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3.2
Edward Green llegó su a casa de madrugada. Pasó por la habitación de Carrie y negó con la cabeza, su pequeña hermana aun dormía con una luz de noche. Frunció el ceño al escuchar ruidos extraños provenientes del cuarto. Se encogió de hombros, probablemente era la misma Carrie roncando.
Se despojó de sus ropas y se dejó caer con pesadez a la cama. Conquistar mujeres era fácil, lo difícil era cumplirle a todas sus conquistas. Giró quedando boca abajo y se vio obligado a levantar el rostro al escuchar golpecitos en la pared vecina. Miró el reloj, era muy tarde para que Carrie estuviese haciendo ejercicio o martillando para insertar un clavo en la pared.
Dispuesto a investigar el origen del ruido, tomó sus pantalones y se dirigió de vuelta a la habitación de Carrie. Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Pegó su oreja a la puerta, esbozando una mueca de preocupación al escuchar leves suspiros que bien podrían confundirse con jadeos…, llegó a la conclusión de que su hermana tenía pesadillas y regresó a su pieza.
Por la mañana consolaría a la pobre.
...xxx...
Grettel suspiró exasperada haciendo tintinear una campanilla para llamar a sus sirvientes.
—¿Qué desea, señorita? —preguntó la más joven de sus empleadas.
Grettel sonrió maléficamente.
—Tráeme un exterminador de insectos.
La sirvienta corrió fuera de la habitación y regresó con una lata de aerosol que depositó de inmediato en las manos de su patrona.
—Retírate —ordenó la chica.
Jared dio un respingo cuando la puerta se cerró y se quedó a solas con Grettel amenazándolo con asesinarlo si no se marchaba de su habitación.
—Es cierto lo que te digo —repitió preocupado. Sus ropas modernas, se convirtieron en una armadura de caballero en un santiamén—, luche con valentía ante esos tiranos pero ellos me superaban en número y me atacaron por la espalda —relató clavándose una pequeña espada de goma en el pecho.
—Puedes ser producto de un pacto con el demonio —refutó ella—, o un fallido experimento genético.
Jared rodó los ojos golpeándose la frente.
—Está bien, te lo demostraré —Un pergamino apareció un su mano y la chica alzó una ceja poco impresionada—. Pero antes, debes firmarme este contrato de confidencialidad. En el caso que violes nuestro convenio revelando la existencia de lo que te mostraré, deberás casarte de inmediato conmigo.
Grettel le arrebató el papel, y lo inspeccionó con una lupa.
—No tengo que firmarlo con sangre, ¿verdad?
—¿Quién crees que soy? —espetó Jared—. ¿El prohibido?
Grettel sonrió firmando el microcontrato, se le devolvió al bicho con alas, y éste lo desapareció por arte de magia.
—Cierra los ojos —indicó chasqueando sus dedos. Grettel obedeció sintiendo cierta sensación de vértigo. Quizá había sido un error firmarle el contrato a esa cosa que decía llamarse Jared, pero la curiosidad le ganó a la voluntad.
Jared flotó rodeando a Grettel, nunca había estado con una mujer en su verdadero hogar, ni siquiera Aidan conocía su lugar de procedencia, pero todo sacrificio sería en pro de su futuro.
—Ábrelos —ordenó el descansando sobre el hombro de la chica.
Ella soltó una exclamación cubriéndose la boca con su mano. ¡Ya no estaba en su habitación, ahora estaba en una especie de pueblo medieval! Muy pintoresco, por cierto.
—Mira —dijo Jared señalando un edificio blanco parecido a un castillo—, ese será el primer lugar que visitaremos.
Grettel asintió con la cabeza encantada, olvidándose de que únicamente vestía un fino camisón de seda. No había nadie en las calles a esa hora, sin embargo también era extraño que un establecimiento estuviese abierto.
—Estamos en el reino encantado —explicó Jared. Su voz chillona hacia un gracioso eco en el interior del castillo—, y este es nuestro museo.
Grettel se dejó encantar por los relucientes pisos de cerámica. «Vaya, para ser un pueblo atrapado en el medioevo, no son tan anticuados,» pensó admirando las elegantes lámparas metálicas que alumbraban cada una de las reliquias finamente resguardadas por una vitrina de cristal sobre un pedestal blanco.
—Aquí conservamos la evidencia de que todos los cuentos de hadas son reales —Jared decía volando alrededor de los pedestales—. Por ejemplo, aquí tenemos la rueca con la que se pinchó la bella durmiente.
Grettel gritó eufórica corriendo al lado del artilugio para admirarlo de cerca.
—Y esta, es la calabaza que sirvió de carruaje a cenicienta —Jared señaló una calabaza que aparentemente estaba conectada a una burbuja especial que la mantenía fresca e hidratada para su conservación.
La mirada de Grettel se desvió a unos esqueletos de algún animal y esbozó una mueca de desagrado.
—¿Qué es esto?
Jared rió divertido.
—Son los ratones que se convirtieron en caballos —se encogió de hombros—, murieron y sólo pudimos conservar eso.
Grettel sacudió su cabeza, reprendiendo el asco que los huesitos de ratón le produjeron y atisbó en una esquina la manzana que la malvada reina envenenó para eliminar a blanca nieves.
Llegaron al final del recorrido, pasando por un par de estatuillas de cera que probablemente inmortalizaban a los soberanos de ese reino. Grettel se detuvo ante ellas, parecían tan reales.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó señalando las figuras.
Los ojos de Jared se abrieron desmesuradamente y tragó en seco agitando sus pequeñas alitas para dirigirse a ese lugar.
—Son… —murmuró pinchando la mejilla de la mujer con su mano—, mamá y papá.
—¡Jared Lee! —gritó la estatuilla de la reina. Grettel admiró con asombro cómo la estatuilla del rey se cruzaba de brazos, mirando con el ceño fruncido a Jared.
—Wow, pueden hablar…
—No, Grettel —Jared susurró preocupado—. Ellos son reales.