Una amor cultivado desde la adolescencia. Separados por malentendidos y prejuicios. Madres y padres sobreprotectores que ven crecer a sus hijos y formar su hogar.
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Cap. 10 ¡Belle, mira! ¡Tengo un vestido nuevo!
Era el momento de aclarar las cosas, cara a cara, con el hombre cuyo amor por ella era tan feroz como una tormenta y, esperaba, tan profundo como para entender.
—Vamos —dijo Belle, tomando su bolso con una mano firme.
—Es hora de ir a casa.
El viaje en auto fue en un silencio inusual. No era un silencio incómodo, sino el de la concentración antes de la batalla. Belle miraba por la ventana, ensayando mentalmente las palabras que podrían abrir la puerta a su felicidad... o hacer saltar por los aires la relación con su padre.
Al llegar, la majestuosa casa familiar se veía tranquila bajo el sol de la tarde. Pero Belle sabía que detrás de esa puerta la esperaba la conversación más difícil de su vida.
Belle entró a la mansión tratando de proyectar una calma que estaba muy lejos de sentir. Era imposible; era transparente en todos los sentidos. Cualquiera podía leer en su rostro la tormenta de nervios y determinación. Detrás de ella, Samira entraba tan despreocupada como si llegaran a un spa.
—¡Mami! —anunció Samira a todo pulmón—. Ya llegamos. Hoy dormimos aquí y quiero comer rico. ¿Dónde está el chef?
Bernarda salió inmediatamente del estudio, con unos lentes de lectura en la punta de la nariz y una tablet en la mano. Al oír el comentario, una sonrisa pícara se dibujó en sus labios. Atrapó a Samira en un abrazo de oso que hizo crujir costillas.
—Pequeño terremoto —dijo, riendo—. ¿Cómo te atreves a buscar un chef? ¿No confías en las artes culinarias de tu madre? —preguntó, alzando una ceja con fingido orgullo herido.
—Mami, tú como cocinera eres una excelente empresaria —respondió Samira sin pestañear—. Que quede claro. Yo no dudo de ti; son tus habilidades las que no te ayudan.
Bernarda soltó una carcajada, le dio un empujón cariñoso y una nalgada, mandándola a volar. Luego, su mirada se posó en Belle. Su expresión se suavizó al instante. Se acercó y la envolvió en un abrazo suave y protector, como si aún fuera la niña pequeña que se refugiaba en sus brazos.
Belle, con un pequeño puchero que no pudo contener, susurró:
—Mami... Papi está en casa, ¿verdad?
Antes de que Bernarda pudiera responder, un torbellino de encaje y felicidad irrumpió en la sala.
—¡Belle, mira! ¡Tengo un vestido nuevo! —Era Graciela, de ocho años, una niña tan hermosa como una muñeca, con la belleza imponente de su madre, pero la dulzura cálida de Alexander en la sonrisa.
Justo detrás de ella, con la elegancia de un pequeño lord, venía Leyton, "el pequeño emperador". Todos en la familia conocían su carácter fuerte, una herencia directa de Bernarda en su infancia, pero su rostro era una copia en miniatura y perfecta de Alexander.
El niño clavó sus ojos en Belle, cruzando los brazos con severidad.
—Belle —anunció, imitando la voz grave de su padre—, papá está molesto. Dice que tienes novio. Yo no lo acepto. No tienen mi bendición.
Belle se quedó muda, el corazón dándole un vuelco. Ahora no solo tenía que lidiar con su padre... tenía a dos Ferrer en su contra.
En medio de la tensión, Graciela, la hermana menor. Tomó la mano de Belle con sus deditos suaves y le dedicó una sonrisa que podía derretir el hielo más grueso.
—Hermana, no te preocupes —susurró con una solemnidad adorable—. Aquí está Graciela, y ella defiende tu amor. Yo te doy mi voto de confianza. —Alzó su dedo índice, trazando una cruz en el aire frente a Belle como si tuviera el mando del destino en sus manitas—. Los bendigo. Que sean felices por el resto de su vida.
El corazón de Belle se llenó de una calidez instantánea. Se inclinó y abrazó a la pequeña con fuerza.
—Qué dichosa sería si todos pensaran como tú, cariño —dijo, dándole un sonoro beso en la mejilla que arrancó una risa cristalina a la niña.
Graciela, animada, se puso de puntillas para susurrarle un secreto al oído:
—No hagas caso. Papá y Leyton solo están celosos. Ya sabes, según ellos, son los fuertes de la familia... pero todo es mentira —confesó, y sus ojitos brillaron con picardía—. La más fuerte de la familia es mamá. Pero no les digas, se ofenden.
La pequeña soltó otra risita, pero su "susurro" había sido lo suficientemente claro para que todos en la entrada lo escucharan.
Leyton, con sus diez años y el orgullo de un hombre de treinta, levantó las cejas con indignación. Un bufido escapó de sus labios, y desvió la mirada hacia la pared, negándose con todas sus fuerzas a mirar a su madre. Sabía, en lo más profundo de su ser, que si Bernarda lo miraba con aquella mirada suya, su fachada de "hombre fuerte de la casa" se desmoronaría en un segundo.
Porque, claro que la más fuerte en esa casa era Bernarda. Y todos, desde el más grande hasta el más pequeño, lo sabían.
Fue en ese momento de ternura y complicidad familiar cuando Alexander entró en la sala.
Como si un interruptor se hubiera accionado, las sonrisas se congelaron y un silencio abrupto y abrumador se instaló en el lugar. Todos contuvieron la respiración.
Belle, sin embargo, no retrocedió. Con una mirada que combinaba una firmeza recién descubierta y toda la adoración de siempre, se desprendió del grupo y se acercó a su padre. Cada paso era una declaración de intenciones.
—Papi... hola —dijo, su voz un poco más baja de lo usual, pero clara—. ¿Podemos hablar un rato, antes de cenar?
Alexander, que había entrado con el ceño fruncido y el cuerpo tenso como un resorte preparado para la guerra, la miró. La vio de verdad. Vio a su "nena", a su Belle, de pie frente a él, con ese coraje tembloroso que le partía el alma. El gruñido que traía preparado se atascó en su garganta.
—Bueno —concedió, y la palabra salió mucho más suave de lo que pretendía. Se estaba derritiendo, y lo sabía. Era su hija. Por supuesto que no podía mantenerse tan furioso como proclamaba a los cuatro vientos. El amor de un padre era un ejército, pero la mirada de su hija era la rendición más dulce.