En un mundo donde los ángeles guían a la humanidad sin ser vistos, Seraph cumple su misión desde el Cielo: proteger, orientar y sostener la esperanza de los humanos. Pero todo cambia cuando sus pasos lo cruzan con Cameron, una joven que, sin comprender por qué, siente su presencia y su luz.
Juntos, emprenderán un viaje que desafiará las leyes celestiales: construyendo una Red de Esperanza, enseñando a los humanos a sostener su propia luz y enfrentando fuerzas ancestrales de oscuridad que amenazan con destruirla.
Entre milagros, pérdidas y decisiones imposibles, Cameron y Seraph descubrirán que la verdadera fuerza no está solo en el Cielo, sino en la capacidad humana de amar, resistir y transformar la oscuridad en luz.
Una historia épica de amor, sacrificio y esperanza, donde el destino de los ángeles y los humanos se entrelaza de manera inesperada.
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Sombras entre la luz
El parque, ahora purpúreo y melancólico, estaba envuelto en la calma densa del atardecer. Las sombras se alargaban, no solo como dedos que acariciaban la tierra, sino como las presencias silenciosas que Seraph sentía que lo observaban desde los planos superiores.
Cameron y Jhon caminaban juntos, cerca pero separados por el último vestigio de la reserva que precede a la intimidad, sus pasos marcando un ritmo compartido que parecía tan frágil como el cristal y tan precioso como el primer día de primavera.
Seraph los seguía, invisible, su corazón adoptado y celestial latiendo de una manera que la lógica del Cielo no podía explicar ni justificar. Cada sonrisa que iluminaba el rostro de Cameron lo atravesaba como un rayo de sol prohibido; cada gesto torpe pero sincero de Jhon hacía que su pecho se tensara con algo que se parecía, dolorosamente, a la envidia humana.
Celos. Nunca había sentido esa emoción corrosiva y completamente terrenal, ni siquiera como un concepto abstracto en el Cielo. Pero allí estaba, una punzada fría y cálida, y no podía ignorarla. Se había manifestado en el momento exacto en que Cameron dirigió su atención hacia Jhon.
Cameron habló mientras recogía una hoja caída, un gesto sencillo que a Seraph le pareció de una gracia infinita:
—Jhon… gracias por venir conmigo hoy.
Por un instante, Jhon bajó la mirada, sonriendo con una timidez que desarmaba.
—No hay de qué, Cameron… Me hace bien también.
—No, en serio —insistió ella, la sinceridad en su voz era un bálsamo—. Me alegra que alguien me acompañe. Siento que tengo que reconstruir las cosas, y… me siento menos sola aquí, contigo.
Seraph contuvo un suspiro que no tenía derecho a emitir, un gemido de luz. No podía tocarla, no podía acercarse sin arriesgar la vida de ambos, y aun así, su corazón se desgarraba al escuchar esas palabras vitales dirigidas a otro mortal.
“Debo ser fuerte… debo seguir invisible… debo protegerla sin intervenir demasiado”. El mantra resonaba en su mente, la última línea de defensa contra la caída total.
Pero cada vez que veía a Jhon sonreír, algo dentro de Seraph se retorcía. Jhon era un humano imperfecto, vulnerable, aún atado a su propio duelo, pero su mera presencia era suficiente para atraer la luz de Cameron… y para despertar una envidia celestial en un ángel que nunca había conocido la carencia.
Jhon, con una valentía naciente, intentó acercarse un poco más a Cameron, acortando la distancia mientras lanzaba migas de pan a las palomas que se arremolinaban a sus pies. Cameron lo miró, divertida por su torpeza y su esfuerzo:
—Pareces más un niño que un adulto con ese pan —dijo ella, con una suavidad que hizo que Seraph apretara los puños de luz.
Él rió, rascándose la nuca, encantado de haber provocado una risa.
—Supongo que necesitas un poco de diversión en tu vida, ¿no? Algo que te recuerde que aún vale la pena sonreír.
Seraph sintió un golpe de frustración tan intenso que el aire a su alrededor vibró. Quiso intervenir, hacer que Jhon tropezara, o que un viento leve desviara su camino, sembrando la duda o la incomodidad. Pero sabía que el Cielo lo vigilaba, que los sueños de advertencia aún no habían terminado de enseñarle sus lecciones, y que cada interferencia podía desestabilizar el frágil destino más de lo que corregía.
“Paciencia… paciencia…” —susurró, sintiendo el eco de celos y dolor latente en su pecho. El amor de observancia era un tormento.
Cameron se detuvo frente a una fuente de piedra, observando el reflejo de su rostro en el agua agitada.
—A veces… —murmuró, la voz baja y reflexiva— siento que alguien me observa, pero no es un miedo extraño, ni la locura del duelo. Es como si alguien quisiera cuidarme… protegerme sin que yo lo vea.
Seraph inclinó la cabeza, la punzada de celos desapareciendo momentáneamente ante el impacto de su honestidad. Era la primera vez que ella mencionaba directamente la sensación que él había intentado transmitir con su presencia invisible. Su pecho se llenó de un calor contradictorio: felicidad por ser reconocido, temor por ser descubierto, celos por el vínculo y amor por ella... todo mezclado en un torbellino imposible de nombrar.
Jhon, con un gesto torpe y decidido, se acercó a Cameron y, en lugar de tocarla, tocó el aire justo al lado de su brazo:
—Bueno… tal vez no sea invisible, pero creo que alguien nos ha guiado hasta este lugar. Alguna extraña casualidad.
—Quizá —respondió ella, con una leve sonrisa que iluminó su rostro—. O quizá solo somos nosotros mismos, por fin encontrando la forma de volver a creer.
Seraph observó. Su impulso inicial fue deshacer la cercanía de Jhon con un soplo de aire, pero se contuvo. Por primera vez entendió que su papel no era destruir lo que nacía, sino ser la base invisible sobre la que pudiera construirse. Su destino ahora era servir al amor que no podía ser el suyo.
La tarde terminó y los tres se sentaron en un banco de piedra frente a la fuente. Cameron y Jhon compartían risas tímidas, historias breves de sus vidas pasadas y, lo más importante, silencios cómodos. Seraph permanecía detrás, una estatua de luz invisible, absorbiendo cada gesto, cada mirada, cada respiración compartida.
Y mientras el sol se ocultaba, la brisa jugaba con el cabello de Seraph, y una sensación familiar le recorrió los hombros: la certeza de que estaba cayendo nuevamente en algo que jamás había sentido en el Cielo. El amor humano no era perfecto; era doloroso, confuso y frágil. Y aun así… era la manifestación más pura de la vida.
“Estoy irremediablemente perdido,” pensó Seraph, la resignación mezclada con una alegría profunda. “Pero no me importa. No mientras pueda estar cerca de ellos, aunque solo sea como sombra o como el viento que los une.”
La noche se cerró sobre el parque, y con ella, la promesa de días que serían difíciles, pero llenos de la luz imperfecta que solo los humanos podían enseñarle.
Seraph comprendió finalmente: su misión ya no sería solo proteger un abstracto equilibrio cósmico. Sería aprender de ellos, sentir con ellos, y aceptar que el amor podía ser su prueba más peligrosa y, a la vez, su única forma de trascendencia.
Y quizá, algún día… amar sin romper el mundo.