El umbral del caos.

^^^Cada noche, al cerrar mis ojos, comienza mi tortura. Un suplicio interminable en la que me siento atrapado, sin posibilidad de escapar. Todo comienza con una sensación de miedo y tensión que se apodera de mi cuerpo. Poco a poco, la oscuridad se va haciendo más densa y las sombras se alargan.^^^

^^^Escucho voces susurrantes que me llaman desde la distancia, pero no puedo distinguir lo que dicen. Siento el frío en mi piel y el sudor recorrer mi cuerpo. Mis ojos se abren y me doy cuenta de que no estoy soñando, sino viviendo una pesadilla real.^^^

^^^Intento moverme, pero algo me lo impide. Quiero gritar, pero mis cuerdas vocales están atadas. La desesperación se apodera de mí y, poco a poco, voy perdiendo la cordura.^^^

^^^El tiempo se detiene. Los minutos se hacen eternos y cada segundo es un tormento más. Las sombras se transforman en figuras monstruosas y los susurros en gritos desgarradores.^^^

^^^Sé que esta pesadilla no tiene fin. Estoy atrapado en ella para siempre, condenado a sufrir eternamente. Mi mente se desgarra en pedazos, mientras mi cuerpo sigue inmóvil.^^^

^^^El doloroso cause sigue su curso, arrastrándome hacia un abismo sin fondo. Siento que pierdo la vida poco a poco, mientras mi alma se desvanece en el vacío.^^^

^^^- Luis Vasquez.^^^

A media mañana, el grupo se movió a un lugar más seguro: uno de los depósitos de Petrovic. El sol brillaba alto en el cielo, y el aire se sentía pesado y húmedo. El sonido de la confrontación  aún resonaba en mis oídos, y mis manos empapadas de sangre aún temblaban por la adrenalina. La doctora Maclaren atendió mis heridas con una profesionalidad y destreza encomiables, mientras mis ojos permanecían fijos en Bob y sus pequeños hijos. Los niños lo abrazaban con fuerza, llorando por la pérdida de su madre. Pero a pesar del dolor y la angustia, había un aura de amor y unidad en ese abrazo que me devolvió la esperanza.

Más allá de ellos, pude ver a otros compañeros que habían logrado escapar del infierno, reuniéndose con sus seres queridos. Era un momento de gran emoción, con lágrimas y risas, aunque muchos más sufrían la muerte de sus familiares más cercanos. La escena era impactante: personas ensangrentadas, heridas, con los ojos enrojecidos por el llanto, abrazándose con fuerza, compartiendo el dolor y la alegría de haber sobrevivido a la batalla. Era una mezcla abrumadora de emociones, y aunque había experimentado el horror de la guerra en otras ocasiones, nunca antes lo había sentido tan surrealista.

Finalmente, apareció Grand, cojeando ligeramente, pero con una sonrisa de satisfacción y orgullo por el deber cumplido. A pesar de su herida, su alegría era evidente, y se acercó a mí con los brazos abiertos para darme un abrazo largo y cálido. Fue un momento de gran alivio y felicidad, sentir su presencia allí, junto a mí, tal como lo fue cuando regresó para buscarme en la fábrica. De pronto, ambos desviamos la mirada hacia la puerta de entrada.

—Doc, por favor, asegúrate de parchear bien a mi hermano. Su esposa se preocupa demasiado por él —dijo Petrovic, de pronto entrando en escena con una sonrisa inigualable en su rostro.

A pesar del corte profundo en su mejilla derecha, la felicidad que irradiaba me hizo sentir que todo había valido la pena. De repente, se acercó a mí para darme un fuerte abrazo y me miró durante unos segundos antes de decir:

—No pareces tan mal para alguien a quien dábamos por muerto.

Le sonreí levemente, y la doctora McLaren levantó su mano para despedirse, dándonos un momento de privacidad para hablar.

—¿Cuántos no regresaron? —pregunté con voz entrecortada mientras contemplaba el reducido grupo.

—Perdimos a diez de los mejores y más valientes soldados civiles —respondió Petrovic con un tono igualmente sombrío—. Ha sido un duro golpe para la unidad. Pero hemos ganado esta batalla y su sacrificio no ha sido en vano.

A pesar de la satisfacción de haber cumplido con la misión y haber salvado algunas vidas, un sentimiento de culpa empezaba a invadir mi mente. Aunque sabía que había hecho lo correcto al llevar a los civiles a la batalla para que defendieran sus derechos y los de sus seres amados, no podía evitar sentir que había puesto sus vidas en peligro. ¿Había sido justo exponerlos a una situación tan peligrosa? ¿Había sido correcto ponerlos en riesgo por el bien de una causa mayor? Esas preguntas empezaron a atormentarme, pero sabía que debía dejarlas de lado por ese momento y concentrarme en el presente. Había mucho trabajo por hacer para asegurar la zona y ayudar a los heridos.

—Al menos logramos sacar a algunos con vida —suspiró Grand, rompiendo el silencio—. Tenemos el consuelo de saber que devolvimos a esos niños a sus padres.

—Tengo un grupo médico aliado. Están aquí —comentó de pronto Petrovic—. Veré qué atiendan a los pequeños.

Mi amigo palmeó mi hombro y antes de partir, dejó en mis manos una mochila de deportes.

—Cortesía de la casa —sonrió, antes de alejarse también se despidió de Grand para decir—. Ya comprendí mi misión, hay muchos más lugares como el que acabamos de destruir.

Dicho esto, levantó el puño en señal de victoria antes de desaparecer en el fondo del almacén. El sonido de sus pasos se fue desvaneciendo a medida que se alejaba. Grand, con una sonrisa irónica, comentó:

—Ese sí que es un tipo poco convencional.

—Pero hay que reconocer que es un excelente soldado y un gran amigo —respondí, abriendo el regalo que me había dejado. Adentro encontré una carabina AR-15, una Glock 19, las llaves de uno de los vehículos aparcados fuera y un pliego que parecía ser el mapa detallado del condado. Cogí las armas y guardé el mapa en el bolsillo de mi chaqueta. La sensación fría del metal y el peso de las armas en mi mano me recordaron que la situación aún no estaba del todo resuelta.

Sonreí, buscando con la mirada a Petrovic, pero ya no estaba en ninguna parte. En su lugar, vi al equipo médico atendiendo a los heridos. Fue entonces cuando me acerqué para comprobar que mis compañeros estuvieran bien y agradecerles por su valentía. Después, de despedirme de ellos supe que era hora de volver a casa.

—Cabo, ¿puedes conducir? —pregunté, agitando las llaves.

Grand asintió. Caminé a su lado, notando cómo mis piernas todavía temblaban por la adrenalina. Cuando estábamos por salir, Bob me detuvo y me dio un largo abrazo. Sentí el calor de su cuerpo y el temblor de su voz al hablar.

—Eres un buen tipo. Gracias por devolverme a mis hijos —dijo en medio de lágrimas.

—No tienes que agradecerme. Es lo menos que podía hacer —repliqué—. Cuídate, amigo, protege a tus hijos.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó otro de los padres asomándose a la escena.

Maclaren se acercó para despedirse, dándome un abrazo antes de que me volteara para observar a nuestro equipo disminuido por las bajas. Vi a varios de ellos heridos, con vendajes improvisados y rostros cansados.

—Desearía tener una respuesta para eso —repliqué con tono firme—. Solo cuídense mucho, busquen un lugar seguro mientras nosotros llevamos las pruebas a la verdad y a la justicia.

Todos asintieron con un breve movimiento de cabeza.

—Gracias. Fueron unos auténticos guerreros, los mejores que he tenido a mi cargo —añadí con la voz ronca—. Miren a su alrededor. Cada uno de ustedes ha demostrado valor y coraje en el campo de batalla. Han defendido la verdad y han luchado por la justicia, incluso cuando las probabilidades estaban en su contra. Y aunque hoy hemos sufrido pérdidas, recuerden que nuestra lucha no ha terminado, tenemos una nueva: proteger a nuestras familias. Continuaremos hasta que se haga justicia y se restaure la paz. Así que mantengan sus mentes enfocadas, sus corazones firmes y sus espíritus valientes. Siempre recordaré el honor y la lealtad que han demostrado. ¡Semper Fi!

Antes de salir, recibí unos cuantos aplausos, y un grupo pequeño de los niños y sus padres se nos acercaron para demostrar su gratitud con un largo abrazo a cada uno. Con una sonrisa para transmitir algo de seguridad en esa catastrófica situación, me despedí.

Entonces caminé hacia la salida, sin saber qué iba a ser de mí. La sensación de vacío en mi estómago se hizo más intensa al pensar en todo lo que había sucedido. Solo quería volver a casa, abrazar a mi esposa y asegurarme de que ella estaba bien. Salimos del almacén, y el sol brillante nos golpeó en la cara. Me di cuenta de que estaba sudando frío, y un escalofrío me recorrió la espalda. Tenía que mantenerme en pie, seguir adelante.

El regreso fue una verdadera pesadilla. La ciudad estaba sumida en un caos sin precedentes: violentos manifestantes y saqueadores se adueñaban de las calles, y la policía apenas podía contener la situación. Incluso llegué a pensar que lo que menos les interesaba era cumplir con su deber, ya que logré ver a más de uno siendo parte de los saqueos. Había barricadas, escombros y bloqueos por donde alcanzaba la vista. Sin embargo, gracias a la habilidad de Grand como conductor, logramos sortear la mayoría de los obstáculos. A pesar de su destreza, no logró esquivar a un furioso hombre que apareció de la nada a nuestra derecha, con los dientes de fuera y profiriendo espantosos alaridos. Se abalanzó contra nuestro vehículo e impactó mi ventanilla totalmente fuera de sí. Grand, horrorizado, puso el freno y cuando estaba por dejar el vehículo que se detuvo quemando llantas unos metros adelante, descubrió con mucha más aversión que ese hombre totalmente ensangrentado volvió a ponerse en pie como si no hubiera ocurrido nada. Sin tiempo para asimilar lo sucedido, presenciamos algo mucho más espantoso. Una mujer que huía despavorida en medio de gritos desesperados fue alcanzada por un grupo de hostiles. A pesar de que bajamos a socorrer a la pobre mujer disparando a esos sujetos, antes de caer lograron eviscerarla viva.

Cuando nos acercamos a prestarle ayuda, nos dimos cuenta de que era tarde. La pobre mujer, con el rostro pálido y la sangre manando de la parte alta de su garganta, libraba una batalla por su vida que terminó perdiendo en cuestión de un par de segundos. Totalmente fuera de sí, Grand se llevó las manos a la cabeza. Estaba por decirle algo para tratar de calmarlo un poco, pero nuevamente las circunstancias me dejaron sin palabras. Haciendo que los vellos de todo mi cuerpo se erizaran, los tipos a quienes supuestamente habíamos abatido empezaron a moverse en medio del charco de sangre que habían dejado en la calzada.

Fue tan repentino y a la vez espantoso que ni siquiera nos percatamos cuando uno de ellos se puso en pie y arremetió contra Grand con tal fuerza que envió al experimentado soldado al suelo. Ambos habíamos enfrentado cruentas batallas, pero eso que sucedió en ese momento escapaba de toda naturaleza lógica. Sin dar tiempo a que ese sujeto le hiciera daño a mi amigo, buscando su rostro con furiosas dentelladas, lo tomé por los hombros para apartarlo lanzando su cuerpo violentamente al pavimento.

—¡Quédese en el piso! ¡Última advertencia! —grité con mi arma en alto, apuntando al sujeto que tenía por lo menos unas cinco heridas de bala en su pecho y espalda, y aún así, en medio de horripilantes estertores, pugnaba por ponerse en pie.

Sin dar crédito a lo que mis ojos estaban presenciando, disparé justo en la frente del hombre, quien guió su mirada totalmente esclerótica hacia mí, recordándome a aquella mujer de ese  subterráneo. El sujeto emitió un horroroso alarido e intentó incorporarse por segunda vez, sin prestarle demasiada atención al disparo, como si las balas no le hicieran daño. Otro par de disparos fueron necesarios para finalmente detenerlo.

—¡Demonios! —exclamó Grand, acercándose a observar la mancha purulenta de sangre y huesos que se había vuelto la cabeza del hombre. Gracias a que volví a darle otro disparo justo en el rostro, temía que pudiera levantarse de nuevo.

Antes de que los otros pudieran incorporarse, disparé sin compasión a la cabeza de cada uno.

—Observé sujetos parecidos en el centro de operaciones —dije. En esa ocasión, los trajes de bioseguridad no iban a protegernos —. Parece que tienen una enfermedad que los hace actuar así. No podemos acercarnos a nuestros seres queridos. Por lo menos no hasta que sepamos a ciencia cierta qué está ocurriendo.

Grand pareció comprender y siguió mi ejemplo disparando al tipo que había golpeado nuestro vehículo minutos antes.

—Tenemos que buscar más información —afirmé, intentando sonar seguro de mí mismo—. Necesitamos saber qué está pasando y cómo podemos protegernos.

Mi compañero asintió, pero pude ver que la preocupación estaba escrita en su rostro. Él también estaba asustado. No era para menos, después de todo lo que habíamos visto.

El resto del viaje lo hicimos en silencio, oyendo los sonidos espantosos que provenían de fuera. Los gritos desesperados, los de patrullas y las estridentes explosiones parecían acercarse cada vez más. Todo parecía tan familiar, pero estábamos en casa, en el lugar de nuestra familia, lo que volvía la situación aún más agobiante. Por fortuna, a pesar de los sucesos, logramos llegar sanos y salvos a casa de mis vecinos, donde le pedí a Katie que buscara refugio. No entré, solo le avisé por radio que había regresado y le advertí sobre la extraña enfermedad. No quería preocuparla más de lo necesario. En cambio, intenté concentrarme en lo que podía hacer a continuación para mantenerla a salvo... Ella, entre lágrimas, accedió a permanecer escondida, mientras yo seguía afuera, escuchando los ruidos de ese espantoso día preguntándome cuándo acabaría.

Después de hablar con Katie por radio y escuchar que se encontraba un poco más tranquila, regresé al puesto de vigilancia que Grand había establecido en las afueras de mi casa. Al llegar, pude ver la tensión en su rostro mientras me entregaba unos prismáticos, indicándome la presencia de hostiles merodeando por el vecindario.

—Tenemos que irnos de aquí —me dijo en un susurro, arrastrando las palabras con preocupación.

Entonces examiné a los individuos que se movían en la distancia. No pude determinar si eran enfermos o simplemente saqueadores en busca de víctimas.

—¿Crees que son infectados?

—No podemos saber con certeza a esta distancia —repliqué restándole importancia al asunto, el cual no era una de mis prioridades.

Grand asintió en silencio y empecé a caminar hacia mi hogar, pero mi amigo me detuvo en seco.

—Hay que largarse, teniente.

—Eso es lo que hago, me llevaré a mi esposa lejos. Tú deberías hacer lo mismo. Busca a tus seres queridos. —dije avanzando unos cuantos pasos con prisa.

—La batalla está aquí, Luis, cerca de mi amigo y oficial superior, es decir, tú — replicó con voz firme.

Me di la vuelta y lo miré fijamente. Sabía que no había tiempo que perder, y aunque valoraba su lealtad, mi amigo me lo estaba quitando.

—No existe cadena de mando en estos momentos —le dije con firmeza—. Además, no tengo ningún título que me acredite como oficial... Solo vete y busca a tu familia. Ya has hecho lo más honorable al salvar a esos niños.

Mi compañero pareció pensarlo por un momento antes de asentir. Sin embargo, Grand me siguió de cerca y me habló en un tono más bajo.

—Tengo a mi madre viviendo en Santa Mónica, ella es mi única familia —dijo con un suspiro.

—Entonces deberías buscarla —le aconsejé.

Ambos cruzamos la valla de mi propiedad en silencio, cada uno absorto en nuestros propios pensamientos y preocupaciones. Sabía que no podía dejar a mi amigo y compañero en la incertidumbre, así que me volví hacia él antes de partir.

—Bien, hermano. Creo que es hora de decir adiós —dije. De mi cazadora saqué uno de los mapas—. Aquí están señalados los puntos de las barricadas militares. No te será difícil llegar. Ahora, toma ese vehículo. Tienes que volver a casa, soldado.

Grand asintió, pero no parecía satisfecho. Empezó a tamborilear sus dedos contra su muslo derecho y miró hacia abajo.

—Lo haré, señor, pero antes quiero asegurarme de que usted y su esposa están a salvo. Es lo menos que puedo hacer.

Sentí una pizca de exasperación. La amabilidad de Grand era conmovedora, pero su insistencia me estaba restando tiempo valioso.

—Te lo agradezco, Grand, pero es hora de que sigamos caminos separados.

Él asintió, triste pero resignado.

—Está bien, hermano. Gracias por todo —susurró, tomó el mapa y se acercó unos pasos a mí.

Nos abrazamos por un largo momento, y luego Grand se apartó para mirarme a los ojos.

—¿Y las pruebas? —preguntó—. ¿No vamos a seguir investigando?

Observé los escombros que cubrían el suelo y las sombras amenazantes que se movían más allá de la valla. Sacudí la cabeza.

—No sé qué está pasando, Grand, pero esto se está desmoronando. No podemos seguir arriesgándonos así. Cuando esto pase, si es que pasa, volveremos a trabajar juntos para descubrir la verdad.

Le dije eso más como una excusa que como una promesa real. En ese momento, solo quería desaparecer y olvidar todo lo que había pasado. Pero Grand pareció encontrar un rayo de esperanza en mis palabras.

—Cuídate, hermano —le dije con una sonrisa sincera—. Mantén la esperanza viva y haz lo que sea necesario para proteger a los que amas.

—Lo mismo para ti —asintió con una sonrisa triste y se alejó lentamente.

Una vez que Grand se alejó, me adentré en mi casa y cerré la puerta con llave. Respiré hondo y traté de tranquilizarme, pero mis pensamientos seguían agitados.

En seguida subí las escaleras a toda prisa hasta el dormitorio matrimonial para empacar mis cosas y las de Katie. Estaba tan empapado de sangre que era difícil reconocerme en el espejo. Necesitaba una ducha larga y reconfortante, así que a toda prisa me puse en ello para después vestir algo de ropa limpia.

Bajé las escaleras para coger mi arma y guardarla en el cinto cuando algo en el aire cambió. Mi corazón latió más rápido, mi piel se erizó, y mis sentidos se agudizaron. Giré la cabeza y, por el rabillo del ojo, vi al Coronel atravesar el salón con un revólver apuntando en mi dirección.

—Ni siquiera se te ocurra —me dijo él con voz calmada mientras escuchaba el clic de su arma—, lanza la pistola lejos de ti.

Asentí con la cabeza, sabiendo que era mejor no desafiarlo en ese momento. Tiré el arma lo más lejos que pude.

—¡Voltea, quiero ver la cara del asesino de mi hijo! —gritó, su voz resonando en el salón. Nuevamente, con las manos en el aire, accedí—. Eres un sádico hijo de puta.

Furioso, dio un paso adelante recortando la distancia que nos separaba y apuntó su arma directamente a mi frente.

—¡Le destrozaste la cara! —me espetó con furia.

Intenté hablar, pero él no me dio la oportunidad.

—¡Silencio! —se acercó un paso más quedando así a un par de metros de mí—. Sé que lo hiciste.

Miró brevemente hacia las escaleras antes de dirigir sus ojos inyectados de sangre hacia mí.

—¿Dónde está la zorra de tu esposa, eh? ¿Por qué no ha bajado?

En ese momento, el sonido de mis propios latidos resonaba en mis oídos. Sabía que tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Estaba atrapado y temía por la vida de mi esposa, que afortunadamente no estaba allí mismo. Pero ¿y si se le ocurría aparecer al no verme volver, o al escuchar todo ese barullo? Me quedé sin opciones y ese bastardo de Grayson parecía dispuesto a todo. Podía ver en sus ojos que no tenía nada que perder. La presión en el aire era palpable, como un manto oscuro que se extendía sobre nosotros. Cada movimiento que hacía el coronel era lento y medido, como un animal acechando a su presa. Yo estaba atrapado, acorralado como en una jaula sin puerta.

—Haré que te tragues cada una de tus palabras —juré enseñando los dientes.

El coronel se rió sarcásticamente.

—Ahora mismo no estás en posición de amenazar... ¡Katie, ven aquí! O voy a disparar a tu sádico esposo  —gritó el coronel poniendo énfasis en la última parte. Luego me miró, escupiendo en el suelo. —Le demostraré al teniente Luis lo que se siente perder a un hijo.

Sentí la ira y el miedo recorrer mi cuerpo con la misma intensidad. Mi mente comenzó a trabajar a toda velocidad, buscando una salida a la situación. Intenté mantener la calma y no darle el placer al Coronel de verme nervioso. Sabía que tenía que encontrar una manera de salir de allí con vida y proteger a Katie.

—Señor. Si hay algo de honor en usted, le ruego no lastime a mi esposa, ella es inocente y no tiene nada que ver en este asunto —dije, con voz firme y controlando mis emociones, mientras trataba de ganar algo más de tiempo—. Vamos a arreglar este asunto como hombres de honor, pero lejos de aquí.

No sabía exactamente para qué, pero sabía que cada segundo contaba. Mantuve mi postura erguida y mi mirada fija en el coronel mientras me acercaba levemente, demostrando seguridad en mis palabras y determinación en mi actitud.

—¡Ni un paso más! —gritó él con un leve titubeó en su voz—. ¡Voy a volar tu cabeza si te acercas más!

Levanté las manos en señal de paz, más sin embargo avancé un paso más.

—Tengo pruebas que señalan tu culpabilidad —dije, con un lento movimiento saqué del bolsillo de mi camisa la memoria USB con la información recopilada durante nuestra misión—. Vamos a hacer un trato. Todo esto permanecerá en la clandestinidad, es todo lo que pido...

—Lamentablemente, eso no es posible viejo amigo —me interrumpió con una lúgubre sonrisa—, este es el momento en que nos despedimos, pero eso es bueno, estarás muerto cuando me folle a la zorra de tu esposa sobre tu frío cuerpo.

Su amenaza me hizo temblar de ira, pero no me dejé intimidar por su risa siniestra. En cambio, mi mente se enfocó en la seguridad de mi esposa, buscando la manera de protegerla a toda costa. De pronto como la señal enviada por el destino mismo, mis sentidos se erizaron cuando apareció Grand a mi derecha, y al darse cuenta de la situación, levantó su arma y atacó al coronel sin miramientos. Desafortunadamente, sus disparos no fueron efectivos, como si lo fueron los de Grayson, quien lo hirió de muerte. Más sin embargo a pesar del horror de saber a mi amigo herido, eso me dio tiempo para actuar. Con una velocidad que me sorprendió a mí mismo, me abalancé sobre él. Mis años de entrenamiento y experiencia en misiones de alto riesgo me ayudaron a reaccionar con rapidez, y con un movimiento fluido, logré desarmarlo. El coronel intentó resistirse, pero fuí más fuerte. Lo arrojé al suelo con fuerza, sintiendo la adrenalina correr por mis venas. Sabía que debía neutralizarlo antes de que pudiera hacer más daño, así que lancé un pisotón directamente a su cara lo cual envió al sujeto de nuca contra el linóleo del salón. De modo errático intentó levantarse. Mis instintos y la furia que sentía bullir en mi interior me hicieron reaccionar de inmediato dándole una fuerte patada en las costillas.

—¿Te atreves a amenazar a mi esposa? —grité con furia al ver a Grand tendido en el suelo—. ¿A entrar en mi casa?

Sin pensarlo dos veces, agarré el arma en mi mano derecha y le asesté un golpe contundente en la parte posterior de su cabeza, enviándolo directamente al suelo. El sonido sordo de su caída resonó por la habitación, mientras el hombre gemía de dolor y se retorcía en el suelo.

—¿Qué me dices ahora, maldito pedazo de mierda? —rugí mientras le propinaba una patada en la cabeza, como si fuera un balón de fútbol—. Adelante, vuelve a hablar de mi esposa, maldito bastardo.

El hombre soltó un alarido de dolor cuando le propiné otro puntapié en la cara. Sangre salpicó en todas direcciones, y yo estaba completamente fuera de control. Quería matarlo a golpes, destruirlo por lo que había intentado hacer, cuando un sollozo interrumpió mi frenesí.

—No, no es quien eres —dijo Katie, su voz temblando mientras extendía su mano hacia mí. —Sé que eres un hombre fuerte y valiente, pero no dejes que esta oscuridad te consuma. No es lo que te hace grande

Respiré profundamente, tratando de controlar mi ira. Me puse en pie y aparté la mirada de mi esposa, avergonzado de que me viera así. Ni siquiera había notado que cruzó la puerta, de seguro porque escuchó todo el escándalo del tiroteo en nuestra casa. Miré el arma del coronel, que ahora estaba cubierta de su propia sangre, y después al hombre en el suelo, intentando levantarse con dificultad arrastrándose y con una herida abierta detrás de su cabeza.

Mientras mi mente se centraba en la figura retorcida de Grayson que yacía en el suelo, ensangrentado y atado, me di cuenta de que Katie estaba allí, observándome en silencio. Sentí la vergüenza invadirme al verla allí, testigo de mi ira incontrolable y mi habilidad para infligir dolor. Esta era la parte de mí que reservaba solo para mi tiempo en el servicio militar, la parte que nunca quise que mi esposa viera. Pero en ese momento, no había tiempo para reflexionar sobre mi comportamiento. Miré a mi alrededor y vi el cuerpo inmóvil de mi amigo Grand, rodeado por un charco de sangre que no parecía detenerse.

—Amor, sé que no debería pedirte esto, pero por favor, ve a ver cómo está Grand —dije, esquivando su mirada e intentando sonar calmado.

Aunque horrorizada, Katie corrió a socorrer a mi amigo, que estaba tendido en el suelo. Paralelamente, arranqué el cable del teléfono para atar al coronel, cuyo rostro seguía retorcido en una mueca siniestra mientras reía como un loco.

—¿Quién iba a pensar que el teniente Luis tiene una zorra que puede calmar sus instintos asesinos? —balbuceó ese despreciable sujeto, ganándose un par de puñetazos en el estómago que le quitaron el aliento. Sus palabras eran como ácido para mis oídos.

Una vez atados sus pies y manos detrás de su espalda, rasgué una pieza de tela de su camisa y, enfurecido, golpeé su cabeza contra la pared detrás de él. El sonido de su cráneo chocando contra el muro resonó en la habitación, le propiné un rodillazo en el estómago que hizo se doblara de dolor, permitiéndome poner la tela como mordaza en su hocico ensangrentado. Con el silencio asegurado, dejé caer al idiota de rostro contra el piso de madera.

Después, corrí hacia donde Katie se encontraba, intentando aplicar presión contra la herida de mi amigo, que no dejaba de sangrar. Grand levantó su mano derecha en mi dirección, intentó hablar, pero sus palabras fueron tan débiles como su respiración. Tomé su mano y la aferré entre las mías, sintiendo su piel fría y húmeda por el sudor.

—Estarás bien. Hermano, eres fuerte, esto no es nada para ti —aseguré con firmeza.

Grand dejó escapar un par de lágrimas y esbozó una débil sonrisa, que se desvaneció rápidamente. Su mirada se clavó en la mía durante unos segundos, pero luego se hizo opaca y permaneció estática, igual que su pecho, que dejó de moverse.

—¡Grand! ¡Grand! No te atrevas a morir, amigo —grité, con la voz quebrada por la angustia—. Lo siento mucho, lamento que todo esto te haya pasado por ayudarme.

Katie me dio un largo abrazo. Me aferré con fuerza a ella y empecé a sollozar, temblando de pies a cabeza. Sabía que debía llevarla lejos. No podía seguir pasando por horrores como esos.

Traté de recuperar la compostura y mantener la calma, a pesar de la sangre que cubría mis manos y las lágrimas que amenazaban con brotar de mis ojos. Era importante ser fuerte para Katie, así que la llevé al baño para que pudiéramos lavarnos las manos y tratar de dejar atrás el horror de lo que acababa de suceder. Después de eso, nos abrazamos en nuestra cama, tratando de procesar todo lo que había pasado. Le conté lo que sabía, lo poco que podía decirle sin ponerla en peligro. Pero entonces, escuchamos el sonido de vehículos en las calles cercanas, y de inmediato saltamos de la cama. Corrimos hacia la ventana y nos asomamos entre las cortinas, solo para ver a un convoy militar abandonando el vecindario con prisa. Su indiferencia ante la balacera en mi casa confirmó mis sospechas: el coronel había actuado solo, buscando venganza.

Pero aún quedaban muchas preguntas sin respuesta. A juzgar por el movimiento frenético de mis vecinos, no era el único que se daba cuenta de que algo estaba mal. La gente comenzó a empacar y huir de la zona con urgencia, ahora que ya no había personal militar que los mantuviera dentro de sus hogares. No podía esperar más, también debíamos marcharnos.

—Katie, quédate aquí —le dije suavemente, tomando su rostro entre mis manos—. Mantén el arma cerca. Tengo que preparar el vehículo para que podamos irnos de aquí.

Mi esposa más sin embargo corriendo detrás de mí me dió alcance, para decir:

—Tenemos que encontrar a Charlotte y su madre antes de irnos. No podemos dejarlas solas cuando no tienen a nadie más.

Me detuve en las escaleras y la miré fijamente.

—Katie, sé que eres noble, pero no podemos ayudarlas más de lo que ya lo hemos hecho. Tenemos que asegurarnos de que nuestro hijo y tú estén a salvo. No podemos incluir a nadie más en nuestros planes.

—Tú eres más que eso, Luis —dijo mi esposa, mirándome con tristeza—. Eres amable, el mejor ser humano que nunca conocí. No eres un egoísta.

Sus palabras me afectaron profundamente, pero no podía permitir que mis emociones nublaran mi juicio. Sabía lo que tenía que hacer para mantener a mi familia a salvo.

—Quédate en la habitación, cariño — volví a decir con firmeza—. No salgas de ahí. Voy a preparar nuestro viaje.

—Luis.

—Por favor, Katie. Necesito que me ayudes en esto, mi amor —susurré—. Vuelve a nuestra habitación, vendré por ti en unos minutos.

—Esta bien —bajó la cabeza, claramente triste.

Sin esperar que me dijera más, bajé en rauda carrera hasta el salón de la casa. El aire era denso y olía a humo, y podía oír el sonido de los disparos a lo lejos. Me di cuenta de que había un fuerte viento que hacía crujir las ramas de los árboles y que arrastraba consigo el polvo del suelo. Con una manta que encontré en el camino, cubrí el cuerpo del desdichado Grand, y miré de soslayo al coronel, quien jadeando trataba de deshacerse de sus ataduras. Su rostro sudoroso y ensangrentado reflejaba el estado miserable en el que se hallaba.

Sin prestarle atención ya que estaba bien asegurado, me acerqué a mi equipaje para llevarlo fuera de la casa. Pero una voz, o mejor dicho una transmisión a la radio del coronel me paró en seco. La radio chirriaba y crujía con estática, pero pude escuchar las directrices dictadas en un mensaje cifrado en el que le pedían al coronel mover todos sus efectivos, hacia las barreras de contención. Pero lo que escuché a continuación sí que me dejó totalmente helado, ya que categóricamente mencionaron que estaban sobrevolando la zona con la intención de bombardear la ciudad, lo más preocupante de todo es que claramente mencionaron el uso de fósforo blanco, y otros explosivos termobáricos. Sin dar crédito a lo que había escuchado, recuperé la radio de la mesa de centro astillada por los disparos. Escuché muchas otras cosas más, y en ningún momento mencionaron la evacuación de los civiles o algo parecido, lo que era realmente preocupante. ¿Qué estaba pasando? La transmisión cifrada se detuvo, y fue cuando me acerqué al coronel. Levanté al imbécil del cabello, él me miró fijamente con una enorme sonrisa a pesar del trapo que tenía en medio de la boca, le señalé la radio y le quité la mordaza.

—¿Qué es todo esto, por qué no mencionaron una hora exacta? —pregunté, sobrepasado por los acontecimientos. Había sido testigo de muchas barbaridades en el pasado, pero aquello sobrepasó todo lo imaginable.

—Sabes que no puedo hablar de la misión —escupió el coronel en mi dirección, fallando por poco mi rostro.

Me alejé de él unos pasos y solo negué con la cabeza.

—He visto mucha mierda en mi vida, pero tú, junto con todos los que participaron en esto, no tienen nada que envidiarle a la peor escoria que he conocido —dije con repugnancia.

El coronel se rió sarcásticamente.

—No olvides que también participaste en esto —dijo con un tono casi solemne—. Esto ha terminado para mí, para ti y para toda la maldita ciudad... A veces, se debe amputar una extremidad con gangrena para salvar el cuerpo. El sacrificio es pequeño si se compara con el bien mayor que se busca. Eso es lo que hacíamos...

—¿Crear una versión más retorcida de Auschwitz? —interrumpí antes de asomarme por la ventana—. Porque eso es exactamente lo que hicieron.

Por un momento, reinó un incómodo silencio. El coronel parecía estar evaluando mis palabras, mientras que yo seguía mirando por la ventana, observando cómo la ciudad empezaba a llenarse de caos.

Finalmente, Grayson habló con una voz ronca y cansada.

—No tienes idea de lo que está en juego aquí —dijo—. Hay cosas que van más allá de tu comprensión, cosas que no podrías ni empezar a entender.

—¿Y qué pasa con los civiles? —le pregunté, todavía sin apartar la vista de la ventana—. ¿Qué hay de la gente que vive aquí? ¿De los niños, las mujeres, los ancianos?

—Ellos son un daño colateral —respondió el coronel con una frialdad escalofriante—. Pero hay algo mucho más importante en juego aquí, algo que no puedo explicarte. Porque ya lo viste personalmente.

Me di vuelta para enfrentarlo.

—¿Y tú puedes vivir con eso? ¿Puedes vivir con la idea de que estás matando a inocentes? —pregunté.

El coronel me miró directamente a los ojos.

—Puedo vivir con eso porque estoy haciendo lo que tengo que hacer —  respondió—. Y tú también deberías hacer lo mismo. Esto es la guerra, chico. Y en la guerra, a veces hay que tomar decisiones difíciles.

Aparté los ojos devolviendo la atención a la ventana. Me sentía enloquecido, como si estuviera atrapado en una pesadilla de la que no podía despertar. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo había pasado de ser un soldado orgulloso a ser cómplice de un acto tan atroz? No importaban los motivos, eso era una barbarie que nunca pensé contemplar.

—No hay justificación alguna para acabar con la vida, menos la de un inocente —dije con convicción—. La vida de cada ser humano es única e irrepetible, y quitarla es un acto irreversible e injustificable. La muerte de un inocente siempre deja una herida en el mundo que nunca se cura.

Grayson estalló en una carcajada.

—Sabes, podría creer esas palabras de cualquier otro menos de ti —luchó por reclinarse contra la pared debido a sus ataduras antes de formular su pregunta—. Luis, ¿sabes qué es la cizaña?

Sacudí la cabeza. Para mala fortuna conocía perfectamente a ese tipo y a su manera estúpida para emplear metáforas.

—En términos generales, eres tú quien ha plantado la cizaña al traicionar los valores que deberías defender como líder —respondí con una mirada fría y determinada. —No te confundas, Coronel. Si alguien muere aquí, será por tus acciones, no por las de los demás.

Guardé el resto de nuestra documentación sin prestarle más atención al hombre que yacía atado en el suelo. Sabía que debíamos alejarnos rápidamente de ese lugar, pero antes de irme, me acerqué al coronel y le dije con una voz llena de determinación:

—Nunca volverás a tener la oportunidad de dañar a alguien más. Has llegado al final de la línea.

Restándole importancia a todo el asunto y poniendo distancia entre ese despreciable tipo, me acerqué rápidamente al graderío. Entonces el coronel gritó:

—No podrás salvarlos, Luis. No puedes salvar una ciudad que ya está perdida y recibió su sentencia.

No pensaba hacerlo, pero no se lo dije. En su lugar, me despedí sarcásticamente:

—Auf Wiedersehen Bastard. Adiós, bastardo —y llevé mi palma a la sien.

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