La inesperada respuesta de Lehia golpeó a su hermano como un puñetazo. Jamás la había visto tan enfurecida. Se quedó en silencio, atónito por un momento, sin saber cómo responder ante la intensidad de la ira de su hermana.
— Lehia, no digas eso. Lamento mucho si te he herido. Mi intención era hacer lo correcto por el reino, pero quizás fui demasiado duro contigo.
— No me importa. ¡No quiero que vuelvas a hablarme jamás! — gritó con una mezcla de dolor y enojo —. A partir de este momento, ¡dejas de ser mi hermano! Estás completamente muerto para mí, Leandro.
Con esas palabras, Lehia se alejó, dejando a Leandro con una expresión atónita por lo que acababa de escuchar. La sensación de abandono y el peso de sus palabras lo golpearon con fuerza. Se sintió desmoralizado, enfurecido, y al mismo tiempo, profundamente solo, confundido y triste.
— ¿Qué fue lo que pasó, Leandro? ¿Por qué tu hermana estaba llorando de esa manera? — le preguntó Sarhia. — ¿Qué le hiciste?
— Yo... no es asunto tuyo, Sarhia.
— No se puede preguntar nada en este lugar. — Hablo ella, rodeando los ojos.
Por el lado de Lehia, ella se encerró en su habitación mientras lloraba como nunca. Ella había pasado por mucho en los últimos días, pero lo que acababa de ocurrir había conmovido profundamente su alma. Se desplomó en el suelo y sintió un nudo en la garganta que impidió que hablara. El dolor se apoderó de ella, y una vez más, una gran duda le atenazó el corazón.
— ¿Por qué debo elegir entre mi familia y mi felicidad? — preguntó entre sollozos. — ¿Por qué...? — En ese momento, todo lo que había sentido en los últimos días, meses, años, se desplomó sobre ella. Su hermano le estaba pidiendo un sacrificio, pero en realidad no era un sacrificio. Era la extinción de su persona. Era la muerte de todo lo que era. — Mamá, te quiero conmigo. Ojalá pudieras estar viva.
Una sola palabra de todo lo que estaba sentido era lo único que le permitió resistir. Mamá. Su madre había sido su guía en la vida, su consejera, su consuelo y su fuerza. Su padre había estado enfocado en el reino y en la política, mientras que su madre había estado siempre a su lado. Y todavía sentía su mano sobre su hombro, la voz dulce, suavidad y coraje. La luz que había guiado su vida parecía apagarse sin su presencia, y la oscuridad estaba a punto de arrollarla. ¿Qué sería de ella si renunciaba a su título? Se sentía más perdida que nunca. O peor aún, ¿qué sería de ella si se casaba con el rey de Diamante?
— Ayúdame, mamá — susurró con amargura. Y entonces una pequeña voz acudió a ella. — Por favor...
La puerta sonó detrás de ella, pero no hizo el intento de levantarse a abrir, solo quería estar ahí sentada sobre la puerta y llorar por todas las cosas que habían pasado. Detrás de la puerta se encontraba la doncella Nathalie y Sarhia quien no dejaba de tocar la puerta, aunque su prima no le agradaba, tampoco le gustaba verla de esa manera.
— Lehia, ¿te puedo ayudar en algo? — preguntó Nathalie, con un tono de suavidad, pero no hubo respuesta. — Lehia, ¿puedes abrir la puerta, por favor? Solo quiero hablar contigo. No te diré nada malo, ni lo que te han dicho últimamente. No soy, ni seré capaz de obligarte a hacer algo que no quieres. Solo quiero apoyarte, ¿me dejas hacerlo?
Lehia no respondió, solo la miró fijamente, con una mirada perdida, sin saber cómo reaccionar. Una lágrima cayó de sus ojos. Todavía se sintió perdida. No entendía la sensación de carencia, de vacío, de una sensación de soledad que no estaba acostumbrada a sentir.
— Nathalie, no deseo hablar con nadie. Quiero estar sola y pensar en todo.
Nathalie se dio cuenta de lo triste que se sentía Lehia, y se sintió triste de no poder ayudarla. Una parte de ella le decía que era mejor darle el tiempo necesario, y que solo debía darle apoyo y comprensión. Sin embargo, otra parte de ella temía que ella se hundiese en un pozo emocional del que no sabría cómo salir.
— Lehia...
— Por favor. Hablaremos después.
El sonido de la puerta cesó, indicando que las mujeres que se encontraban detrás de ella ya habían abandonado la estancia. Lehia, al incorporarse del suelo, dirigió sus pasos hacia la cama y se recostó, con la mirada perdida en la pared. Sus pensamientos se enredaban en sus dudas y en la incertidumbre que el futuro le deparaba, transformando su mente en un intrincado laberinto. La sensación de que su vida se desmoronaba la embargaba, y parecía incapaz de detener el inminente desastre. Sin un rumbo claro para salir de esa crisis, de repente, la luz de la habitación se desvaneció, sumiéndola en la oscuridad más profunda. No había ni un atisbo de luz, solo la sombra y la silueta de los objetos circundantes.
En medio de la penumbra, un creciente pánico se apoderó de Lehia. Las paredes parecían cerrarse sobre ella, y la desesperación la envolvía sin control. En ese momento, una mano comenzó a acariciar su mejilla, y fue entonces cuando despertó. Devvan se encontraba a su lado, con la mano fría sobre su rostro, aunque sin dirigirle la mirada.
— Estás sudando mucho. ¿Estás bien? — preguntó él con calma, aún sin mirarla. — ¿Quieres que te traiga algo?
— ¿Qué haces en mi habitación?
— Quería hablar contigo, pero cuando entré, ya estabas dormida, así que opté por quedarme aquí. Perdona por despertarte.
La sorpresa y la confusión embargaban a Lehia, sin entender por qué Devvan estaba allí y sin saber si debía sentirse enojada. Aunque se sentía vulnerable, intentó articular algunas palabras.
— ¿Por qué querías hablar conmigo?
— ¿Realmente quieres renunciar a tu título de princesa?
— Si esa es la solución para no casarme contigo, sí, quiero renunciar a ser la princesa de este reino.
— Pero, ¿estás segura? ¿Estás dispuesta a abandonar la posición que has ocupado toda tu vida? ¿Estás segura de renunciar a la seguridad y la estabilidad que te ha dado ser la princesa? — La voz de Devvan sonaba atormentada, reflejando su preocupación por la decisión de ambos.
— Sí, estoy segura. Creí que ser la princesa sería lo mejor para mí, pero ahora veo que no. Ser princesa conlleva responsabilidades que no pienso aceptar.
— Piénsalo bien, Lehía. Renunciar a algo tan grande como ese título podría traerte muchos problemas.
— Eso no debería importarle.
— Claro que debería importarme. — le agarró ambas manos a ella. — Serás mi... mujer. Todo lo que tenga que ver contigo me importa y mucho.
— No voy a ser tu mujer, y por favor, déjame sola. No quiero hablar con usted, señoría.
Él bajó la mirada y se apartó de ella, sin decir nada. Ella sabía que él había entendido su deseo. No quedó nada más que hacer, y en ese momento, ninguno de los dos habló más. Apenas unos momentos después, Devvan salió de la habitación y la dejó sola. Este simple y breve encuentro la había dejado aturdida y con muchas emociones encontradas.
Lehia, a lo largo de su vida, había forjado una personalidad fuerte y decidida, expresando su descontento de una manera que no toleraba concesiones. Nadie ni nada podía pasar por encima de ella sin su permiso. No obstante, cuando se encontraba sola, permitía que su corazón hablara en voz baja. Desde su infancia, la habían moldeado para liderar y ser la esposa ideal para un rey, destinada a proporcionar un heredero al trono. Sin embargo, ahora, todo eso le resultaba monótono y, sobre todo, injusto.
No aspiraba a ser una mera incubadora, ni mucho menos un adorno junto a un rey. Anhelaba algo más: una vida llena de libertad, aventuras y descubrimientos, donde pudiera ser ella misma y no solo la reina consorte. Recordaba a su amiga Lahela, quien había vivido una vida plena de emocionantes experiencias, habiéndose permitido llegar hasta los confines del mundo sin restricciones.
Al día siguiente, en un tenso momento durante la cena, donde la familia se sentaba en una mesa redonda compartiendo alimentos, la mirada enfadada de Lehia se resistía a posarse en cualquiera de ellos, incluso en su hermano, uno de los amores de su vida. La rabia y el dolor la consumían, creando un ambiente tenso que podría cortarse con un cuchillo. A pesar de sus esfuerzos por controlar sus emociones, no podía evitar sentirse furiosa y decepcionada.
Su ira se dirigía hacia el hecho de ser una reina condicionada a ser un simple adorno, y ya no podía soportarlo más. Pero, sobre todo, la herida más profunda provenía de la actitud de su padre y hermano, quienes la trataban como si fuera insignificante, un adorno moldeable en lugar de una persona con sus propios deseos y anhelos.
— No tengo apetito. — anunció levantándose de la mesa, atrayendo la atención de todos. — Me retiro.
Las miradas convergieron en ella. No era común que la princesa abandonara la mesa antes de haber concluido su comida. El rey alzó la vista, y en lugar de expresar enfado, la princesa notó una mirada cargada de preocupación y cuestionamiento. Su hermano, por otro lado, la observó intensamente, con una expresión indescifrable.
— Lehía, ni siquiera has probado bocado — comentó Leandro. — Por favor, siéntate y come.
— Iré a mi habitación. Hasta luego, familia.
La sensación de ser utilizada y menospreciada le atravesaba el corazón como una espina dolorosa. En su lucha por afrontar la amenaza de la guerra, Lehia también se veía obligada a confrontar el conflicto interno de no permitir que su propia familia la tratara injustamente.
Aunque la guerra se cernía sobre ellos como un abismo oscuro y aterrador, Lehia se aferraba a su dignidad y al derecho de ser tratada con respeto, incluso en medio de la crisis. No cedería en su firmeza, comprendiendo que su valía como persona no podía ser sacrificada en ningún momento, ni siquiera en los momentos más sombríos.
Mientras el resto del reino vivía con la preocupación constante del peligro que acechaba, Lehia enfrentaba un conflicto interno de dimensiones mucho más profundas y complejas.
Mientras transitaba, Zares la seguía a una distancia prudencial, evaluando la complejidad de la situación en la que se encontraba. Aunque anhelaba comunicarse con ella, era consciente de las limitaciones impuestas por su posición.
La mirada penetrante de Zares se posó en Lehia, quien, como si intuyera su presencia, giró para encontrarse con su mirada.
— Tienes una mirada realmente intensa — comentó ella con una sonrisa sutil —. Me agrada eso.
Perplejo, Zares no pudo resistirse a preguntar:
— ¿Por qué te agrada que mi mirada sea intensa?
Lehia, con una expresión juguetona y enigmática, respondió con una sonrisa ligeramente burlona. La confusión se reflejaba en el rostro del guardia mientras intentaba descifrar el enigma de sus palabras.
— Olvida eso — dijo Lehia antes de cambiar el rumbo de la conversación. — Camina conmigo. Ya que estás aquí, necesito que me acompañes a algún lugar.
Zares asintió en silencio y comenzaron a moverse. En esa temprana noche, el cielo estaba despejado y el aire mantenía una calma cálida, como si la serenidad del entorno contrastara con las tensiones que afectaban al reino.
Lehia, caminando sin un destino claro en mente, solo sabía que no quería permanecer en el castillo. Había evitado las conversaciones con su padre, esquivado a la corte y rechazado incluso los intentos de Devvan de hablar con ella. La necesidad de aislamiento y reflexión parecía superar cualquier otro compromiso en ese momento crucial.
— Princesa, ¿puedo hacerte una pregunta?
Lehia, con una mirada indulgente, lo animó a continuar:
— Adelante.
El guardia parecía intrigado, como si hubiera cargado esta pregunta en su mente durante mucho tiempo.
— ¿Por qué decidiste renunciar a tu título de princesa?
Al detener sus pasos, Lehia alzó la mirada hacia él al enfrentar esa pregunta tan directa.
— Porque me cansé de ser un peón en este juego — respondió con un toque de resignación en su voz.
— Pero no lo eres, Lehia. Eres más que eso. Eres una líder, un ejemplo de coraje y decisión.
— Siempre he deseado ser una persona útil. Desde mi infancia, sentí que tenía una misión, una vocación. En mi interior, anhelaba ser una reina, pero... lamentablemente, eso no está destinado a ser. Creo que me he resignado a que mi vida ya ha sido planeada sin mi consentimiento. En ocasiones, ser princesa es un fardo porque debemos seguir las reglas y regulaciones impuestas por los hombres en nuestro entorno. Sé que si no hubiera sido con el rey Devvan, de todas maneras me habrían casado con alguien más, pero aun así, me molesta demasiado.
— Lamento profundamente que tengas que enfrentar estas dificultades — respondió él sinceramente.
La princesa alzó la mirada, encontrando la comprensión en los ojos del guardia.
— Gracias — susurró ella con gratitud en la voz. — Pero de todas maneras, solo queda resignarnos.
Al tiempo, en el reino de Diamante, Devvanni estaba al borde de las lágrimas. Se sentía abrumada por el miedo después de enterarse de su embarazo. Consciente de las consecuencias que esto podría traer, temía el juicio de su familia, quienes podrían desgraciar su vida por haber concebido un hijo fuera del matrimonio. Ella consideró todas las cosas que podrían salir mal: la posibilidad de ser destituida de su lugar en la corte, el temor de ser expulsada del reino que había sido su hogar durante toda su vida.
— Devvanni, amor, por favor cálmate.
— ¿Cómo quieres que me calme? ¡Tengo una vida creciendo dentro de mí! ¿Tienes idea de lo que eso significa? Si mi padre llegara a enterarse, arruinaría mi vida y podrían matarte a ti. ¡No me pidas que me calme!
Eduar, a pesar de la ira y el miedo en la voz de su amada, sabía que necesitaba calmarla. Eduar la tomó por los hombros, lo que la hizo volver a mirarlo. Él pudo ver la emoción en los ojos de Devvanni, y la miró directamente a los ojos.
— Devvanni, te amo. Todo va a estar bien. Te amo más que a nada en el mundo. Confía en mí, amor, no te dejaré sola, y juntos superaremos esto. Hay formas en las que podemos manejar esto. Sé que tu padre y el reino no serán comprensivos, pero debemos intentarlo. Si no lo hacemos, viviremos nuestras vidas sin la posibilidad de al menos intentar ser felices juntos.
Devvanni, abrumada por sus emociones, cayó de rodillas al suelo, intentando controlar las lágrimas que amenazaban con brotar de sus ojos. Eduar se arrodilló a su lado, tomándole la mano y mirándola con afecto.
— Devvanni, sé que estás asustada y confundida, pero sabes que yo estaré contigo en todo momento, siempre. Puedo acompañarte por todo lo que venga, ya sea que tu padre esté de acuerdo o no. Lo que tienes dentro de ti, lo que está creciendo y está en tu cuerpo es una maravilla. Y no te preocupes, yo seré su padre, y lo protegeré, como te protejo a ti. Te necesito fuerte — le aseguró —. Vamos a superar esto, sin importar cuán difícil parezca. Te amo con todo mi corazón, y nada nos impedirá vivir nuestras vidas como se debe. Eres el amor de mi vida.
Devanni finalmente levantó la mirada, sus ojos resplandeciendo con ternura al observar a su amado. Al otro lado de la pared, oculto en las sombras, se encontraba Celestin, su semblante ardiendo de ira contenida. La desilusión provocada por su propia hija lo envolvía profundamente. Sin proferir palabra ni revelar su presencia con gesto alguno, se retiró en completo silencio. No tenía intención de desatar un escándalo en ese momento, especialmente antes de la inminente y desagradable boda que rechazaba fervientemente entre su hijo y Lehia. En ese instante, el destino de Devanni pendería de un hilo.
La corrupción arraigada en el alma de Celestin era un secreto a voces; sus acciones pasadas revelaban una ambición desmedida. Había llegado al extremo de matar a su propio padre por codicia, consolidándose como un hombre poderoso y arrogante. Detrás de su aparente calma, su maquinación para el futuro iba mucho más allá de lo que la gente podía imaginar.
Celestin, se reunió con uno de sus generales de mayor confianza, alguien con quien podía hablar sin rodeos. Emitió una orden firme y directa, una que deseaba mantener alejada de oídos indiscretos. El general asintió con seriedad, sin mostrar emoción alguna. Para él, una orden era inquebrantable, nunca se había planteado desobedecerlas.
— ¿Puedo preguntar por qué desea que se haga eso, majestad? — se aventuró a cuestionar el general.
— No le he pedido que comprenda, solo que lo haga.
— Como ordene, majestad.
Mientras el sol descendía en el horizonte, el rey de Esmeralda descendió de su majestuoso carruaje, listo para ser escoltado por los pasillos del palacio hacia la sala del trono donde se encontraría con Celestin. Aunque no se cruzaron palabras en ese momento, las miradas intensas que compartieron reflejaban una historia de intrigas y ambiciones compartidas. Celestin, ya sentado en una imponente silla que presidía la sala, esperó con paciencia a que el monarca de Esmeralda tomara asiento frente a él. La tensión en la habitación era palpable, y finalmente, fue Celestin quien se sintió obligado a comenzar la conversación.
— Es un placer tenerlo aquí nuevamente, majestad. — dijo con una sonrisa que apenas ocultaba la ansiedad.
— Dejemos de lado las formalidades. ¿Dónde se encuentra ella? — inquirió con un tono directo y exigente. Celestin no pudo evitar sentir un estremecimiento ante la pregunta.
Devvanni, estaba en el centro de esta conversación. Él sabía que el monarca de Esmeralda había albergado una profunda obsesión por la joven desde que la vio por primera vez cuando ella era apenas una adolescente de quince años. La pasión y el deseo del monarca eran tan intensos que había esperado pacientemente a que Devanni alcanzara la mayoría de edad para formalizar su intención de tomarla como esposa.
Mientras Celestin se preparaba para responder, su mente se llenó de pensamientos y preocupaciones. Sabía que la vida de su hija estaba a punto de cambiar drásticamente, y tenía que tomar decisiones que afectarían a su reino y a su familia.
— Ella llegará en unos minutos. — respondió Celestin con voz sosegada, aunque sus ojos reflejaban la preocupación que le embargaba.
— ¿Devanni quiere contraer matrimonio conmigo?
— Ella... ella se niega, pero de todas maneras debe hacerlo.
El monarca de Esmeralda dejó escapar un suspiro exasperado. Su rostro, marcado por los años y las responsabilidades de su cargo, reflejaba impaciencia.
— Eso espero. Sabes lo que llegaría a pasar si ella se niega a ser mi esposa. — advirtió, y sus palabras resonaron como una advertencia ominosa. — No deseo ser la burla de nadie solo porque una chiquilla rechazó casarse conmigo.
Celestin luchó por mantener una sonrisa en su rostro, pero sus ojos traicionaron sus pensamientos. Una profunda preocupación se apoderó de él, y la sonrisa se desvaneció rápidamente. Recordó las palabras que había escuchado en los pasillos del palacio por parte de su hija, y la inquietud volvió a dominar su expresión. El temor que lo embargaba no estaba relacionado principalmente con la amenaza de guerra, ya que era consciente de que la fuerza militar de su propio reino eran superiores a cualquier otra. Lo que verdaderamente lo angustiaba era la magnitud de los beneficios que podrían perderse en la relación con el reino de esmeralda si se desvelaba la situación de Devvanni.
Celestin sabía que, en la política y la diplomacia, la reputación y las alianzas eran fundamentales. Si el monarca de esmeralda se enteraba de que Devvanni ya no conservaba su tan preciada pureza carnal y, sobre todo, que estaba embarazada de otro hombre, las consecuencias podrían ser devastadoras.
Después de unos minutos Devvanni hizo su entrada triunfal en la sala, llamando la atención de los dos hombres que posaron su mirada en ella. El rey de Esmeralda de nombre Erik la miró con una sonrisa. El era un hombre de cincuenta años, sin hijo, que aún conservaba algo de su atractivo, pero ella no lo veía atractivo, el desprecio que le tenía era más grande.
Devvanni era una mujer hermosa, de unos veintidós años. Era imposible no hacerse notar su belleza. Aunque, a pesar de su hermosura, su mirada era la de una mujer aterrada. La joven tenía una presencia fuerte y una determinación contenida, como una gran estatua de mármol. Parecía capaz de cualquier cosa, en ese momento su mirada parecía decir "Estoy muy asustada".
— Su majestad — dijo ella con una profunda reverencia, su vestido de seda roja ondeando elegantemente con cada movimiento. —, es un auténtico placer recibirlo en este esplendoroso salón.
— El honor es mío, querida Devvanni— respondió el rey con solemnidad, su mirada reflejando la seriedad de la ocasión. — Esta reunión es de una trascendencia vital. Tenemos que abordar un tema de la máxima importancia.
— ¿Se trata, acaso, de nuestro compromiso, majestad? — inquirió Devvanni con una chispa de curiosidad en sus ojos, aunque su voz delataba un matiz de incertidumbre.
— Exactamente, Devvanni. Deseo que este compromiso se lleve a cabo sin demora. Mi deseo es que te conviertas en mi reina, y que nuestra unión fortalezca aún más nuestros reinos. — declaró el rey, con su tono firme y decidido.
Los ojos de la joven princesa brillaron con un destello de rabia, como el fuego de un dragón encendido en su interior. No obstante, los dos hombres observaban expectante la escena, consciente de la gravedad de la situación.
— Pero, majestad — murmuró Devvanni, luchando por mantener la calma. — Yo no quiero casarme con usted. ¿Por qué no puede aceptar mi deseo?
— No es una opción, Devvanni— respondió el rey, con una mirada que no admitía réplica.
— ¿No hay alguna alternativa para resolver este asunto, majestad? — Devvanni preguntó con voz temblorosa, sus ojos reflejando la angustia que sentía en ese momento. Pero el rey, en su altivez, guardó silencio, y aquel mutismo resonó en la estancia como un veredicto implacable.
— Deseo que la fecha de nuestra boda sea en tres meses — declaró el rey con una autoridad que dejó a Devanni helada.
Tres meses. El plazo era tan breve como un suspiro, pero para ella, representaba un abismo de preocupación y miedo. La idea de casarse con un hombre que no conocía y que, además, no le agradaba, en tan poco tiempo, la sumió en una profunda inquietud.
— Tres meses... — susurró Devvanni para sí misma, mientras el peso de la responsabilidad y el temor se apoderaban de sus pensamientos. La magnitud de la tarea que tenía por delante le resultaba abrumadora. — ¿Tres meses no le parece precipitado, majestad?
— No, en absoluto. — Luego, dirigiéndose a Celestin, extendió su mano. — ¿Acepta que su hija contraiga matrimonio conmigo en tres meses?
— Devvanni será su esposa, ¿verdad, querida? — añadió Celestin, mirando a su hija con una mezcla de odio y felicidad.
Devvanni se sentía atrapada en una pesadilla, en una realidad que no quería enfrentar. Las riendas de su vida habían sido arrebatadas, y se veía incapaz de controlar lo que ocurría a su alrededor.
— Sí, padre, seré la esposa del rey Erik en tres meses — murmuró Devvanni con una resignación que le pesaba como una losa en el pecho.
El rey Erik no pudo ocultar su sonrisa de triunfo, y su rostro se iluminó con la satisfacción de haber alcanzado su objetivo.
En ese instante, mientras la sombra de desesperación se cernía sobre ella, Devvanni se preguntó si había alguna manera de revertir la situación. ¿Había alguna estrategia que pudiera emplear para cambiar el curso de los acontecimientos? Pero, en el fondo de su corazón, sabía que las fichas ya estaban en movimiento, y su padre y el rey tenían el control del tablero.
¿Cómo dos personas tan diferentes pueden estar atravesando por el mismo destino? Devvanni y Lehia no eran tan diferente en ese punto de la vida.
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