados trajeron enormes ollas y se mostraron solícitos, sirviendo los potajes. Puse mi casco en la mesa, pero un solado lo tomó y me lo volvió a poner, incluso se encargó de ajustar las correas. Movió su dedo con un gesto negativo.
-No te lo puedes sacar-, me dijo, entonces, Nancy riéndose.
Mis pelos estaban completamente encharcados de sudor y sentía el acero aplastándome el cráneo. Me sentía súper incómoda.
El presidente habló, pese al estruendo de los cañonazos reventando a lo lejos.
-Nos prestigia una hermosa dama, la más bella del mundo, que ha venido con la intención de rescatar a este olvidado rincón del planeta, y si las armas con capaces de provocar guerra, la sonrisa de ésta linda mademoiselle, provoca paz-, dijo en tres idiomas, haciendo aplaudir a todos. Yo me puse más roja que un tomate.
Nos sirvieron estofado de garbanzos. -Aquí no comemos carne-, me dijo.
- Las tradiciones se respetan-\, le dije saboreando el delicioso plato. El mandatario hizo brillar sus enormes ojos.
-Exacto, mademoiselle, es lo que quiero que entienda, no se trata de dialogar o razonar, se trata de historia, de fe, de tradición, de respeto a lo que creemos-, pasó él la servilleta por su boca. Las bombas estallaban igual a un tétrico eco que no dejaba de tamborilear el horizonte.
De regreso al avión, estalló un carro en una de las concurridas avenidas por donde iba la caravana, desatando el caos. Los soldados apuntaron sus armas y Melissa se lanzó encima mío, cubriéndome con su cuerpo y Sandra sacó su pistola apuntando a todos lados. Yo temblaba de miedo y lloraba. La gente aullaba, ulularon las sirenas y los policías acordonaron las calles.
-Querían volarla, mademoiselle, dijo el militar que hablaba español, pero el carro estalló después que pasamos, les falló el cálculo-
-¿Volarme?-, sorbí mis lágrimas cuando la caravana reanudó la marcha.
-Usted es un problema, habla mucho-, dijo el militar.
No dije nada. Estaba demasiado asustada para discutir o reírme.
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