En un pintoresco pueblo, Victoria Torres, una joven de dieciséis años, se enfrenta a los retos de la vida con sueños e ilusiones. Su mundo cambia drásticamente cuando se enamora de Martín Sierra, el chico más popular de la escuela. Sin embargo, su relación, marcada por el secreto y la rebeldía, culmina en un giro inesperado: un embarazo no planeado. La desilusión y el rechazo de Martín, junto con la furia de su estricto padre, empujan a Victoria a un viaje lleno de sacrificios y desafíos. A pesar de su juventud, toma la valiente decisión de criar a sus tres hijos, luchando por un futuro mejor. Esta es la historia de una madre que, a través del dolor y la adversidad, descubre su fortaleza interior y el verdadero significado del amor y la familia.
Mientras Victoria lucha por sacar adelante a sus trillizos, en la capital un hombre sufre un divorcio por no poder tener hijos. es estéril.
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Capítulo 9.
EN OTRA PARTE DE LA CAPITAL...
La ciudad ya había despertado. El tráfico rugía bajo los ventanales del lujoso apartamento de Mathias Aguilar, pero en su interior todo permanecía en un silencio tenso, como si el aire mismo supiera que algo estaba a punto de romperse.
Mathias sostenía una taza de café que ya se había enfriado. De pie, junto a la isla de la cocina, miraba fijamente el sobre blanco que había sobre la mesa. El mismo de siempre. Con el mismo resultado.
Negativo.
—Otra vez no… —murmuró en voz baja, más para sí mismo que para alguien más.
Karla, su esposa, apareció en bata de seda y el rostro cansado. Tenía los ojos apagados y los labios apretados. Al verlo con el sobre en la mano, soltó un suspiro.
—No hace falta que lo digas —dijo sin mirarlo directamente—. Ya lo vi esta mañana. Otro test inútil.
Mathias cerró los ojos por un segundo.
—Podemos intentar otra vez, Karla. Aún no es tarde, solo…
—¡No, Mathias! ¡Estoy cansada! —estalló ella, con la voz quebrada—. ¿Cuántos meses más quieres que sigamos fingiendo que esto va a pasar? ¿Cuántos negativos más tengo que soportar?
—No estamos fingiendo. Solo estamos… luchando —respondió él, intentando mantener la calma.
—¡Yo no quiero luchar más! Yo quiero un hijo, Mathias. Quiero ser mamá. Sentir que la vida dentro de mí crece… y no este vacío constante que me deja en pedazos cada mes.
El silencio que siguió fue desgarrador.
Mathias dejó la taza a un lado y se acercó con cuidado, como si temiera que un movimiento en falso la hiciera romperse por completo.
—Vamos a ir con un especialista —dijo finalmente, en un tono bajo pero firme—. Los dos. Quiero saber si hay algo que no está funcionando. Tal vez soy yo. Tal vez necesitamos ayuda real.
Karla lo miró sorprendida, con lágrimas formándose en sus ojos.
—¿Estás diciendo que… tú podrías ser el problema?
—Estoy diciendo que ya no quiero seguir con dudas. Quiero ser papá, Karla. No porque se espera de mí. No por compromiso. Porque lo anhelo. Porque lo sueño cada día.
Ella dudó unos segundos, visiblemente tocada por sus palabras. Se sentó en la orilla del sofá, sin dejar de mirarlo.
—No lo sé, Mathias. No sé si tengo fuerzas para empezar con exámenes, clínicas, tratamientos… toda esa montaña rusa emocional.
—No lo haremos solos. Yo estaré contigo en cada paso. Solo te pido que lo intentemos juntos —le dijo, agachándose frente a ella para tomarle las manos—. Por nosotros… por el hijo que aún no tenemos, pero que tal vez nos espera en alguna parte del camino.
Karla cerró los ojos, respiró hondo, y al final, asintió lentamente.
—Está bien. Una cita. Solo una. Luego vemos qué sigue.
Mathias se levantó con decisión, sacó su teléfono y marcó a su asistente personal.
—Hola, Laura. Necesito que me consigas una cita con un especialista en fertilidad. Para mí y para Karla. Lo antes posible, por favor.
Del otro lado, la mujer respondió con eficacia, como siempre, y prometió llamar de inmediato a los mejores centros de la ciudad.
Mathias colgó y volvió junto a su esposa. Se sentó a su lado en silencio.
Durante un largo rato, no hablaron. Pero el simple acto de estar juntos, de tocarse las manos, fue suficiente por ahora.
En su interior, Mathias solo podía pensar en una cosa: en lo hermoso que sería sostener a su hijo entre los brazos. Verlo sonreír. Escucharlo decirle “papá”.
No sabía aún que su destino tomaría un rumbo muy diferente al que imaginaba.
...
La clínica de fertilidad estaba ubicada en una elegante torre médica en el corazón de la ciudad. El blanco inmaculado del lugar, las paredes adornadas con fotografías de bebés sonrientes y las frases de esperanza bordadas en los cojines del lobby no hacían más que aumentar el nudo en el estómago de Mathias.
Karla se mantenía en silencio, cruzada de brazos, con el ceño fruncido. Llevaba puesta su mejor sonrisa fría, esa que usaba cuando el mundo la decepcionaba.
—¿Estás bien? —preguntó él con suavidad.
—Lo estaré cuando todo esto termine —respondió sin mirarlo.
Fueron llamados al consultorio del doctor Iván Herrera, un especialista de renombre con una voz pausada y mirada honesta. Hizo preguntas, los escuchó, tomó notas y ordenó una batería de exámenes para ambos.
Las siguientes semanas fueron una maratón de análisis, estudios hormonales, ecos, muestras, y procedimientos incómodos. Mathias intentaba mantener la esperanza, pero cada noche se sentía más vulnerable. Karla, por su parte, parecía cada vez más distante.
Finalmente, llegó el día de los resultados.
Ambos estaban sentados frente al escritorio del doctor. El ambiente era tenso, y Mathias lo notó desde el momento en que el médico entró con el sobre en la mano.
—Bueno, tengo aquí los resultados completos —dijo el doctor con profesionalismo—. Empezaré con los de Karla.
El corazón de Mathias latía con fuerza.
—Tus niveles hormonales están en rangos normales. Tus estudios son positivos, Karla. Estás completamente apta para concebir.
Ella esbozó una leve sonrisa, casi de alivio, y giró la mirada hacia Mathias. Él trató de leer algo en sus ojos, pero solo encontró frialdad.
—Y ahora... los tuyos, Mathias —dijo el doctor, bajando un poco el tono.
Mathias se tensó. El doctor abrió el expediente, tomó aire y continuó:
—Tus exámenes muestran un nivel extremadamente bajo de espermatozoides, con poca movilidad. De hecho, en los parámetros actuales… podríamos hablar de esterilidad irreversible.
Fue como si el mundo se detuviera.
El sonido en la habitación se apagó. Las palabras rebotaban en su mente sin sentido. “Esterilidad”. “Irreversible”.
Sintió cómo el aire se le escapaba de los pulmones. Tragó saliva y asintió sin decir nada, intentando mantener la compostura, como si fuera solo una mala reunión de trabajo.
—Lo lamento mucho —añadió el doctor con empatía—. Podemos hablar de opciones alternativas, como la fecundación con donante o la adopción, pero…
Karla lo interrumpió bruscamente.
—¿Así que este tiempo… todo este esfuerzo… ha sido en vano? —su voz era más cortante que dolida.
—Karla… —susurró Mathias, pero ella se levantó de golpe.
—¡No! No me pidas calma. ¡Esto es culpa tuya! Tú eras el problema todo este tiempo y me hiciste pensar que podía ser yo. Me hiciste ilusionarme, me hiciste soñar con algo que jamás va a pasar contigo.
El silencio se hizo absoluto. El doctor los miraba incómodo, pero no intervino.
—No tienes idea de lo que esto significa para mí, Mathias. ¡Yo quería una familia! ¡Una vida! —gritó con rabia contenida—. Pero tú… tú me condenaste a la nada.
—No lo sabía… —balbuceó él, sintiendo cómo su voz se quebraba.
—Pues ahora lo sabes —respondió ella con dureza—. Y yo también.
Karla tomó su bolso con violencia, giró en seco y salió del consultorio sin mirar atrás.
Mathias permaneció sentado. No dijo una palabra. Solo se quedó mirando el sobre con sus resultados como si eso pudiera cambiar lo que acababa de escuchar. Como si al negar la realidad, pudiera devolverle la esperanza.
Pero no.
Estaba roto.
No por la infertilidad.
Sino por la manera en que lo habían dejado solo… justo cuando más necesitaba amor.