A los pocos minutos, salió la última rubia. Al cerrar ella misma la puert, sonrió mirando a Bobby y levantó los hombros sonriendo.
Como diciendo: nada. Y se marchó.
— Por favor. – reclamó Bobby, al ver salir a la joven e ingresó al despacho de su primo y le miró fijamente mientras se aproximaba y a escasos dos metros le dice:
— Kesman, Kesman, qué pasa, no puedo creerlo… te he presentado a ocho bellas muchachas rubias, como tú… buscando cuál sea tu rubia anhelada… las he buscado entre el pajar, como agujas de oro, con cabezas de brillantes puros del África… y les miraste, les sonreíste muy de apenas, moviste las cejas y las apreciasteis, pero nada más… y eso lo he hecho por tu salud, mental, física y también económica… por qué sabes qué Kesman? – y en eso entra Sigmund, cierra lentamente y mira la escena.
Bobby, se había girado a mirar la entrada de Sigmund, para ver que no sea alguien no conveniente, o quizá la rubia que volvía, su esperanza, entonces prosigue:
—¿Entonces, sabes qué Kesman?… me doy cuenta de que estoy gastando mi dinero en vano, en ti, pues veo que no tienes remedio, que deberé presentarte ante la empresa como loco, o no sé cómo, que debo decir que no queréis nada… que te volvisteis loco desde aquella vez en aquella ventana en Londres…y que no tienes cura y qué no te importa nada — ni la herencia de tus padres, — ni la fortuna que ganaste por ser hijo heredero de los fundadores de la mayor empresa del planeta… ¿sabes quienes son esas muchachas?...
—Oye, no son de la calle, no son artistas, ni modelos, ni play girls, ni nada de eso, son hijas de millonarios del mundo financiero que mueven la economía mundial y algunas tienen control en la estirpe europea y norteamericana… cada cual, de esas ocho señoritas, cuenta con más de 10 millones de dólares de cuenta propia.
—Has despreciado inclusive a una de ellas, cuyo padre es dueño de 140 mil millones de dólares… no, no, esto no es un juego, esto es un momento especial en el planeta y el universo, y tú, tú, te has atrevido a dejarlas a un lado como si fueran cualquier cosa…
— Déjalo, déjalo en paz, por favor, Bobby…Bobby…Bobby… qué has hecho, cómo te atreviste a hacer esta reunión, si sabes…
— Mentira, él está mintiendo…el finge que está mal…que se borró todo de su mente… él cree que no nos damos cuenta.
— Por favor, Bobby… Kesman, Kesman, ven… vamos a mirar la metrópoli, ven…—le llama Sigmund — y conduce del brazo a Kesman, que le sigue en silencio, se abre la puerta de vidrio de la amplia terraza del inmenso edificio, protegida por baranda de vidrio de gran espesor y tres metros de altura, el viento les golpea el rostro y, Sigmund le muestra la ciudad, como entreteniendo a un niño, en cuanto Bobby se apoya en la puerta abierta… totalmente decepcionado y cansado.
Sigmund y Kesman, se apegan al borde de la baranda transparente, y su padrino le consuela:
—Está bien, Kesman, no tocaremos más este asunto, exigiré, como socio que soy, que te dejemos en paz, un buen tiempo, para que reposes… debes descansar, sé que es demasiado, controlar ente emporio, al final de cuentas el firmamento está seguro… deben entender, ellos no pueden saber más allá de lo necesariamente empresarial y completamente financiero y administrativo, qué es lo que está pasando, creen que es un simple aunque comprometedor suceso de tu salud, pero…
Bobby se viene del lugar en que estaba, y atravesando un fuerte soplido de viento, que levanta su paletó y los cabellos ondulados, castaños oscuros, se le despeinan y los aparta con rabia, para casi gritarle a Sigmund:
—¡Basta, Sigmund, cállate! — no juegues al papel de antigua nodriza, hoy no existen los cariños para los herederos como antes, hoy cualquier heredero de algo, tiene que ser fuerte, trabajador, voluntarioso, no enfermarse jamás, y si así fuera, tiene que dejar su lugar a otros… no puede permitirse, —más que todo en nuestro caso—, tener consideración, así fuese nuestro hermano, o hijo, o padre mismo… aquí no se juegan milloncitos, se daña al planeta —si se sale algo de su sitio, —se juega la historia de la humanidad — y los desajustes de esto, —pueden provocar un completo desastre mundial… —deja de hablarle a Kesman, —como una profesora de educación elemental, —¡es un hombre de veinte años! — Si lo consideras muy joven, estaréis perdidos ambos, —veinte años para un heredero de una fortuna descomunal, como esta, con todas sus obligaciones, — que equivalen a más que un reinado o un principado, —es de verdad un peligro—.
— Está bien, está bien Bobby… solamente…ante la empresa…
— ¡Cállate Sigmund! — no hables más…— si no fuese porque te estimo tanto, y si no existiese este muro de cristal, te arrojaba al vacio, desde aquí arriba, para que el tiempo que demoras en caer, —¡que son segundos!—, pudieras pensar en la importancia y la razón de ser de esta empresa y de qué, este jovencito, debe ser y hacer, y arregle su mente como pueda, él mismo, sin achaques de una u otra índole, — no hay pretexto de ninguna laya, — debe pronto actuar, —así sea que le enseñemos al oído lo que tiene que hacer y decir—, como en aquella parodia china, del emperador que no sabía cómo defender su imperio, y su hija, le silbaba las decisiones desde atrás de una cortina.
Sigmund, respiró profundamente, acarició levemente la cabeza de Kesman, que estaba nuevamente ganando cabello después de su corte al ras, y palmeó su espalda cariñosamente, bajando las manos, en total respuesta afirmativa de obediencia hacia lo que le había advertido Bobby.
En cuanto eso, Kesman, había mirado a ambos, a cada instante, como asustado, casi por llorar, como si también, si ese vidrio no existiese, al arrojarse al vacío, fuera su alternativa al fracaso personal… y de vida, y de —administración a semejante compromiso con el planeta Tierra y el universo en pleno.
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