«Esperanza. Es lo único más fuerte que el miedo. Una pequeña dosis de esperanza es efectiva, mucha es peligrosa. Una chispa está bien, siempre y cuando esté contenida». –Suzanne Collins (Viatorem)
Recuerdo muchas cosas de mi pasado, pero solo una de cuando era bebé, una aparte de los momentos de aquellas fotos vergonzosas, o en las que estaba distraída. No sé si de verdad lo soñé o fue solo un pensamiento, porque ahora son pocas las cosas de las que estoy segura.
El sol estaba detrás de la montaña y veía como el fuego se acercaba más y el calor venia hacia mí, y no ese que me gusta tanto sentir, como al que abraza a todos en la playa, o las veces que te esfuerzas mucho para dar todo de ti en algún deporte y sudas, no. Era el calor más negro que se puede imaginar y solo lo estaba sintiendo desde mi ventana, que por cierto, era imposible abrir porque un vidrio me lo impedía. Era un fuego avasallador, lo alcanzaba todo. Como si una línea de fuego encendiera todo a su paso dejando cenizas, y cuando sentía que estaba a punto de alcanzarme a mí… Desperté.
Todos los días, a veces noches, me levantaba para solo abrir la ventana, abría bien los ojos, no me gustaba cerrarlos en aquel momento. Generalmente los cierro para convertir cualquier sentimiento que no necesite la vista en una imagen borrosa.
Veía todo a mi alrededor, era tan pero tan diferente, porque todo siempre me parecía enorme. En esos tiempos aun habían lugares de mi habitación que no alcanzaba a ver, y al ver aquello solo sabía que había algo más, que aun cuando llegara a ver cada detalle de mi habitación, habría algo más, y eso era suficiente, y estaba bien, aunque no supiera qué.
Poco a poco y con el ritmo del reloj a través de mi ventana iban pasando los días, y cada vez sentía que algo se eliminaba, creí que llegaría a crecer y aun podría seguir mirando al mar y llenarme de esperanzas cuando llegara el momento en el que mi debilidad se revelara, sin embargo, cada vez se iba haciendo más limitado, cada vez sentía más humo. Difícilmente yo cada día volvía a abrir esa ventana, sin dejar que eso me permitiera crecer.
Llego un día en el que iba a abrir la ventana, y estaba consciente que no encontraría nada más que aroma del gris. Había algo en mí que estaba tan ansioso por dentro de volver a ver color, sin que el olor no hiciera más que achicar el espacio para volver a sentir la sorda y leve brisa que nunca noté hasta que se fue.
Lo cierto es que lo abrí sin poder evitarlo, solo quería ver la luz y la abrí de golpe intentando recordar lo que sentí la primera vez, pero en lo que me acerque a ella, caí. Asfixiada por el humo.
Unos meses después mi madre llamó a mi puerta, teníamos que irnos, algo pasaba, pero nadie quería decirme qué. Nunca entendí a los adultos, esperan que les digas todo cuando ellos no nos permiten conocer más que las falsas esperanzas que nos inculcan. Nos dejan tarde o temprano sueltos en el mundo viéndonos obligados a buscar la verdad por nosotros mismos, pero al darse cuenta de que lo hacemos, nos detienen.
Busqué lo más rápido que pude en las gavetas, pero no hallé ningún bolso, el tic tac lo podía escuchar con claridad a pesar de los jadeos y reacciones de nerviosismo de mi familia allá afuera. Yo era lo único que estaban esperando, así que para no perder tiempo tomé la manta de mi cama y en ella enrollé mis libros, algo de ropa y mi bufanda, la que nunca me había quitado hasta aquel momento. Al tomarla, solo intenté recordar la última vez que había sentido frío, o la última vez que había visto el cielo azul. Fui hacia afuera sin saber aunque estaba pasando y sin darme cuenta mi bufanda había caído.
No entendía que pasaba, y nunca lo entendí. Los soles se apagaron, el mar se secó, y nos hemos convertido en frio, las montañas se alzaron, los vientos nos llevaron y nos convertimos en oscuridad. Nuestros cuerpos nos han abandonado, la luz atrapado y sin recuerdos acabamos.
La bufanda se había quedado, y lo cierto es que ahí termine viviendo.
Más tarde descubriría por varias regresiones el por qué mis temores y visiones sobre el fuego. Mi padre, cuando yo era Elizabeth, una rubia y traviesa niña que habitaba en una granja en Inglaterra, quemaba mis manos como forma de castigo cuando tomaba cosas que no me pertenecían, y al parecer, era bastante recurrente.
Las nalgadas, palmadas y otras formas de castigo físico, en las cuales se utiliza la fuerza para causar dolor o malestar para corregir la conducta de un niño, son prácticas comunes alrededor del mundo. Probablemente no has escuchado mucho el castigo de quemar las manos… Sin embargo, era mi dia a dia siendo la pequeña y aparentemente feliz, Elizabeth.
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