Tras una noche en la que Elisabeth se dejó llevar por la pasión de un momento, rindiendose ante la calidez que ahogaba su soledad, nunca imaginó las consecuencia de ello. Tiempo después de que aquel despiadado hombre la hubiera abrazado con tanta pasión para luego irse, Elisabeth se enteró que estaba embarazada.
Pero Elisabeth no se puso mal por ello, al contrario sintió que al fin no estaría completamente sola, y aunque fuera difícil haría lo mejor para criar a su hijo de la mejor manera.
¡No intentes negar que no es mi hijo porque ese niño luce exactamente igual a mi! Ustedes vendrán conmigo, quieras o no Elisabeth.
Elisabeth estaba perpleja, no tenía idea que él hombre con el que se había involucrado era aquel que llamaban "el loco villano de Prusia y Babaria".
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Capitulo 9
La madrugada apenas despuntaba entre los árboles cuando Dietrich despertó, con el cuerpo de Elisabeth aún entre sus brazos. La luz tenue del alba se filtraba por las rendijas de la cabaña, iluminando las marcas que sus manos, sus dientes y su deseo habían dejado en aquella piel de porcelana. Moretones en forma de dedos alrededor de sus caderas, rojos mordiscos en la curva de su cuello, rastros de pasión violenta que lo llenaban de orgullo.
Ella dormía profundamente, agotada. Era comprensible, había sido su primera vez, y él no había sido precisamente gentil. Aun así, el simple contacto de su cuerpo desnudo contra el suyo lo hacía enloquecer. La calidez de su piel, la suavidad de sus curvas, la forma en que respiraba entre sus brazos como si allí perteneciera… Todo en ella lo tentaba a despertarla, a volver a hundirse en su interior y reclamarla como suya una vez más.
Pero no lo haría.
Con un gesto casi protector, la rodeó con más fuerza, como si temiera que, al soltarla, se esfumara entre sus brazos.
—Es momento de irme, Elisabeth —susurró contra su cuello, sabiendo que no lo escucharía.
Ella se removió levemente, un quejido ahogado escapando de sus labios entreabiertos, pero no despertó. Dietrich aprovechó para trazar un camino de besos desde su mejilla hasta la clavícula, inhalando profundamente su aroma. Cerró los ojos, memorizando esa esencia. Un gesto demasiado tierno para un hombre como él, pero era algo de lo que ni siquiera él era consiente.
Cuando los abrió, su mirada se posó de nuevo en su rostro.
La duda lo asaltó por un instante, inusual en él. Pero la realidad era más fuerte. Con un último beso en sus labios, suaves murmuró:
—Pronto...
Se levantó con la agilidad como si la herida en su abdomen fuera un viejo recuerdo, vistiéndose en silencio mientras la luz del amanecer doraba su espalda desnuda. Antes de irse, se detuvo en el umbral, volviéndose para mirarla una última vez. Elisabeth seguía dormida, inocente en su desnudez, ajena a su partida.
Al abrir la puerta, los ojos amarillos de la bestia lo esperaban. El perro lobo enseñó los colmillos, gruñendo con ferocidad.
Dietrich no se inmutó.
—Haz bien tu trabajo —le dijo, sosteniendo su mirada con un desafío silencioso.
El animal no avanzó, pero tampoco retrocedió. Era una tregua tensa, un entendimiento entre rivales.
Sin añadir nada más, Dietrich se adentró en el bosque, perdiéndose entre la niebla matutina mientras el primer canto de los pájaros anunciaba un nuevo día.
El sol ya alto en el cielo filtraba su luz dorada a través de las cortinas cuando los ladridos insistentes de Falko arrancaron a Elisabeth del sueño. Entreabrió los ojos, pesados aún por el cansancio, y tardó varios segundos en orientarse.
El dolor fue lo primero que notó.
Un molesto ardor en la entrepierna, la rigidez en sus músculos, y esa sensación pegajosa entre sus muslos que la hizo sonrojarse al instante. Los recuerdos de la noche anterior la golpearon con la fuerza de una ola—los labios de Dietrich, sus manos ásperas recorriendo su cuerpo, la forma en que la había poseído con una ferocidad que la dejó sin aliento.
Giró hacia el lado con un movimiento brusco, esperando encontrar su figura imponente junto a ella.
Pero la cama estaba vacía.
Su mano temblorosa tocó las sábanas donde él había dormido. Frías.
—Se… fue —murmuró, como si necesitara decirlo en voz alta para creerlo.
Elisabeth se incorporó con dificultad, recorriendo la habitación con la mirada. No había rastro de él, ni su chaqueta, ni sus botas, ni ese aroma a bosque y tabaco que parecía impregnarse en todo lo que tocaba. Solo quedaba el desorden de las mantas revueltas y el silencio, demasiado pesado para soportarlo.
Un nudo se formó en su estómago, tan apretado que le costaba respirar. Agarró las sábanas con fuerza, como si pudieran protegerla de esa sensación que la invadía.
—¿Qué esperaba de un hombre como él? —se preguntó en voz baja, clavándose las uñas en las palmas—. Arrogante. Grosero. Despiadado. Ingrato...
Era lo lógico. Lo que debía haber pasado. Lo que ella esperaba que pasará.
Aunque ese contacto tan íntimo no había pasado ni una sola vez por su cabeza, la partida de Dietrich sí. Elisabeth estuvo esperando ansiosamente que se recuperará y se fuera, así su vida retornaría a la normalidad. Entonces, ¿por qué le ardían los ojos?
La primera lágrima cayó antes de que pudiera detenerla. Luego otra. Y otra.
—¿Por qué… estoy llorando? —susurró, tocándose la mejilla húmeda con dedos que no podían dejar de temblar.
Falko empujó la puerta con el hocico, entrando con orejas gachas y esos ojos dorados que siempre parecían entender demasiado. Elisabeth no quiso mirarlo—no podía soportar que nadie, ni siquiera él, la viera así. Pero el perro lobo no se dio por vencido. Se acercó, lloriqueando suavemente, empujando su cabeza contra su brazo en un intento por consolarla.
—Está bien, Falko… —mintió, pero su voz se quebró.
El animal insistió, buscando su mirada, hasta que Elisabeth no pudo evitarlo. Bajó la vista y se encontró con esos ojos leales, llenos de una comprensión que ningún humano podría ofrecerle.
Algo se quebró dentro de ella.
—Gracias… por estar conmigo —logró decir entre lágrimas, enterrando los dedos en el pelaje grueso de Falko mientras el animal apoyaba su cabeza en su regazo, como si quisiera absorber todo su dolor.
La nieve crujía bajo las botas de Dietrich mientras avanzaba por el bosque, siguiendo a duras penas el sendero que creía haber tomado días atrás en su camino hacia la cabaña de Elisabeth. El aliento le salía en blancas nubes, y el frío le mordía la piel a través del saco, pero no disminuía su paso. Necesitaba regresar de inmediato, estuvo ausente más tiempo del estipulado originalmente.
Fue entonces cuando divisó a un leñador, sudoroso a pesar del gélido clima, cargando troncos sobre un caballo castaño de patas robustas. Dietrich se acercó.
—Vendeme el caballo —anunció, sin preámbulos.
El hombre, de barba hirsuta y manos callosas, lo miró con desconfianza.
—Esta bestia es como mi brazo derecho, señor. No está en venta.
Dietrich no se inmutó. Con gesto preciso, arrancó tres botones de oro puro de su saco y los dejó caer en la palma rugosa del leñador.
—Con esto compras diez caballos —dijo, clavando sus ojos fríos en los del hombre—. Y te sobran monedas para pasar el invierno.
El leñador tragó saliva, pasando los botones entre sus dedos como si temiera que fueran un espejismo. El oro brillaba incluso bajo la luz mortecina del bosque invernal.
—P-puede llevárselo —cedió al fin, apartando la mirada bajo la intensidad de aquel extraño.
Dietrich no perdió tiempo. Montó con la agilidad de quien ha nacido sobre una silla de montar y, sin una palabra de agradecimiento, picó espuelas. El caballo partió al trote, luego al galope, alejándose entre los árboles mientras el leñador se quedaba mirando, preguntándose qué clase de demonio acababa de cruzar su camino.
No hubo descanso en la cabalgata. Dietrich empujó al animal hasta que el sol se hundió tras las montañas y las primeras estrellas titilaron sobre el cielo violáceo. Fue entonces cuando divisó los altos muros de piedra negra, las antorchas parpadeantes y el estandarte con el lobo rampante: había llegado a los dominios del Graf Carl Falkenrath.
Los altos portones de hierro de la mansión Falkenrath se alzaban como guardianes sombríos contra el cielo crepuscular cuando Dietrich se detuvo frente a ellos. Los guardias, enfundados en sus capas con el emblema de un cuervo, palidecieron al reconocerlo. Sus manos temblaron sobre las lanzas, y el más joven de ellos dejó escapar un jadeo ahogado, como si estuviera viendo un espectro.
—¿Abren las malditas puertas o qué? —la voz de Dietrich cortó el aire helado, cargada de esa peligrosa calma que precedía a la tormenta.
El chirrido de los goznes retumbó casi de inmediato. Los hombres se apartaron como si el simple contacto con su mirada pudiera quemarlos.
Mientras tanto, en el gran salón de la mansión, el fuego crepitaba en la chimenea monumental, iluminando escenas de júbilo decadente. El Graf Falkenrath, más ebrio y jovial de lo habitual, alzaba su copa de cristal tallado mientras sus invitados —señores menores y cazadores de renombre— exhibían trofeos de sus últimas cacerías, esa cacería en la que atacaron a Dietrich. Pieles de lobo, garras de oso y astas de ciervo se acumulaban sobre la mesa de roble, manchadas aún con rastros de sangre seca.
—¡Esta bestia medía tres metros de la cabeza a la cola! —jactaba sir Rolf Breener, desenrollando una piel de oso cavernario con gesto triunfal.
Sir Gregor Hass, a su lado, soltó una carcajada mientras servía otro trago. El aire olía a humo, alcohol y la dulzacre fetidez de los trofeos animales.
Hasta que el estruendo resonó.
Las puertas del salón se abrieron de golpe, haciendo temblar las copas sobre la mesa. Un silencio repentino ahogó las risas. Todos los ojos se volvieron hacia la entrada, donde una figura conocida se recortaba contra la luz de las antorchas.
Dietrich von Adlerstein.
Sus ojos azules, fríos como el hielo de un lago invernal, recorrieron cada rostro con lentitud calculada. Cuando habló, su voz sonó tan peligrosa como su mirada.
—Parece que llegué justo a tiempo para la celebración.
Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios mientras su mirada se clavaba, con particular intensidad, en Rolf Breener y Gregor Hass. Los dos hombres palidecieron visiblemente, y Rolf dejó caer la piel de oso que acababa de enorgullecerse de mostrar.
Y q bueno q ella se consoló con el papá de su bb...
ya lo habían comentado que era probable que ese maldito doctor le había hecho algo pero esto fue intenso
MALDITOOOOO/Panic/