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Hija De La Luna

Hija De La Luna

Status: Terminada
Genre:Romance / Yuri / Época / Completas
Popularitas:1.4k
Nilai: 5
nombre de autor: Kitty_flower

En un mundo donde las apariencias lo son todo, Adeline O'Conel, una joven albina de mirada lunar, destaca como una joya rara entre la nobleza. Huérfana de madre desde su nacimiento, fue criada por un padre bondadoso que le enseñó a ver el mundo con ternura y dignidad. Al cumplir quince años, Adeline es presentada en sociedad como una joven casadera, y pronto, su belleza singular capta la atención de la corte entera.

La reina, fascinada por su porte elegante, la declara el diamante de la época. Caballeros, duques y herederos desfilan ante ella, buscando su mano. Pero el corazón de Adeline no se agita por ellos, sino por alguien inesperado: la primera princesa del reino, una joven de 17 años con una mirada firme y un alma libre.

En una época que no perdona lo diferente, Adeline y la princesa se verán envueltas en un torbellino de emociones, secretos y miradas furtivas. ¿Podrá el amor florecer bajo la luz de una luna que, como ellas, se esconde para brillar en libertad?

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La piedad de la luna

La luna, que desde lo alto contemplaba el cuerpo inerte de Adeline y escuchaba los gritos desgarradores de la reina al perder a su única hija, decidió hacer lo impensable: un milagro.

Le dolía verla morir por amor, tan joven, con solo quince años, sin haber cumplido su más profundo anhelo: convertirse en una gran escritora.

Así que, en medio del cielo nocturno, tomó una decisión. Les daría una segunda oportunidad.

"Ambas vivirán en una época donde su amor ya no será un delito, o al menos, no tan difícil de vivir como lo fue entonces. Han pasado más de 300 años. Aún no es del todo aceptado, pero el mundo ha cambiado. Vivirán en el año 2027."

Luney siempre había sentido que su alma era un poco más vieja de lo que debía ser. Había cosas que no comprendía del todo: una tristeza suave en los días de lluvia, un amor inexplicable por la luna, y esa sensación de que algo importante le faltaba, aunque su vida estuviera, en apariencia, completa.

Había nacido en el seno de una familia honorable y adinerada. Su apellido aparecía con frecuencia en las portadas de revistas de sociedad, y su madre solía ser invitada a cenas exclusivas, mientras su padre cerraba tratos multimillonarios. La mansión donde vivía estaba repleta de arte, lujos y secretos bien guardados.

Pero para Luney, el verdadero tesoro tenía ocho años, trenzas despeinadas y una risa contagiosa: su hermana Katherine.

Katherine era su sol. No importaba cuán vacía o desconectada se sintiera a veces, su hermanita lograba llenar cualquier espacio con amor. Jugaban juntas en el jardín, leían libros en voz alta en el invernadero, y cada noche, Katherine le pedía que le inventara un cuento antes de dormir. Y Luney, sin saber por qué, siempre acababa narrando historias de reinas, de palacios y de un amor prohibido que no entendía… pero que sentía real.

Quizás era solo imaginación, pensaba. O tal vez había algo escondido dentro de ella, esperando despertar.

Aquella noche, Luney se durmió más temprano de lo habitual. Katherine se había quedado con sus abuelos, y la mansión, sin su risa, parecía más silenciosa que nunca. La lluvia golpeaba suavemente las ventanas, y la luna, en su fase llena, iluminaba la habitación con una luz plateada.

Y entonces, soñó.

Se encontraba en un enorme salón de mármol blanco, con cortinas de terciopelo rojo danzando con el viento. Estaba vestida con una prenda elegante, antigua, y al frente de ella, con la mirada fija en sus ojos, una joven de cabellos negros y piel cálida le extendía la mano. Sus ojos azules, profundos como el océano, estaban llenos de amor... y de miedo.

—¿Estás segura? —susurró la otra chica.

—Contigo, siempre —respondió Luney, sin pensar.

Y se besaron. Con ternura. Con urgencia. Como si el mundo fuera a acabar en cualquier momento. Como si ese beso hubiera estado esperando siglos para ocurrir. Y al tocar sus labios, Luney sintió una descarga en el pecho. Algo antiguo, algo que dolía y al mismo tiempo la llenaba de una calidez indescriptible.

Pero justo cuando iba a abrazarla más fuerte, el salón se desvaneció.

Luney se despertó de golpe, con las sábanas enredadas entre sus piernas y el corazón latiendo con fuerza. Sus mejillas estaban húmedas. Había estado llorando en sueños. Se llevó una mano al pecho. Le dolía. No como una herida física, sino como si le hubieran arrancado algo muy importante.

Miró al techo por varios minutos, sin comprender.

No conocía a esa chica. Nunca la había visto en su vida.

Y sin embargo, su alma la extrañaba como si la hubiera amado toda una vida.

Desde que Luney cumplió quince años, comenzó a soñar con ella.

No era un sueño como cualquier otro. Era siempre el mismo. Siempre con la misma intensidad. Siempre con el mismo dolor al despertar. Al principio creyó que era solo una fantasía, un eco de alguna historia que había leído o visto en alguna serie, pero no. No era como esos sueños que se desvanecen al abrir los ojos. Este se quedaba con ella, se aferraba a su pecho como si fuera parte de su realidad.

Todo comenzaba en un gran salón de mármol blanco, majestuoso, iluminado por un cielo nocturno que se colaba por los ventanales altísimos. Las paredes estaban adornadas con tapices antiguos, y el aire tenía un aroma a rosas y fuego, una mezcla imposible de definir. Allí, entre las sombras y la luz plateada, aparecía ella: la chica del sueño. Siempre la misma.

Tenía el cabello negro como la tinta, recogido de forma elegante, pero con algunos mechones rebeldes cayéndole sobre el rostro. Sus ojos, de un azul profundo y melancólico, se fijaban en Luney con una intensidad que le quitaba el aliento. No hablaban mucho. A veces, ni una palabra. Solo se miraban, como si todo lo que necesitaban decirse pudiera expresarse en ese silencio antiguo. Y entonces, como en una coreografía que ambas conocían desde antes de nacer, se acercaban, tomaban sus manos y se besaban.

Ese beso era lo más real que Luney había sentido jamás, más real incluso que cualquier recuerdo despierta. No era un beso inocente ni superficial, era un beso que llevaba consigo siglos de deseo contenido, de lucha, de miedo, de esperanza. Cada vez que lo vivía, sentía que su alma se encendía… y luego se rompía.

Porque el sueño siempre terminaba igual.

El salón se desvanecía como polvo entre los dedos. La chica se alejaba entre las sombras, mirándola con una tristeza imposible de describir. Y Luney despertaba llorando. Siempre llorando. Con el corazón encogido y un dolor inexplicable latiendo en el pecho, como si algo muy importante se le hubiera escapado. Como si le faltara una parte de sí misma que no sabía cómo encontrar.

Al principio no se lo dijo a nadie. ¿Cómo explicar algo que ni ella entendía? ¿Cómo decir que cada cierto tiempo —una vez al mes, a veces más seguido— revivía ese momento como si fuera un recuerdo más que un sueño? Lo intentó escribir en su diario, pero las palabras no le hacían justicia. “Soñé con ella otra vez” era lo único que lograba dejar en papel, porque todo lo demás parecía inalcanzable. Inmenso. Doloroso.

Ya tenía diecisiete, pero el sueño no se había ido. Al contrario, parecía hacerse más vívido con los años. A veces podía sentir el roce de los dedos de la chica en su mejilla, o el perfume dulce que la envolvía. A veces se despertaba en mitad de la noche con el nombre en la punta de la lengua, pero nunca lograba recordarlo. Era como si su mente no pudiera retenerlo, aunque su alma sí lo supiera.

Luney tenía todo lo que cualquier adolescente podría desear: una familia amorosa, una vida acomodada, amigos, seguridad. Pero desde que ese sueño llegó a su vida, nada se sentía completo. A veces, mientras jugaba con su hermana Katherine en el jardín, o mientras miraba por la ventana del coche en camino al colegio, una tristeza suave se deslizaba en su interior. No era infelicidad… era nostalgia. Nostalgia de algo que nunca había vivido. O al menos, eso creía.

A su madre le dijo una vez: “A veces siento que estoy esperando algo. O a alguien. Pero no sé qué es.”

Su madre sonrió, creyendo que era una reflexión romántica propia de la adolescencia.

Pero para Luney, no era un simple pensamiento. Era una certeza.

Ella la estaba esperando. A la chica del sueño.

La chica que siempre desaparecía.

La chica que le había robado el corazón, sin decir ni una sola palabra.

Y aunque no entendía por qué, Luney sabía que, en algún rincón del mundo real, esa chica existía.

Tenía que existir.

Porque el amor que sentía por ella no podía ser un invento de su imaginación.

No cuando dolía tanto no tenerla.

~~~♤~~~

—¿Otra vez soñaste con ella? —preguntó Miguel, mientras mordía su empanada con total naturalidad.

Luney asintió, dejando su bebida de lado. Estaban en su cafetería favorita, un rincón escondido entre calles antiguas que aún conservaban el encanto de los tiempos coloniales. El olor a café tostado y pan caliente los envolvía, pero Luney apenas lo notaba.

—Es siempre igual —dijo ella, apoyando el mentón en la mano—. La veo, me besa, siento que la amo… y despierto llorando, como si algo me arrancara el alma.

Miguel se la quedó mirando con atención. Eran amigos desde hacía años, y aunque solía bromear con casi todo, sabía cuándo ponerse serio. Esta vez, su expresión era pensativa, incluso intrigada.

—¿Y cómo es ella? —preguntó—. ¿Puedes describírmela otra vez?

Luney se encogió de hombros, cerrando los ojos un instante, como para invocar su imagen.

—Tiene el cabello negro, liso, a veces recogido, a veces suelto… pero siempre brilla, como si la luz de la luna la siguiera. Su piel es clara, sus ojos azules, intensos… tristes, a veces. No habla mucho, pero cuando me mira, siento que me conoce de toda la vida. Me toma la mano con tanta seguridad que me hace sentir… ¿cómo decirlo? Como si yo fuera importante. Como si me estuviera esperando.

Miguel dejó su empanada sobre la servilleta, frunciendo el ceño.

—¿Cabello negro? ¿Ojos azules? ¿Como... Julieta?

Luney parpadeó. —¿Quién?

—Julieta, la chica nueva del instituto. ¿No la has visto? Es callada, elegante, parece salida de otra época. Siempre se sienta sola en el patio, leyendo. Te juro que tiene esa vibra… como de nobleza antigua. Además, me acuerdo que una vez en historia, la profesora dijo que su familia desciende de la nobleza francesa, que incluso tenían una princesa entre sus antepasados. Juliette de no-sé-qué, heredera de algo en 1812. Por eso la llamaron Julieta. Como homenaje.

Luney sintió que algo dentro de ella se apretaba.

—¿Juliette? ¿Dijiste Juliette?

—Ajá. Juliette de corazón de fuego o algo así. Creo que su familia aún tiene títulos, aunque ya no valgan nada aquí. ¿Por qué? —La miró de reojo, cruzando los brazos sobre la mesa—. ¿Ese nombre te suena?

Luney bajó la mirada. No, no le sonaba. No lo recordaba. Pero algo en ese nombre… le provocó un escalofrío. Como una brisa helada en la nuca. Como una campana sonando a lo lejos.

—No sé —murmuró—. Es solo que… Juliette. Es un nombre que siento que debería recordar.

Miguel sonrió apenas, divertido, pero sin burlarse.

—¿Y si tus sueños no son sueños, Luney? ¿Y si son recuerdos?

—¿Recuerdos de qué? ¿De una vida pasada? —dijo ella con una risa nerviosa.

—¿Por qué no? Tú misma dijiste que el beso se sentía real. Que dolía. Tal vez tú y Julieta están conectadas por algo más antiguo que este siglo.

Luney se quedó en silencio.

En otra ocasión, habría descartado la idea por absurda. Pero esa mañana había despertado con los labios temblando, como si acabara de besar a alguien que aún podía sentir en la piel. ¿Y si Miguel tenía razón? ¿Y si esa tristeza en el pecho no era más que el eco de una historia inconclusa?

Tal vez… solo tal vez… esa historia estaba a punto de repetirse.

~~~♤~~~

Era un jueves cualquiera, de esos en los que el cielo parecía estar entre azul y gris, y el viento revolvía las hojas secas por los pasillos del instituto. Luney caminaba distraída hacia la biblioteca, con los pensamientos aún anclados en su conversación con Miguel del día anterior. Cada vez que repetía el nombre “Juliette” en su cabeza, algo vibraba en lo más profundo de su pecho, como si alguien tocara una cuerda vieja que aún sabía resonar.

No esperaba verla. No tan pronto. No tan de frente.

Entró a la biblioteca con paso tranquilo, como siempre, buscando el rincón donde solía estudiar en silencio. Pero al girar un pasillo entre estanterías, sus pasos se detuvieron de golpe.

Allí estaba.

Sentada junto a la ventana, con un libro abierto entre las manos, una chica de cabello negro y ojos azules miraba hacia el jardín interior, ajena al mundo. La luz de la mañana caía sobre su rostro, como si la luna misma se hubiera colado en pleno día solo para iluminarla.

Luney sintió que el aire abandonaba sus pulmones.

No podía moverse.

No podía pensar.

Solo podía mirar.

La sangre le zumbaba en los oídos. Su pecho se apretaba como si alguien estuviera tocando un recuerdo oculto. Y antes de poder detenerlo, antes de comprender qué estaba pasando, sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. Calientes. Silenciosas. Desesperadas.

No entendía por qué.

Solo sabía que la conocía.

Sabía que la había amado.

Y sabía que la había perdido.

Sus labios temblaron y una lágrima se deslizó por su mejilla, luego otra, y otra más. El corazón le latía con una fuerza inexplicable, como si gritara dentro de su pecho: ¡Es ella! ¡Es ella! ¡Es ella!

Julieta, aún sentada, giró la cabeza al sentir una presencia intensa. Sus ojos se cruzaron con los de Luney… y fue como si el mundo entero desapareciera.

Se quedaron mirándose.

Largas, eternas décimas de segundo.

Y entonces, los ojos de Julieta también comenzaron a llenarse de lágrimas.

Ella tampoco sabía por qué.

No sabía quién era esa chica de cabello claro, piel pálida y expresión rota. No sabía por qué su rostro le parecía tan familiar, tan importante. No sabía por qué, al verla, su corazón se rompía en pedazos invisibles. Pero las lágrimas estaban ahí, cayendo solas, como si su cuerpo recordara algo que su mente aún no podía alcanzar.

Luney retrocedió un paso, confundida, asustada, rota.

Julieta se puso de pie, lentamente, sin despegar los ojos de ella.

No dijeron nada.

No pudieron.

Pero entre ambas se tendió un hilo invisible, antiguo, sagrado. Una fuerza suave pero intensa que las envolvió, que las sostuvo cuando parecía que el suelo se abría bajo sus pies. Era como si el tiempo se hubiera detenido para dejarles un momento de encuentro, para permitirles reconocerse. Aunque no entendieran por qué.

Luney temblaba. Le dolían los ojos, el pecho, la garganta. Y sin embargo, no podía dejar de mirar a Julieta. No podía alejarse.

Te encontré, pensó sin saber por qué.

Pero… ¿por qué me duele tanto?

Julieta apenas murmuró un “hola”, con la voz temblorosa, sin fuerza. Un saludo que parecía contener siglos de espera.

Luney no respondió. Apenas logró asentir con la cabeza, sintiendo las lágrimas correr por su cuello. Nunca en su vida había llorado así sin motivo. Nunca se había sentido tan rota y tan llena al mismo tiempo.

Y entonces, algo pequeño y milagroso ocurrió.

Julieta sonrió.

No una sonrisa cualquiera, no una que se da por cortesía. Sonrió con el corazón, con los ojos brillando de emoción y confusión. Sonrió como si una parte de ella también hubiera estado esperando ese momento. Como si algo dentro de ella dijera: Por fin.

Luney, aún sin entender, esbozó una sonrisa débil en respuesta. No necesitaba palabras. No aún.

Sabía que ese momento era solo el principio.

Que su historia no terminaba en los sueños.

Que esa conexión que ambas sentían, sin explicación, sin lógica, era real.

Era amor.

Antiguo.

Inmortal.

Y por fin… se habían reencontrado.

Luney no lo soportó.

El nudo en su pecho era tan fuerte, tan espeso, que sintió que iba a ahogarse. Los ojos llenos de lágrimas le nublaban la vista, el aire se volvía cada vez más escaso, y su corazón golpeaba como si quisiera escapar también. El encuentro con Julieta había sido tan repentino, tan brutalmente familiar, que todo su cuerpo reaccionó sin permiso.

Salió corriendo.

Dejó atrás la biblioteca, a Julieta, a los pasillos, al murmullo de los estudiantes. No escuchó su nombre, ni supo si alguien la vio. Solo corrió, sin mirar atrás, sin saber a dónde iba. Su alma temblaba.

Solo se detuvo cuando sintió la suave sombra del manzano del patio norte. Ese rincón casi olvidado donde los árboles aún conservaban algo de paz en medio del ruido del instituto. Luney se dejó caer bajo una de sus ramas, dejando que el tronco la sostuviera como si fuera lo único sólido en el mundo.

Se abrazó las piernas, apoyó la frente sobre las rodillas y lloró.

Lloró como si acabara de perder algo, o tal vez a alguien. Lloró sin saber por qué le dolía tanto. Pero era un dolor real, tangible, viejo… como si no le perteneciera solo a ella, sino a alguien más que también la habitaba por dentro.

La garganta le ardía.

No por gritar, no por llorar, sino por contener algo que no podía salir.

Palabras.

Sentimientos.

Nombres que no recordaba pero que querían brotar, romper la barrera de su olvido. Estaban ahí, atorados, empujando desde lo más hondo, como si suplicaran ser dichos en voz alta.

Pero no podía.

No entendía nada.

Solo sabía que verla —verla realmente— había sido como abrir una herida que ni siquiera sabía que tenía.

El aire estaba lleno del aroma dulce de las manzanas. Una de ellas cayó cerca, golpeando la tierra suavemente, como una señal muda. Luney levantó la mirada, con los ojos rojos e hinchados. Observó las ramas, el cielo entre las hojas, y pensó en la luna. Pensó en los sueños.

¿Por qué me duele así? ¿Quién eres? ¿Por qué siento que te he amado toda mi vida… si apenas te vi hoy?

Sintió el viento acariciarle la cara, y por un momento, creyó escuchar un susurro entre las hojas.

“Juliette…”

La garganta se le cerró aún más. Tragó con dificultad, como si el nombre mismo la cortara por dentro. ¿Por qué era tan doloroso decirlo? ¿Por qué sentía que al pronunciarlo, algo sagrado se rompería?

Se apretó los brazos, intentando calmar los escalofríos.

No podía quedarse allí mucho tiempo. Alguien podía encontrarla. Miguel, quizá. O… Julieta.

El pensamiento la estremeció de nuevo.

No sabía si estaba preparada para volver a verla.

Y sin embargo, una parte de ella lo deseaba con una fuerza que asustaba.

La parte que no entendía.

La parte que soñaba.

La parte que, en silencio, recordaba.

Luney seguía temblando bajo el árbol, con la frente aún apoyada en sus rodillas, cuando escuchó pasos suaves sobre la hierba. Al principio pensó que era el viento, pero luego percibió una presencia. Cercana. Cálida. Su corazón comenzó a latir más fuerte.

—¿Estás bien? —preguntó una voz suave, temblorosa.

Luney no levantó la cabeza. Esa voz…

Era ella.

Julieta.

Cerró los ojos con fuerza, como si así pudiera contener el huracán que se agitaba dentro de ella. Pero el sonido de esa voz era como una campana que despertaba memorias dormidas, emociones enterradas, y no pudo ignorarlo.

Julieta dio un paso más.

Y luego, sin decir nada más, se agachó a su lado… y la abrazó.

Sus brazos envolvieron a Luney con una ternura tímida, casi temerosa, pero absolutamente sincera. Luney se congeló. Su cuerpo se tensó como una cuerda a punto de romperse. Nadie la había abrazado así en años. Nadie, desde que tenía uso de razón, le había ofrecido consuelo sin saber por qué lloraba.

Y sin embargo, ella sí lo sabía.

Su piel lo sabía.

Su alma lo reconocía.

Ese abrazo no era nuevo. Era antiguo. Conocido.

Se permitió respirar hondo, solo una vez. Y en ese instante, todo se volvió más claro… y más insoportablemente confuso.

Lentamente, alzó el rostro, y sus ojos celestes se encontraron con los ojos azules de Julieta.

La conexión fue inmediata. Brutal.

Como un rayo que atraviesa el alma.

Como un espejo que por fin te muestra quién fuiste.

Julieta también la miraba fijamente. Sus labios temblaban, y sus ojos se humedecieron otra vez. No dijo nada. No podía. Pero su expresión hablaba por ella. Era como si también entendiera, como si ese momento confirmara lo que llevaba sintiendo desde que la vio por primera vez: que Luney era ella.

El silencio entre ambas estaba cargado de algo mucho más poderoso que las palabras.

Luney sintió que iba a romperse.

De nuevo.

Pero esta vez, no de tristeza.

Era un dolor distinto. El de recordar lo que una vez se tuvo… y se perdió.

El de un amor que no comprendía el tiempo ni la lógica.

Se apartó bruscamente del abrazo.

—No —susurró, dando un paso atrás—. No… no puedo.

Julieta la miró, desconcertada. No parecía dolida, solo sorprendida. Y un poco triste.

—¿Te conozco? —murmuró, apenas audible.

Luney negó con la cabeza, aunque en su interior la respuesta era otra.

Sí. Me conoces. Y yo a ti. Aunque no sepamos cómo.

Las palabras seguían atoradas en su garganta, cada una como una espina clavada. Sentía que si hablaba, se rompería en mil pedazos. Así que solo se quedó allí, mirándola, con lágrimas temblando aún en los bordes de sus ojos, y el corazón latiendo tan fuerte que le dolía.

Julieta dio un paso más hacia ella, pero Luney retrocedió.

—Lo siento —dijo con voz quebrada—. Necesito… pensar.

Y sin mirar atrás, se giró y caminó en dirección opuesta, con el corazón latiéndole en las sienes y el recuerdo de esos ojos azules persiguiéndola con cada paso.

Pero una cosa era segura:

ya no podía fingir que esa conexión no existía.

Ya no podía ignorar lo que había sentido.

Porque en el choque de sus miradas, en ese breve instante donde el tiempo pareció detenerse… algo dentro de ella despertó.

Y esa era solo la primera grieta.

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Ana Luz Guerrero
hermosa historia, hasta se erizo la piel, felicidades escritora, la reencarnación existe, bendiciones infinitas 🙏
Reyna Torres
Fascinante historia, te envuelve, te atrapa.....la amé de principio a fin

Gracias por compartir tú maravilloso don
Reyna Torres
Ésta es una de las mejores historias qué he leído, mis respetos escritora, es cautivadora
Kitty_flower: muchas gracias por su apoyo♡♡
total 1 replies
namjoon_skyi
Me engancha, sigue escrib.
Kitty_flower: gracias, eso haré
total 1 replies
eli♤♡♡
La idea es fascinante
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