Heroes Desechables II: Redención.

La noche caía sobre la ciudad y, después de la cena, volví a mi puesto de guardia junto a la ventana. El bullicio de las protestas se había alejado y la oscuridad se había instalado en un relativo silencio, solo interrumpido por el trinar de los pájaros y algunos ladridos lejanos.

De repente, mi atención se centró en un movimiento en la valla de mi casa. Alguien se acercaba sigilosamente y no parecía tener buenas intenciones. Tomé mi arma y me dirigí al patio, preparado para enfrentar al intruso. Sin embargo, cuando me acerqué, me di cuenta de que era el cabo Grand. Entonces, relajé mi posición ofensiva y poco a poco bajé la pistola, pero la mantuve cerca gracias a mi experiencia. No podía confiar en nadie. Él inmediatamente bajó las manos y retrocedió unos pasos hacia atrás con dirección a mi jardín trasero. Con precaución, empecé a acercarme antes de hacerle una señal para que no se asustara y hablamos en lenguaje de señas hasta que me pidió que me acercara a él.

—Teniente, no sé cómo decirlo, pero creo que fuimos partícipes de una atrocidad —susurró con la voz quebrada por la culpa.

Con una mueca de dolor, sacó una cámara fotográfica de su chaqueta y me mostró una serie de fotografías y videos atroces. Decenas de "enfermos" estaban siendo arrastrados a la fuerza a espacios de confinamiento cada vez más reducidos. Muchos de ellos estaban empapados en lágrimas y suplicaban ser liberados, pero el personal, mayoritariamente militares altamente armados, los conducían como si fueran animales al matadero. Nunca había visto algo así en mi vida, y un horror indestructible se apoderó de mi cuerpo cuando comprendí que los estaban sacrificando sin piedad. Tragué saliva con dificultad, incapaz de creer lo que veían mis ojos.

—Todo esto ocurre bajo el centro de operaciones —dijo Grand, al borde de las lágrimas.

No necesitaba más explicaciones. Reconocí de inmediato las instalaciones que se mostraban, y sentí que todo lo que había creído saber sobre mi país y sobre mí mismo se desmoronaba.

—¿Cómo conseguiste esto? —pregunté, intentando encontrar una explicación a todas las imágenes horribles que acababa de ver.

—Seguí a los sujetos de "limpieza" —respondió Grand con la voz entrecortada—. También se llevaron a D'Angelo. Por ello fui detrás de esos hijos de la gran puta.

Negué con la cabeza, sin saber qué hacer. Una parte de mí quería hacer lo correcto y acabar con semejante barbarie, mientras que otra me incitaba a huir con mi esposa embarazada y a desaparecer en algún lugar lejano. Me tomé la cabeza con ambas manos, superado por las emociones.

—¿Lo sabe alguien más? —pregunté a Grand, con una sensación de urgencia creciente.

El cabo negó con la cabeza, bajando los ojos.

—Luis. No sé en quién más puedo confiar. D'Angelo era mi única amiga en la fuerza, y ahora tú.

—¡Demonios, Grand! ¿Qué esperabas que hiciera al darme esta información? —exclamé, lleno de frustración, me aparté un tanto incapaz de dar crédito a la gravedad de esa situación.

El cabo levantó levemente la mirada, desafiante.

—Lo correcto, teniente. Podemos hacer lo correcto.

Negué con la cabeza, sin poder creer lo que estaba escuchando. Pensé en todas las veces que había visto a esos bastardos en acción, sembrando el terror y la muerte. ¿Cómo podríamos siquiera pensar en enfrentarnos a ellos solos?

—¿Tú y yo solos, frente a un bastión entero de esos hijos de puta? —dije con incredulidad.

Grand no se inmutó ante mi escepticismo y se mantuvo firme.

—He oído historias sobre ti, Luis. Eres el torbellino, La Parca, el castigador de los malvados. Sé que no te quedarás de brazos cruzados después de saber esto.

Me detuve en seco y lo miré fijamente. Era cierto, había ganado mi apodo por una razón. Había peleado en los lugares más peligrosos del mundo, había sobrevivido a situaciones que muchos no lo habrían hecho. Aunque seguía escéptico, asentí con el ceño fruncido y choqué los puños con él.

—Encontraremos la manera, Grand. Enviaremos a esos hijos de puta al infierno.

Grand, con los ojos brillantes, levantó el puño en medio de nosotros.

—Por D'Angelo, por el honor —afirmé con voz ronca, sintiendo la adrenalina comenzar a correr por mis venas.

Decidí que sería mejor no llamar demasiado la atención, así que llevé a Grand a una de las propiedades vecinales. Era una casa antigua y desgastada, con las ventanas rotas y las puertas oxidadas. Apenas nos acercamos, el sonido de nuestros pasos se mezcló con el chirrido de las tablas del porche y el eco de las paredes vacías. Una vez dentro, llevé a Grand al sótano. Las paredes estaban descascaradas y las vigas de madera crujían bajo nuestros pies. El polvo flotaba en el aire y la oscuridad amenazaba con engullirnos. Pero eso no era para nada una preocupación en ese momento, en el cual debíamos cumplir con una misión. Le indiqué a mi compañero que se acercara y retiré una de las alfombras que cubría el suelo. Bajo ella, una trampilla de madera se reveló. Tomé una palanca de metal y, con un esfuerzo, logré retirar algunas de las tablas que la cubrían. Grand se asomó, intrigado, y vio cómo saqué varias cajas de cigarrillos, botellas de alcohol y algunos medicamentos de prescripción, cosas casi imposibles de conseguir por ese entonces.

—¿Para qué es todo esto? —finalmente preguntó.

—Ven y ayúdame a llevarlo. Te lo explicaré en el camino —le prometí mientras me hacía con la mercancía.

Grand aceptó a regañadientes y salimos de la casa. En la calle, la oscuridad era profunda y solo la luz de la luna iluminaba el camino. Me subí a la camioneta y mi compañero se colocó a mi lado. Conduje hacia el distrito, con la mercancía en el asiento trasero.

Finalmente, luego de un breve viaje, llegamos a una de las barricadas militares, donde un par de cabos enseguida se acercaron para simular inspeccionar el vehículo.

—Teniente, buena noche —dijo uno de ellos asomándose por la ventanilla con una sonrisa.

El otro parecía preocupado y se dirigió a la parte trasera de la camioneta para recoger la mercancía.

—¿Está todo? —inquirió el soldado que se asomó a mi ventanilla.

—Como siempre, ¿hay alguna noticia nueva? —dije, mirando cómo el otro sujeto se alejaba. Pero pronto se dio la vuelta y sonrió.

—La oxy está aquí —dijo.

Negué con la cabeza ante semejante exabrupto.

Negué con la cabeza ante tal comentario imprudente.

—¡Cállate, maldito imbécil! —le gritó su compañero antes de acercarse de nuevo a mi ventana—. Nada nuevo en cuanto a órdenes de arresto o alguna acción en su contra, señor. Pero hay un nuevo campamento que montaron, unos tipos de la armada a unos kilómetros de la I.80. Al parecer, están asegurándose de que nadie pueda salir de la ciudad, así que debería pensarlo mejor antes de acercarse a ese lugar... Vamos a mantenerle informado si sabemos algo más.

Señaló hacia adelante y uno de sus compañeros levantó la barrera mecánica que cubría la calle.

—Sea lo que sea que estén planeando, tienen que hacerlo rápido. Se rumorea que las patrullas se intensificarán a partir de hoy —advirtió mientras señalaba el camino por delante.

Grand me miró con desconfianza y no demoró en mostrar su desacuerdo.

—¿Drogas? ¿Es en serio?

—Comprendo cómo puede parecer eso para ti, pero es algo que tengo que hacer para proteger a mi esposa y a nuestra futura familia —respondí, desviando un poco la mirada.

Me sentí incómodo. Mi compañero tenía razón: esa crisis me había orillado a comportarme con ética cuestionable.

—Los soldados a los que soborno con esa mercancía mantienen un ojo en nuestro vecindario y me permiten moverme por la ciudad —añadí en medio de una profunda respiración—. Sabes que estamos en una situación difícil y las reglas han cambiado. No estoy orgulloso de lo que hago, pero es una cuestión de supervivencia. Confía en mí, estoy haciendo lo que puedo para asegurarnos un futuro en este caos.

Él asintió ligeramente con la cabeza antes de preguntar:

—Está bien. Lo entiendo. ¿Entonces, a dónde vamos?

—Estaba en el proceso de buscar aliados para esta lucha y estoy evaluando diferentes formas de llegar a la gente... Tengo un contacto, un ex compañero de los Marines. Estoy seguro de que también puede ayudarnos en lo que tenemos planeado —respondí, encendiendo el estéreo. Realmente no quería hablar y mucho menos escuchar reproches.

Mientras avanzábamos, la ciudad se veía desolada y hasta fantasmagórica. Las calles estaban bañadas por la luz mortecina de farolas a medio apagar y las sombras parecían moverse como seres vivos en la penumbra. Las fachadas de los edificios eran una mezcla de graffiti y cristales rotos. Barricadas militares se alzaban en cada esquina. Como ya había hecho ese viaje un par de veces, sabía exactamente por dónde ir, lugares donde los soldados corruptos podían mantener el silencio. Parecía como si fuéramos los únicos habitantes de ese bosque de concreto desierto.

Después de un largo viaje, finalmente llegamos a nuestro destino: un edificio abandonado, el almacén de carga de mi amigo Petrovic. Grand y yo dejamos el vehículo e inmediatamente llevamos nuestras manos a las armas, ya que él apareció de entre las sombras apuntando su M16 hacia nosotros.

—Identifíquense, ahora mismo —gritó Petrovic.

A medida que nos acercábamos a él, noté que estaba empapado en sudor y parecía cansado. Su piel estaba pálida, lo que acentuaba las ojeras que tenía debajo de los ojos. Se veía como si hubiera pasado días sin dormir.

—Soy yo, ¡maldita sea! —respondí, dejando lentamente mi posición ofensiva.

—¿Y ese enano infeliz que te acompaña? ¿Quién es? —preguntó Petrovic, quien señaló a mi compañero con el índice.

—Es Sméagol —respondí, conteniendo una carcajada. Sabía que no era el momento para bromear, pero no pude resistirme a la oportunidad de hacer una broma.

Petrovic lanzó una sonora carcajada, pero extrañamente no dejaba de apuntarnos.

—¿En serio? —preguntó Grand, incrédulo.

—¿Entonces así es como se llama? —completó Petrovic.

—No, es solo un apodo. Se llama Grand —dije, tratando de contener la risa—. Es un amigo de confianza, no te preocupes, sargento, y baja esa maldita arma.

—Ambos váyanse al infierno —dijo Grand—. Están locos, ¿ya podemos dejar de apuntarnos? Empiezo a ponerme nervioso.

Petrovic se rió a carcajadas.

—¡Joder, hermano, qué bueno verte! —dijo, abrazándome fuerte.

—Basta de cháchara, necesitamos algo, Petrovic —repliqué con una sonrisa—. Al parecer, no te equivocaste, bastardo. Vamos a volver a la guerra.

Petrovic, quien sonrió ampliamente, nos guió hacia un rincón oscuro del depósito, donde una puerta metálica oxidada daba acceso a una escalera que descendía a un sótano subterráneo. La escalera era empinada y resbaladiza, tanto que Grand tuvo que aferrarse con fuerza a la barandilla para no perder el equilibrio. Finalmente, llegamos al sótano, que estaba iluminado por una luz tenue que provenía de una bombilla colgada del techo. El espacio estaba lleno de cajas y contenedores apilados, y había un olor rancio en el aire. Petrovic se detuvo frente a una pila de cajas y empezó a abrirlas.

—¿Qué es lo que necesitas, Teniente? —preguntó mientras sacaba de una caja un rifle de asalto.

—Necesito armas y munición suficientes para un grupo de hombres. Y necesito que me ayudes a transportarlas a un lugar seguro —respondí.

—Pero antes, ¿dónde está mi dinero? —preguntó Petrovic frotándose las manos.

Fruncí el ceño con incredulidad, saqué el sobre con la cantidad pactada y lo puse entre sus manos.

—Además, voy a necesitar mapas de la ciudad, de los lugares donde están todas las barricadas militares, de las rutas más cercanas para un escape —empecé a decir, pero inmediatamente fui interrumpido.

—Pensé que ya tenías esa información —me dijo mi amigo contrabandista.

—Sé de algunas, sí —respondí acercándome a una de las cajas con el armamento—. Pero aún me falta mucho, y tiempo es lo que menos tengo; así que ¿puedes hacerlo o no?

Petrovic, con una amplia sonrisa y empecinado en parecer una mosca, frotó nuevamente las manos antes de decir:

—Eso te costará mucho más.

—¡Cielos! —murmuró Grand, quien me entregó una mirada que claramente me decía que era una mala idea confiar en alguien tan ambicioso.

—Está arreglado, ¿tienes la información? —repliqué. Esa era una parte esencial del plan y por unos cuantos miles no podía dejar de obtenerla.

Petrovic lanzó un resoplido sintiéndose subestimado.

—¿Con quién crees que estás hablando, hermano? —se encendió un cigarrillo antes de caminar hacia el fondo de la habitación.

Grand suspiró profundamente y se hizo con una de las M4.

—¿Confías en él? —me preguntó.

—¿Tenemos opción? —respondí.

Para ese momento, Petrovic regresó con el pedido que le hice, me lanzó el mapa antes de decir:

—Considera esto como un regalo de la casa. De igual manera, eres de mucha ayuda para repartir mi mercancía...

—Necesito explosivos C4, granadas de conmoción y también de fragmentación —interrumpí, revisando brevemente el mapa que me entregó.

Petrovic asintió y empezó a sacar más armamento de las cajas: pistolas, fusiles de asalto, cuchillos. Todo lo que necesitábamos para armar a un pequeño grupo de insurgentes.

Mientras revisaba las armas, me di cuenta de que Petrovic estaba nervioso y se movía de un lado a otro como un animal acorralado. Le pregunté qué sucedía y él me contó que había oído rumores de que los militares estaban a punto de lanzar una gran operación. De pronto crucé miradas con Grand. Teníamos que actuar rápido si queríamos tener alguna posibilidad de éxito.

—¿Tienes alguna información adicional? —pregunté simulando que ese asunto no me interesaba.

—Están deteniendo a todo aquel que quiere abandonar la ciudad. Se rumorea que esos detenidos nunca más vuelven a aparecer —replicó.

—Quizá están detenidos —murmuró Grand con la intención de obtener más información.

Petrovic negó enérgicamente con la cabeza y, haciendo un sonido de disparo, señaló su frente con el índice.

—El gobierno trata de contener la amenaza y está empezando a considerar que los que tratan de huir son enemigos de la patria, aliados de los coreanos y rusos —contestó inmediatamente Petrovic, quien se hizo con un fusil de asalto. En medio de una sonrisa, añadió—: Espero impaciente a que esos malditos traten de invadir mi país, y se los haré pagar con creces.

Grand me miró brevemente y se apartó un poco de la escena, cansado quizá de las locuras de mi amigo.

—Petrovic, ya te dije que esa lucha no vale para nada la pena. La amenaza se encuentra aquí mismo —dije y, de igual manera, me aparté de él. Su comportamiento empezaba a ser cansino.

Él se cruzó de brazos y me miró con incredulidad.

—¿Qué es lo que saben? —preguntó finalmente.

—Es mejor que no lo sepas —repliqué—. ¿Está todo empaquetado?

Traté de acercarme a una de las cajas y Petrovic me interrumpió, exigiendo que le dijera qué estaba sucediendo.

—No deberías meterte, hermano —le dije.

Nuevamente me prohibió levantar la caja y en ese momento perdí la paciencia. Tomándolo por las solapas de la chaqueta, lo aparté.

—¡Tienes que decirme! —exigió Petrovic.

Grand, muy molesto, se acercó y, aunque le ordené que no lo hiciera, terminó enseñándole el vídeo y las fotografías.

—¿Esto es real? —preguntó, dejándose caer con fuerza para sentarse en el suelo.

Solo asentí antes de levantar la caja con la mercancía y caminar hacia la salida.

—Es todo, estoy dentro —dijo Petrovic, quien corrió detrás de mí—. Tienes que dejarme que te ayude.

—Esto no es asunto tuyo, hermano —repliqué—. No te ganes problemas.

—¿Que no es asunto mío? ¡Esos bastardos están asesinando inocentes! —manifestó con furia. Nunca habría pensado en él de esa manera, sabiendo lo egoísta que podía llegar a ser—. Tienes que dejarme que los acompañe. Sabes de mis actitudes en batalla. Seré un muy buen elemento, teniente.

—Te diré en palabras que puedas entender, Petrovic. Esta es una misión prácticamente suicida. No puedo llevarte a eso —respondí—. De ser así, seré igual a ese cabrón de Grayson.

Él, bajó la mirada al piso.

—Quiero saber que mi vida significó algo. Que finalmente pude hacer algo bueno —dijo con la voz ronca.

Nuevamente me impresionaba verlo así. Al principio, pensé que quería participar en esa misión solo por el deseo de la batalla, pero al escucharlo, supe que en el fondo, sus palabras guardaban un significado desinteresado.

—¿Puedes ayudarnos a mover las armas? —pregunté finalmente—. Necesitamos tenerlas cerca de ese nido de ratas.

Él sonrió y con convicción añadió:

—Solo si vamos a acabar con cada uno de esos bastardos.

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