El destino de los Ling vuelve a ponerse a prueba.
Mientras Lina y Luzbel aprenden a sostener su amor en la vida de casados, surge una nueva historia que arde con intensidad: la de Daniela Ling y Alexander Meg.
Lo que comenzó como una amistad se transforma en un amor prohibido, lleno de pasión y decisiones difíciles. Pero en medio de ese fuego, una traición inesperada amenaza con convertirlo todo en cenizas.
Entre muertes, secretos y la llegada de nuevos personajes, Daniela deberá enfrentar el dolor más profundo y descubrir si el amor puede sobrevivir incluso a la tormenta más feroz.
Fuego en la Tormenta es una novela de acción, romance y segundas oportunidades, donde cada página te llevará al límite de la emoción.
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Heridas del Dragón
Capítulo 6: Heridas del Dragón
(Desde la perspectiva de Alexander Meg)
El silencio en la Boca del Dragón tenía peso.
No era el silencio amable del que protege secretos por pudor; era un silencio que apretaba el pecho, que hacía eco en los huesos y que te decía, sin palabras, que la violencia no había terminado, solo había cambiado de frecuencia.
Estaba solo en la sala de control, con la luz fría de los monitores clavada en la cara.
Las cámaras parpadeaban en negro y verde, las rutas de distribución se desplazaban como venas brillantes en los mapas, y en algún lugar debajo de nosotros, los paquetes seguían rodando.
Todo funcionaba, lo que era, en sí mismo, un pequeño milagro para el infierno en el que vivíamos.
Acomodé la camisa negra contra mi torso y repasé los informes como si fueran talismanes: entregas, horarios, datos de escoltas.
Todo parecía en orden.
Lo decían los números.
Lo decía la calma digital.
Pero yo no estaba en orden.
Ni en paz.
No dormía bien.
Las horas se me quebraban en el pecho; comía sin ganas; mis manos llevaban la costumbre del acero y del peso.
Y, por encima de todo, había un nombre que no me dejaba respirar: Daniela.
Pensar en ella era como apoyarse en un vidrio caliente: sabías que te quemarías, pero la tentación de tocarlo seguía ahí.
La borrosa memoria del beso, la forma en que sus ojos me miraron antes de irse, la acusación muda cuando aquel maldito teléfono estalló con la voz de otra: me devolvía la culpa en distintas monedas cada noche.
Esa tarde no era para mis dolores.
Esa tarde era para venganza.
La puerta de acero crujió.
El sonido se arrastró por el pasillo como una sentencia: alguien venía. Y luego apareció Luzbel —vestido de negro, de pies a cabeza— como si el infierno mismo hubiese decidido tomarse un descanso y mandar a su emisario.
Traía la calma de la tormenta: mirada afilada, pasos cortos, una violencia que no tenía que gritar para hacerse notar.
—¿Está lista? —preguntó con voz firme, exacta, sin resquicios.
Asentí y le pasé la llave digital.
Caminé a su lado por el corredor subterráneo, y el silencio parecía jalar los sonidos hacia adentro de sus propias entrañas.
Le di la información necesaria con la frialdad con la que se dan los partes de guerra: “Cámara 9. Profunda. Sin ventanas. Sin comunicación.”
No dijo nada.
Su mandíbula se tensó como si quisiera contener algo que no podía vomitar en palabras.
Me miró por un rato y, sin anuncio, abrió la puerta.
—No iré contigo —dije en voz baja, sin querer sonar cobarde, solo humano—. Ya vi demasiada muerte.
No esperé su respuesta.
Vi cómo se internaba.
La puerta se cerró detrás de él con un golpe seco.
La cerradura chirrió y el silencio volvió, violento, porque aquel lugar no conocía silencios amables.
Minutos después llegaron los gritos.
Eran tan agudos que el metal de mi pecho pareció resonar.
Gritos que no eran de rabia ni de resistencia: eran lamentos de algo que pedía no ser arrancado, que suplicaba por un mundo que ya no existía para quien lo pronunciaba.
Me apoyé contra la pared; las baldosas frías me devolvieron la realidad.
Cerré los ojos tratando de contener el sonido, como si pudiera meterlo en una caja y sellarla.
Por la ranura de la puerta del control vi pasar a dos guardias: pálidos, con el uniforme manchado, la mirada hueca.
Uno vomitó contra la pared.
El otro no pudo decir palabra.
No fue necesario preguntar.
Cuando Luzbel te rompía… no dejaba sobrevivientes del espíritu.
Dejaba cuerpos para que los buitres les midieran el precio.
La espera fue infinita.
El reloj digital marcaba minutos que eran trozos de una eternidad estrecha.
Cuando la puerta se abrió, la imagen que salió encajó con la posibilidad de cualquier monstruo que hubiera imaginado: Luzbel, cubierto de sangre, la camisa pringada y la boca con gesto reposado.
Parecía… aliviado.
Como quien ha liberado a algo extremadamente pesado.
Su respiración era pausada, casi doméstica, y sus manos tenían cortes que dejaban ver la dureza de la pelea.
Sus ojos, sin embargo, estaban fríos.
Tan fríos que pensé por un segundo que la muerte misma se había colado a mirarlo a los ojos.
—¿Está viva? —pregunté, porque el instinto manda más que la voluntad a veces.
—Por ahora —respondió, limpiándose las manos con una toalla. —Pero ya no es Sofía. Lo que queda… no tiene nombre.
Se me hizo un nudo en la garganta que no pude tragar.
Vi mi reflejo en los cristales sucios: un hombre con máscara.
Con un casco de cuero por fuera de la cara.
No quería saber más, pero las piezas se juntaban como un rompecabezas vomitado: alguien había pagado por mentiras, y Luzbel había cobrado esa deuda con intereses.
Luzbel se dejó caer en el sofá, haciendo un gesto para que me sentara a su lado.
Lo hice.
Porque si una cosa aprendí en esta vida, es que los silencios de los poderosos no son neutros: son órdenes.
—¿Y ahora qué? —pregunté, porque la pregunta no quería quedarse quieta.
El hombre que yo conocía —mi hermano en armas y pecado— respiró hondo.
Sus dedos se retorcían sobre la toalla, limpiando un trozo de sangre que parecía respirar todavía.
Cuando habló, su voz cambió: había algo de ternura escondida en la dureza, como si la bestia todavía tuviera punzadas de humanidad.
—Ahora descanso —dijo. —Ahora me enfoco en Lina. En Belian. En mi familia.
Y después, de pronto, el rostro de Luzbel se iluminó con una especie de luz infantil.
Me miró con esa mezcla de orgullo y locura que pocas veces mostraba:
—¿Cómo están ellos? —pregunté, sin poder evitarlo.
—Lina está hermosa. Más que nunca. Y Belian… joder, Alex, ese niño me hace pensar que puedo ser bueno. A veces me sorprendo cantándole canciones estúpidas —soltó una risa—. Imagínate a mí, cantando.
La risa era sincera.
Natural.
Y por un instante casi me olvido de la sangre húmeda en su camisa.
Porque ese hombre también tenía otra cara: la del padre, la del hombre que quiere redención aunque sea con las manos manchadas.
Me costó admitirlo, pero verlo así me dolió y me dio esperanza al mismo tiempo.
—¿Y tú? ¿Qué pasó con Daniela? —preguntó, directo, sin la sutileza de los cobardes.
Mi mirada se clavó en el suelo.
No quise decir lo que me quemaba.
Mentir era una costumbre que a veces salvaba.
Contar la verdad me habría convertido en un condenado aún más visible.
—Nada. Todo. No lo sé —musité con honestidad en la mezcolanza interna.
Luzbel me miró con paciencia de quien no espera excusas.
Luego, cruzándose de brazos, lanzó la pregunta que siempre sabe escarbar donde duele:
—¿Te acostaste con otra?
Asentí.
En ese instante sentí la futilidad de negar lo obvio: no porque fuera importante, sino porque cada acto mío era una grieta más en la muralla que me separaba de lo que quería.
—¿Te arrepientes? —preguntó, sin filtro.
—Mucho —contesté con la voz quebrada.
Se acomodó en el sillón como si estuviéramos en una conversación banal, no en una trama de vida y muerte:
—¿Entonces por qué lo hiciste?
—Porque Daniela es una mujer increíble —dije, porque era verdad en su forma más cruda—. Y yo soy un problema con piernas. Ella merece algo limpio, no a alguien que guarda cadáveres bajo la alfombra. Ella es… luz. Yo… tú sabes quién soy.
Luzbel sonrió, y esa sonrisa era a la vez socarrona y sabia.
—Un imbécil con miedo —dijo.
—Gracias por la motivación, hermano —respondí con ironía, porque era la única arma que me quedaba.
Se rió.
Una risa sin máscaras.
Fue un momento raro: dos hombres que se han visto matar, reír, perder.
Y en medio, la posibilidad de cambiar algo, aunque fuera lo mínimo.
—Mira, Alex —dijo—. Yo fui el mismo imbécil que tú. Fui cobarde, la alejé, la herí. ¿Sabes qué me hizo volver a la realidad? El miedo a perderla para siempre. A ver cómo otra persona criaría a mi hijo. A que mi lugar lo tomara otro. Me dio rabia, celos, desesperación… y entonces me moví.
La crudeza de sus palabras me golpeó.
Sus acciones no eran poesía; eran eficacia. Y la eficacia, en ese mundo, era la forma más brutal de amor.
—¿Y si la alejo más? —pregunté, casi sin atreverme a hacerlo.
—Entonces insistes —respondió—. Como hiciste cuando querías ascender. ¿O ya se te olvidó que dormías en el sótano de las armas solo por demostrar que podías?
Negué con una pequeña sonrisa, la memoria de noches duras y decisiones sin retorno.
Luzbel chasqueó los dedos, como si le hubiera venido una idea.
—¡Ya está! Voy a empezar a darte consejos de amor. Seré tu cupido mafioso.
Una carcajada se me escapó.
Dios nos libre, pensé, pero la verdad es que lo necesitaba.
Sus consejos juraban ser la combinación de pragmatismo y violencia que se requiere para sobrevivir en ese mundo.
—Por cierto —añadió en tono burlón—. Deberías apurarte. Lina ya me dio el “sí”, tengo hijo, mansión y hasta perro. ¿Y tú qué? ¿Soltero, sin perro y follando con estudiantes de psicología que deberían dedicarse a otra cosa?
—No tengo ni una planta —respondí rodando los ojos.
—¡Eso! Un desmadre. ¡Haz algo, hombre!
Se echó a reír, como si nada hubiera pasado hace cuarenta minutos.
Y yo me quedé ahí, mirando la posición de sus manos, pensando en lo retorcida de nuestra vida: matar por la familia, construir castillos para esconder el barro.
—¿Qué harás con Sofía? —pregunté porque la pregunta me carcomía.
Luzbel suspiró. —Nada más por ahora. La dejaré ahí. Que se pudra con sus mentiras. No quiero que Lina se entere… porque si lo hace, podría perderla. Y eso no me lo perdonaría jamás.
Asentí, entendiendo la lógica perversa: ocultar la violencia para proteger la paz de los suyos.
En su cabeza, esa era la redención; en la mía, la condena.
Pero la lealtad nos había enseñado a aceptar gestos contradictorios.
Entonces sacó su celular y escribió algo rápido.
— ¿A quién le escribes?
—A mi mujer —dijo—. Tiene que saber que me quedaré más tiempo de lo previsto. —Miró la pantalla—. Tenemos mucho trabajo todavía.
Me quedé en silencio unos segundos, y por primera vez en mucho tiempo sentí algo parecido a esperanza.
Porque si Luzbel, con todo lo que era, podía intentar cambiar por el amor a su familia… tal vez había un rincón de salvación incluso para alguien como yo.
Pero la esperanza es un insecto frágil en noches largas.
Me levanté.
Caminé hacia la ventana que daba al subterráneo; las luces rojas de las alarmas parpadeaban como ojos cansados.
Pensé en Daniela, en su risa, en sus manos pequeñas, en lo indecente que era admitir que mi mundo se había vuelto pequeño por su ausencia.
Y en la garganta, como un nudo viejo, sentí el peso de una decisión: si quería recuperar algo, tendría que intentar algo que nunca antes me había atrevido.
No era una apuesta menor.
Podría costarme más de lo que estaba dispuesto a perder.
Pero ya no quería vivir con la sensación de haber mirado y perdido para siempre.
Salí del despacho con pasos medidos, con la sensación de que algo comenzaba a moverse dentro de la maquinaria.
La ciudad afuera no sabía nada.
Sus luces corrían, ajenas.
Pero en mi interior algo había cambiado: la venganza ya no era suficiente; quería reparación.
Y por primera vez, esa palabra sonó más peligrosa que cualquier arma.
Mientras volvía por el pasillo, una parte de mí escuchó lo que nadie debe oír: el silencio de Rita, la ausencia que pendía en el aire.
No tenía pruebas, solo un mal presentimiento.
Pero en la boca del dragón, las sensaciones eran a menudo certezas disfrazadas.
Guardé ese pensamiento en un lugar frío: primero, arreglar lo que pudiera con Luzbel; luego, seguir el rastro de lo que se había perdido.
Porque en ese mundo, las cartas se juegan rápidas.
Y yo ya estaba listo para volver a mirar, aunque el precio de mirar fuera más alto de lo que había pagado hasta ahora.