Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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Desafíos y más problemas
SEBASTIÁN
El rugido del motor de un Mercedes blindado retumbó en la entrada de la mansión. Después otro. Y otro. Tres vehículos negros, con vidrios polarizados, invadieron el jardín como si fueran a conquistar un país entero.
“Los Valtieri han llegado.”
Así lo pensé. Como si fueran una tropa, porque en realidad lo eran.
Me asomé desde el balcón del segundo piso. Vi bajar primero a los guardaespaldas, todos trajeados, abriendo paso como si la casa fuera terreno enemigo. Luego apareció mi padre: alto, rígido, con ese porte de general que siempre había tenido. Su mirada podía congelar a cualquiera. Detrás de él, mi madre, impecable como si viniera de una portada de revista, con un abrigo europeo y un bolso que seguramente costaba lo mismo que un carro.
Gabriela, a mi lado, se aferraba a la baranda. Yo sentí cómo le temblaban las manos.
—No pasa nada, Gabi —le susurré, aunque yo también estaba con el estómago hecho un nudo—. Déjamelo a mí.
La puerta principal se abrió con un golpe seco. Daniel bajó primero a recibirlos.
—Señor Valtieri. Señora Valtieri. Bienvenidos a casa.
Mi padre apenas lo saludó con un movimiento de cabeza. Mi madre, en cambio, lo abrazó con esa sonrisa falsa que siempre usaba.
Yo bajé las escaleras con el corazón en la garganta.
—Sebastián —la voz de mi padre resonó fuerte—. Mírate. Un año más grande, pero con la misma expresión de siempre.
—Hola, papá. —Forcé una sonrisa y luego me giré hacia mi madre—. Mamá.
Ella me besó la mejilla y enseguida me escaneó de arriba abajo, buscando defectos como si fuera un soldado en inspección.
—Has crecido —murmuró, con ese tono que nunca sabía si era un halago o una crítica.
Yo tragué saliva. Sabía que venía lo difícil.
Porque entonces la vieron.
Gabriela bajaba un par de escalones detrás de mí, con los ojos fijos en el suelo, como si quisiera volverse invisible. Aún llevaba la ropa sencilla de siempre, el cabello recogido sin cuidado, y esa timidez que en mi casa resaltaba como una alarma.
Mi madre la observó de pies a cabeza en un segundo. Y la sonrisa se le borró.
—¿Quién es ella? —preguntó con la voz fría.
Mi padre entrecerró los ojos.
—¿Una invitada?
Yo me adelanté, colocándome un paso frente a Gabriela, como si pudiera cubrirla de sus miradas.
—Ella es… Gabriela. Una amiga. La dejé quedarse aquí por un tiempo…
—¿Una amiga que vive en nuestra casa? —mi madre arqueó una ceja—. Will, ¿qué significa esto?
Will abrió la boca, pero yo lo interrumpí antes de que pudiera decir algo.
—Significa que yo la invité. Punto.
El silencio fue brutal.
Mi padre dio un paso hacia mí, su sombra enorme cayendo sobre los dos.
—Sebastián, en esta casa las decisiones no las tomas tú.
Sentí la rabia quemarme por dentro, pero no bajé la mirada.
—Pues esta vez sí. Gabriela se queda conmigo.
Noté a Gabriela encogerse detrás de mí, como si esperara que el suelo la tragara. Y vi la chispa de furia en los ojos de mi madre, la frialdad de mi padre.
Sabía que aquello apenas era el comienzo.
—Que se vaya. —La voz de mi padre retumbó en el recibidor como una sentencia.
Gabriela se encogió un poco más detrás de mí, pero yo me quedé firme.
—¿Cómo que que se vaya? —espeté, mirándolo de frente.
—No es lugar para una desconocida —replicó, con el ceño fruncido—. Menos para alguien que entra a esta casa como si fuera un hotel. ¡Qué falta de respeto!
Mi mandíbula se tensó.
—Lo que me parece una falta de respeto es que intente echar a alguien a la calle a estas horas, sin siquiera escuchar una explicación.
La cara de mi madre se endureció.
—Sebastián…
Pero mi padre levantó la mano, cortando su intervención. Dio un largo suspiro, como quien intenta no explotar.
—Bien. Hablaremos de esto en privado. —Se giró hacia Will—. Vigile a la muchacha. Y que no se mueva de ahí.
Gabriela me miró con los ojos enormes, nerviosos, pero yo solo le hice un gesto con la cabeza. Confía en mí.
Entonces seguí a mi padre por el pasillo hasta el estudio.
El despacho siempre había sido su territorio. Oscuro, con estantes de libros encuadernados en cuero, trofeos de caza y el olor a whisky impregnado en la madera. Cerró la puerta tras de sí y me señaló con un dedo.
—Explícame.
Me crucé de brazos.
—Se llama Gabriela. Es mi amiga. Vive conmigo porque no tiene dónde quedarse. Se escapó de casa.
—¿Tu amiga? —su tono fue un escupitajo—. ¿Y decidiste, sin consultarlo, traerla aquí?
—Sí.
—Sebastián, ¿has perdido la cabeza? —dio un paso hacia mí, imponente—. ¿Acaso no la viste? ¡Mírala! Esas fachas, ese aspecto… ¿cómo sabes que no viene a aprovecharse de ti?
Me hervía la sangre.
—No hables así de ella.
—¿Y si se roba algo? —preguntó con frialdad.
Lo miré incrédulo.
—¿Robar? ¿En serio? Gabriela es la persona más honesta que conozco. ¡Lo que pasa es que ustedes no soportan que alguien no venga de nuestro mismo círculo de oro!
Mi padre me sostuvo esa mirada fría de siempre.
—No es digna de estar aquí, Sebastián. Ni de ti.
Sentí el corazón golpearme el pecho. Pero no me contuve.
—Tal vez no es esta casa la que la merece a ella.
El silencio que siguió fue tan denso que hasta el reloj del escritorio pareció detenerse.
Mi padre inspiró hondo, con los ojos clavados en mí, como si estuviera viendo nacer un enemigo.
Sabía que después de ese día, nada volvería a ser igual entre nosotros.
La puerta del estudio se abrió sin aviso.
Mi madre entró despacio, como si el drama que acababa de presenciar fuera apenas una escena menor de su teatro familiar. Llevaba todavía el abrigo puesto, impecable, y una calma tan calculada que me puso los pelos de punta.
—Querido… —dijo mirando a mi padre—, ¿puedo?
Él asintió, apretando la mandíbula. Se quedó junto a la ventana, dándome la espalda, mientras mi madre se acercaba con esa sonrisa que nunca era del todo una sonrisa.
—Sebastián, cariño —empezó, en tono dulce, como si estuviera hablando con un niño—. Entiendo tus arranques de rebeldía. Todos la tuvimos a tu edad. Pero esto… —alzó una ceja— …esto no es un juego.
—No estoy jugando —contesté, firme.
—Lo sé. —Se inclinó un poco hacia mí, su perfume caro envolviéndome—. Y justamente por eso me preocupa. Porque esa chica… —hizo una pausa, eligiendo cada palabra como un bisturí— …no pertenece a nuestro mundo. Y si insistes en arrastrarla aquí, lo único que lograrás es lastimarla.
Me quedé en silencio, apretando los puños.
—La gente habla, Sebastián —continuó ella, ladeando la cabeza con gesto compasivo—. ¿Qué dirán cuando sepan que el heredero de los Valtieri se rodea de una muchachita así, mal vestida y sin familia que la respalde?
—Que no me importa lo que digan.
Mi madre soltó una risa suave, incrédula. —Eso dices ahora. Pero tu vida está trazada, cariño. Y ella… —sus labios se curvaron con un dejo de desprecio apenas perceptible— …ella solo será un obstáculo.
Mi padre se giró desde la ventana, apoyando las manos en el escritorio.
—Tu madre tiene razón. Esa muchacha debe irse mañana mismo.
Yo los miré a ambos, el corazón martillándome en el pecho.
—Si quieren que se vaya, tendrán que sacarla por encima de mí.
La sonrisa de mi madre desapareció. Mi padre me fulminó con la mirada.
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(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)