En las tierras frías del Reino de Belfast, un niño fue arrancado de los brazos del amor y lanzado al abismo del desprecio. Victor, de apenas ocho años, sobrevive bajo el techo de sus propios enemigos, el Rey y la Reina que arrasaron su pasado. Lo llaman débil, lo humillan, lo marcan con su odio… sin imaginar lo que realmente duerme en su interior.
Esta no es la historia de un héroe elegido. Es la travesía de un alma quebrada que se arrastra por los escombros del trauma, el dolor y la soledad. Cada mirada de desprecio, cada palabra cruel, cada herida invisible es una chispa que alimenta una tormenta silente. Y cuando el momento llegue… ni el trono ni la sangre real podrán detener lo que ha nacido del silencio.
Un cuento oscuro donde no hay luz sin sombras, ni infancia sin cicatrices. Un viaje que transforma al niño temeroso en la incógnita más temida por todos.
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Capítulo 10 – Entre Sombras y Raíces
La noche era cerrada.
El aire, denso, como si el mismo mundo contuviera el aliento.
Y sin embargo…
alguien corría.
Los pies desnudos de un niño golpeaban el barro, las piedras, las raíces. El frío le mordía los tobillos, la lluvia empezaba a caer en gotas gordas, pesadas, como cuchillas pequeñas.
Pero él no se detenía.
Víctor huía.
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Nadie supo cómo.
Ningún guardia lo vio.
Ninguna cerradura fue forzada.
Cuando llegaron a la celda, estaba vacía. Las cadenas rotas. La puerta… abierta. No forzada. Abierta.
Como si el castillo mismo lo hubiese dejado ir.
Carlos golpeó la pared con el puño, furioso.
Vanessa se quedó en silencio, con los labios tensos y los ojos clavados en la oscuridad del pasillo.
—¿A dónde podría ir? —murmuró Mavara—. No sabe nada del mundo exterior. No tiene armas. No tiene a nadie.
Carlos escupió con desprecio.
—Entonces el bosque lo devorará.
Vanessa, sin mirar a nadie, simplemente dijo:
—O peor… lo transformará.
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Víctor corría sin rumbo.
Los árboles se volvían más altos.
El aire más húmedo.
Los sonidos más extraños.
Había salido por un pasadizo que no recordaba haber visto antes. Un túnel escondido detrás de una estatua rota. Lo cruzó sin pensar. Solo corrió. Como si algo dentro de él lo guiara.
No sabía a dónde iba.
Pero sabía que no podía volver.
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Tropezó varias veces. Cayó. Se raspó los codos, las rodillas. La sangre mezclada con tierra le pintaba el cuerpo como un animal salvaje.
El bosque lo tragaba.
Las ramas lo arañaban. Las raíces lo hacían tropezar. Los ruidos lo acechaban: aves que no conocía, chillidos que no eran humanos, susurros que no pertenecían al viento.
Pero él seguía.
Hasta que el cuerpo ya no dio más.
Y cayó de rodillas junto a un árbol seco, con la respiración quebrada, el corazón al borde del colapso.
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El silencio volvió.
Solo el golpeteo de la lluvia sobre las hojas.
Víctor se abrazó a sí mismo, temblando. No por el frío.
Sino por el miedo.
Por primera vez en años, no había barrotes. No había voces gritándole. No había cadenas.
Y eso… era aterrador.
Porque no sabía qué hacer con esa libertad.
No sabía quién era fuera del castillo.
Solo era un niño.
Un niño roto.
Solo.
Y el bosque… lo escuchaba.
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Una figura lo observaba desde la lejanía. Ojos amarillos entre los arbustos. No se acercaba. No huía. Solo lo miraba.
Y cuando Víctor cerró los ojos, vencido por el cansancio, la figura se desvaneció entre las ramas como si nunca hubiera estado allí.
Pero volvería.
El bosque nunca olvida a quienes sangran dentro de él.
Y esa noche, un niño lo había despertado.
Capítulo 10 – Entre Sombras y Raíces (Parte 2)
Los árboles se volvían más altos.
Más torcidos.
Más antiguos.
Las ramas crujían por encima como si cuchichearan entre sí sobre el extraño visitante que se atrevía a cruzar su reino.
El niño.
El fugitivo.
El indeseado.
Víctor apenas podía mantenerse en pie. Su ropa estaba hecha jirones, su piel cubierta de lodo seco y heridas abiertas. Respiraba con dificultad. Cada paso era una batalla.
Pero no podía detenerse.
Porque si se detenía, algo lo alcanzaría.
No sabía qué.
No sabía si era real.
Solo sabía que venía desde el castillo.
Desde las pesadillas.
Desde su pasado.
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El bosque no era silencio. Era un coro de susurros: ramas que crujían, hojas que murmuraban, aves nocturnas que gritaban palabras incomprensibles.
Víctor se detuvo un momento, apoyando la frente contra un árbol.
Su respiración temblaba.
—¿Dónde estoy? —susurró.
Pero el bosque no respondió.
Solo lo miró.
Desde miles de ojos invisibles.
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Horas más tarde —o quizás días, el tiempo se volvía extraño entre la niebla—, Víctor encontró una grieta en la roca. Una cueva diminuta, apenas un agujero cubierto de raíces secas. Lo suficientemente grande como para un cuerpo pequeño y frágil como el suyo.
Se arrastró dentro, temblando.
Y allí, en la oscuridad, por fin lloró.
No por dolor.
No por miedo.
Sino por todo.
Por sus padres.
Por el castillo.
Por cada palabra que no pudo gritar.
Por cada día que pasó encerrado.
Por cada noche en que soñó con escapar… sin saber a dónde.
Sus lágrimas no hacían ruido.
Solo caían.
Como lo hacía la lluvia sobre la tierra.
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Y entonces, escuchó un sonido.
Leve.
Un murmullo.
No desde fuera.
Desde dentro.
La piedra temblaba.
La tierra bajo su cuerpo… palpitaba.
Víctor se quedó inmóvil. No entendía. No podía pensar. Solo sintió algo moverse bajo la cueva, como si el suelo respirara. Como si estuviera durmiendo y acabara de notar su presencia.
El bosque no era normal.
El bosque estaba vivo.
Y ahora… sabía su nombre.
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El niño cerró los ojos.
Pero esta vez no fue por miedo.
Fue por instinto.
Y el bosque… lo dejó dormir.
Por ahora.
Capítulo 10 – La Aldea Oculta (Parte Final)
El sueño de Víctor no fue tranquilo.
Era profundo, oscuro, lleno de fragmentos rotos de su vida. Voces que se mezclaban con ecos distantes. Gritos. Llantos. Y en medio de todo, una silueta de madera y savia lo observaba.
Un árbol.
Un árbol gigante.
Más alto que cualquier torre del castillo.
Más antiguo que las piedras del reino.
Víctor lo había visto antes de cerrar los ojos, sin saber si era real o un delirio del cansancio. El árbol parecía respirar con el bosque, como si fuera su corazón, su centro, su guardián.
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Horas después, sin saber cuánto tiempo había pasado, sonidos lejanos comenzaron a filtrarse a través del sueño: pasos suaves, crujidos controlados, respiraciones contenidas. No eran humanos.
No se sentían humanos.
—Es un niño.
—¿Humano?
—Parece... dañado.
—¿Es una trampa?
Víctor no respondió. Su cuerpo seguía dormido, pero algo dentro de él escuchaba.
Una figura se acercó. Tenía orejas afiladas, ojos felinos, piel de tono gris claro. Llevaba una capa de hojas entretejidas. Otro, con alas plegadas sobre la espalda, mantenía una lanza apuntando al niño, sin bajar la guardia.
—No hay marcas de esclavitud.
—Ni collares mágicos.
—Pero está muy lastimado.
—¿Y si es uno de ellos? ¿Un cebo?
Un silencio pesado siguió esa pregunta. Entonces, una voz más profunda, más vieja, habló:
—Los suyos no lo trataron como uno de ellos. Mira sus heridas. Su carne… es odio marcado.
—¿Qué hacemos?
—Llévenlo con Dryas.
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El viaje fue breve y silencioso.
Transportaron a Víctor en una camilla de ramas vivas que se entrelazaban por sí solas. El bosque se abría ante ellos. Caminos invisibles aparecían bajo sus pies. Barrera tras barrera se desactivaba.
Finalmente, el aire cambió.
Ya no era opresivo.
Era… antiguo.
Profundo.
Sagrado.
Y entonces, lo vieron.
El Gran Árbol.
Se alzaba por encima del bosque, oculto entre capas de magia, cubierto por niebla brillante y hojas que susurraban en lenguas olvidadas. En su base, había estructuras hechas de madera viva, retorcida, hermosa, imposible. Edificios que crecían como parte del entorno. Luz azul emanaba de las raíces. Espíritus menores flotaban como luciérnagas.
Habían llegado a Seiri no mari.
La aldea oculta de la Gente Espíritu.
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Llevaron a Víctor hasta una fuente en una plaza exterior. Las aguas eran cristalinas, brillaban con un leve resplandor etéreo. Lo colocaron con cuidado. Nadie hablaba. Solo observaban.
Los curiosos se acercaban.
Bestias con forma humana. Elfos. Enanos de piel metálica. Hombres con alas, mujeres con colas de zorro, niños con cuernos. Todos lo miraban con recelo.
—Un humano… aquí.
—¿Está muerto?
—¿Es un esclavo?
—¿Por qué lo trajeron?
Los murmullos se intensificaban, hasta que una mujer de cabellos blancos como la nieve y ojos dorados alzó una mano. Todos callaron.
—Yo soy Dryas —dijo—. Y yo decidiré si este niño tiene permitido respirar en nuestra tierra.
Se arrodilló junto a él. Apoyó los dedos sobre su pecho.
Cerró los ojos.
El silencio fue absoluto.
Un leve temblor recorrió el suelo. Las hojas se movieron hacia dentro, como si se inclinaran ante ella. El agua de la fuente cambió de color, del azul al verde pálido.
Dryas abrió los ojos.
Y susurró algo que solo los ancianos escucharon.
Pero nadie sonrió.
Nadie celebró.
Dryas se puso de pie y habló con voz firme:
—No es un espía. No es un asesino. No es una amenaza… aún.
Pausó. Todos contuvieron la respiración.
—Pero este niño carga con un destino… que podría destruirnos a todos.
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Víctor, aún inconsciente, no supo que, esa noche, una aldea entera votó por su vida.
Y que por primera vez, un humano fue tolerado dentro de Seiri no mari.
Aunque el miedo… seguía en los ojos de todos.