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El carro se detuvo frente a una mueblería cuya fachada parecía salida de otro siglo. Un cartel tallado en madera decía “Muebles Taurel”, acompañado por dos escudos antiguos que colgaban a ambos lados de la puerta. Uno mostraba un lobo rodeado por dos espadas cruzadas, el otro a un sátiro que sostenía un hacha de guerra, con ojos vacíos tallados en su rostro.

—Qué inusual —comentó Ágata al ver los escudos mientras bajaba del vehículo, inclinándose ligeramente para observar los detalles.

—No te sorprendas —le respondió Carlos desde el otro lado del carro—. Lo noté cuando llegamos al pueblo. Pero parece que tú ya lo sabías —agregó, dirigiendo una mirada curiosa a Víctor, quien permanecía tranquilo con las manos en los bolsillos.

—¿Qué es exactamente este lugar? —preguntó Erick, observando de reojo al hombre que atendía la tienda, un sujeto de edad indeterminada, con barba corta y mirada aguda.

—Es un punto del mundo donde los seres olvidados por los humanos viven en paz —explicó Víctor, mirando a sus hijos con voz baja y firme—. Aquí estaremos a salvo. Así que compórtense y no hagan nada estúpido —añadió con tono severo, lanzando una mirada a Erick y a Carlos, sus habituales generadores de caos.

—¿Seres olvidados...? —susurró Ágata, acercándose a la entrada—. Mientras no intenten matarme, está bien.

Al ingresar, lo primero que atrapó su atención fueron los tallados intrincados en los muebles de caoba y cedro. Cada pieza parecía tener historia propia. Muchos llevaban un grabado peculiar: un ciervo con astas enormes que formaban una especie de corona vegetal sobre su cabeza.

—Ese es uno de los mejores grabados que se han hecho del Guardián —comentó el vendedor, con una sonrisa que resaltaba las pequeñas arrugas de su rostro curtido.

—¿El Guardián? —repitió Ágata, sorprendida. Solo lo había notado instintivamente, sin reconocer el símbolo.

—Así es. Se dice que protege los bosques... y a las criaturas que los habitan. No es solo un espíritu errante. Es antiguo y poderoso.

—Qué curioso. Yo pensaba que era solo folclore local —intervino Víctor, cruzando los brazos detrás de su hija con un dejo de respeto.

—Veo que no son de aquí —dijo el hombre, inclinándose un poco hacia ellos.

—Así es. Nos mudamos ayer —afirmó Víctor.

—Ya veo… Entonces ustedes son las personas de las que el pueblo no deja de hablar.

—¡Vaya! No sabía que éramos tan populares —bromeó Víctor con sarcasmo, levantando una ceja.

—Así es —respondió el vendedor con una sonrisa aún más amplia—. No hay nada en este pueblo que no se convierta en tema de conversación.

—Así que no tienen nada mejor que hacer que hablar de los demás —comentó Carlos, examinando un sillón de cuero con textura de escamas.

—Podría decirse que sí… pero más que chismes, es nuestra forma de mantenernos informados. Especialmente sobre los nuevos residentes que eligen vivir en un pueblo con tan pocos humanos.

—Son bastante precavidos —añadió Erick, acercándose por detrás—. Descuide, no somos malas personas... a menos que nos provoquen.

—Es bueno saberlo —respondió el vendedor, lanzando una mirada rápida y evaluadora a Erick—. Porque en este pueblo hay lobos disfrazados de ovejas... que no dudarían en devorar a quien altere sus territorios.

—Gracias por la advertencia —dijo Víctor con una suave sonrisa—. Pero tampoco somos humanos... del todo.

La frase dejó un silencio breve. Aquello hizo que el hombre se relajara, bajando los hombros visiblemente.

—Ya veo —murmuró con una mirada entre curiosa y respetuosa.

Dejando el tema atrás, se presentó cortésmente como Tadeo, y los ayudó a buscar los muebles adecuados, elaborando un presupuesto detallado que incluía el traslado, la instalación y una garantía insólitamente generosa. Afuera, la brisa del pueblo parecía observarlos también.

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