En las profundidades del recuerdo, las sombras del pasado se arremolinaron en la mente de Ragnor, llevándolo a un tiempo donde la luz de la esperanza aún no se había apagado en su alma. Un tiempo antes de que el oscuro manto de la traición y la venganza envolviera su existencia.
El sonido de las espadas chocando resonaba en el aire crispado de la batalla. Ragnor, junto a su esposa, luchaba con fiereza en la expedición enviada por el rey de Valyria. El viento llevaba consigo el aroma del metal y la tierra, mientras la unidad avanzaba hacia lo desconocido.
Su esposa, llamada Elara, se movía con gracia mortal, su espada danzando como una extensión de su ser. La confianza entre ellos era palpable, una complicidad forjada en la lealtad mutua y el amor que desafiaba las adversidades. Pero el destino, juguetón y cruel, tejía sus hilos invisibles.
El enemigo emboscó a las tropas en un valle oculto, un escenario preparado para la tragedia. La violencia estalló en un caos desgarrador, donde cada parpadeo era una danza con la muerte. Ragnor luchaba con ferocidad, pero la batalla se tornaba cada vez más sombría.
La figura de Elara destacaba entre los destellos de acero y el estruendo de la contienda. Su valentía y destreza inspiraban a quienes la rodeaban. Sin embargo, la tragedia acechaba en las sombras.
Un enemigo, astuto y sin honor, aprovechó la confusión. La espada enemiga encontró su marca, cortando la danza de Elara de raíz. Ragnor, presa de la desesperación, vio caer a su amada en cámara lenta, el tiempo desgarrándose en la agonía de la pérdida.
— ¡Elara! —rugió Ragnor, su voz una mezcla de rabia y angustia.
A su alrededor, la batalla continuaba como una sinfonía discordante. El sol se ocultaba, sumiendo el valle en sombras que reflejaban el luto del corazón roto de Ragnor. Con Elara yaciendo en el suelo, la vida se tornó en un instante efímero.
Ragnor, herido y devastado, fue retirado del campo de batalla. La muerte de su esposa dejó cicatrices más profundas que las heridas físicas. Pasaron meses antes de que se recuperara lo suficiente como para regresar al reino de Valyria, solo para descubrir que su hija había quedado al cuidado de una mujer durante su ausencia.
La niña, con apenas dos años cuando Elara cayó en combate, creció sin el abrazo de su madre. Ragnor, envuelto en la sombra de la pérdida, juró venganza contra el reino vecino que había urdido la emboscada y, más aún, contra el rey de Valyria. En su corazón, la creencia persistente de que aquel rey no había sentido la pérdida de sus leales soldados como Ragnor había sentido la pérdida de Elara.
En la quietud de la noche, Ragnor, el rey despiadado, revivió el tormentoso recuerdo de aquella batalla. La oscuridad de su pasado se alzó como un espectro, recordándole que, a pesar de la ambición que lo impulsaba, su camino estaba marcado por la tragedia. La promesa de venganza, tatuada en su alma, guió sus decisiones y oscureció su destino.
En el rincón más sombrío de su corazón, la memoria de Elara permanecía como una llama titilante, iluminando la senda del rey que alguna vez fue un hombre atado al amor y la pérdida. La tragedia, como una sombra eterna, se proyectaba sobre el teatro de las sombras, donde los hilos del destino se entrelazaban de manera inescrutable.
En la sala clandestina, donde los susurros de la traición se mezclaban con la penumbra, Ragnor emergió de sus recuerdos con el eco de la batalla aún resonando en su mente. Las sombras que danzaban en el pasado convergían con las que acechaban en su presente, formando un tapiz de secretos y motivaciones.
La figura del rey, aunque imperturbable, llevaba consigo la carga de un juramento no cumplido. El pacto con el dragón, la venganza jurada contra el reino vecino y el resentimiento hacia el rey de Valyria se entrelazaban como hilos entrelazados en el telar de su destino.
Ragnor regresó a la mesa, donde sus aliados esperaban. El recuerdo de Elara, como una sombra que lo perseguía, le recordaba la fragilidad de las promesas hechas en la oscuridad de la desesperación. Su dragón, aún poderoso, parecía emular la figura de Elara en su vida: una fuerza indómita, pero con indicios de rebeldía.
— Continuemos con nuestro plan. Valyria debe caer, y mi venganza se cumplirá —declaró Ragnor, aunque su voz llevaba un deje de melancolía apenas perceptible.
Los aliados, observando al rey con cautela, asintieron en silencio. El hechicero, con la sombra de preocupación en sus ojos, se aventuró a hablar.
— Mi señor, no debemos subestimar la influencia de las sombras en nuestras vidas. A veces, lo que parece claro puede oscurecerse con el tiempo.
Ragnor fijó una mirada intensa en el hechicero, su semblante regio revelando la complejidad de sus pensamientos.
— El pasado no cambiará nuestra senda. La venganza es mi norte, y Valyria pagará por sus errores. Pero antes, asegurémonos de que nuestro ejército esté listo y de que el dragón, mi fiel aliado, no se desvíe de su deber.
La sala resonó con la determinación del rey. Mientras los aliados seguían trazando planes, las sombras se intensificaban, formando un entramado de conspiración y pasados oscuros.
El teatro de las sombras continuaba, y cada acto estaba marcado por los fantasmas que acechaban en la periferia. Ragnor, en su trono sombrío, contemplaba el escenario que se desplegaba ante él, sabiendo que las sombras que él mismo convocaba también podrían ser sus verdugos.
En los rincones más oscuros del castillo, donde las murallas susurraban secretos y las sombras tejían su danza eterna, la historia de Ragnor se entrelazaba con el destino de Valyria. El rey, con su corazón dividido entre la venganza y el amor perdido, avanzaba hacia un desenlace donde la verdad y las sombras se entremezclarían en una trama inescrutable.
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