School Roulette

School Roulette

Prólogo

Incordio, una palabra que encierra la esencia de la moral. El fastidio o molestia que suscita la presencia de aquello que nos incordia, que desafía nuestras creencias y contradice nuestras acciones. Es en este universo de contradicciones donde se teje la trama de la moralidad humana. Un enigma tan complejo como el vuelo de una mariposa, cuya vida efímera es sagrada para muchos, pero que, si se tratara de una cucaracha, la consideración se tornaría distinta. ¿Cómo es posible que algo tan aparentemente sencillo como la compasión se vea ensombrecido por el sesgo de la situación?

Ipso facto, nos adentramos en un dilema moral ineludible. La sociedad juzga nuestras acciones, dictando lo que está bien y lo que está mal según los cánones establecidos. La hipocresía se infiltra en nuestra moralidad, y lo que es aceptable en un contexto se condena en otro. ¿Qué nos diferencia de los demás animales? ¿Qué nos permitió avanzar como sociedad?

La respuesta yace en la empatía, una cualidad que nos distingue y que fue crucial para la evolución de nuestras sociedades. La capacidad de compartir un poco del dolor ajeno, de sentirlo como propio, nos llevó a construir comunidades basadas en la compasión y la solidaridad. La empatía se convirtió en la llave que abrió las puertas del progreso, permitiéndonos superar las barreras de la individualidad y forjar un destino colectivo.

Sin embargo, paradójicamente, la misma sociedad que se erige sobre los pilares de la empatía también juzga a aquellos que carecen de ella. Proselitistas de la compasión, imponen sus ideales y se empeñan en forzar a otros a ser empáticos, incluso si carecen de la capacidad innata para ello. Vilipendian a los que no se ajustan a sus estándares morales, marginando a quienes no sienten de manera convencional.

Con vehemencia, esta imposición moral se afianza y pervive en nuestros días. Ampuloso y engalanado con palabras rebuscadas, se exige que cada individuo se ajuste al molde de la empatía. Pero, ¿qué sucede con aquellos que languidecen en la ausencia de esta virtud? ¿Se les condena al ostracismo por no cumplir con lo que se espera de ellos?

Soslayar, ese acto de evitar una pregunta incómoda, una dificultad moral. Nos encontramos en un momento crucial donde debemos reflexionar sobre nuestra propia condición. ¿Es loable obligar a alguien a sentir algo que no está en su naturaleza? ¿Es justo condenar a aquellos que no pueden cumplir con los requisitos impuestos por la sociedad?

La moral, con todos sus matices y contradicciones, se erige como un alipori constante en nuestras vidas. Nos hace reflexionar sobre la filis de nuestras acciones, nuestra capacidad de obrar con gracia y delicadeza. Pero también nos sumerge en la sombra del juicio y la condena, donde languidecemos bajo el peso de nuestras faltas.

En este universo moral tan complejo, se plantea una verdad per se evidente: la empatía es esencial, pero no todos la poseen en la misma medida. Es nuestra responsabilidad entender y aceptar las diferencias que existen entre los seres humanos. Reconocer que cada individuo es un mundo único y que la moralidad, en última instancia, no debe ser un juicio absoluto, sino una guía que promueva el respeto y la comprensión.

La solución para aquellos que se encuentran atrapados en la dicotomía, carentes de la virtud de la empatía, suele ser la artimaña de la falsedad. Sin embargo, si su máscara se desvanece ante los ojos de los demás, son tachados de hipócritas, acusados de portar una doble cara. Resulta irónico ya que la mayoría de las personas ocultan su verdadero ser, recurriendo a la mentira y la farsa para impresionar a aquellos que desean conquistar, engañando en sus hojas de vida o tejiendo engañosas excusas para evitar sanciones, como el castigo de sus progenitores, o justificar su impuntualidad en innumerables situaciones.

Cada individuo actúa de una manera frente al mundo, y de otra muy distinta cuando se encuentra a solas consigo mismo. Esta realidad, por más incómoda que pueda resultar, es una faceta ineludible de nuestra existencia, una dualidad que no podemos ignorar.

Entonces, surge la interrogante: ¿quién ostenta la autoridad moral para dictaminar lo bueno y lo malo? ¿Quién se erige como el juez supremo de aquellos que no se ajustan a los estándares establecidos? ¿Acaso la humanidad en su totalidad no está impregnada de contradicciones y falsedades?

Las mentiras, en todas sus manifestaciones, se han vuelto algo común en nuestra sociedad, especialmente en entornos como el de esta prestigiosa universidad.

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