Serena estaba temblando en el altar, avergonzada y agobiada por las miradas y los susurros ¿que era aquella situación en la que la novia llegaba antes que él novio? Acaso se había arrepentido, no lo más probable era que estuviera borracho encamado con alguna de sus amantes, pensó Serena, porque sabía bien sobre la vida que llevaba su prometido. Pero entonces las puertas de la iglesia se abrieron con gran alboroto, los ojos de Serena dorados como rayos de luz cálida, se abrieron y temblaron al ver aquella escena. Quién entraba, no era su promedio, era su cuñado, alguien que no veía hacía muchos años, pero con tan solo verlo, Serena sabía que algo no estaba bien. Él, con una presencia arrolladora y dominante se paro frente a ella, empapado en sangre, extendió su mano y sonrió de manera casi retorcida. Que inicie la ceremonia. Anuncio, dejando a todos los presentes perplejos especialmente a Serena.
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Capitulo 8
La penumbra apenas dejaba entrever los rasgos tensos del rostro de Rhaziel. Serena, arrodillada a su lado, trataba de limpiar la sangre seca de su piel con un trozo de tela húmeda. Sus manos temblaban, no por miedo, sino por la impotencia de verlo así.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó en voz baja.
Rhaziel desvió la mirada, endureciendo el gesto como si al hacerlo pudiera ocultar su vulnerabilidad.
—Tuve un accidente —respondió con frialdad, casi como si se lo creyera él mismo.
Serena apretó los labios, conteniendo un sollozo que amenazaba con escapar. Su pecho ya no soportaba más aquello. Y antes de darse cuenta, las palabras brotaron de su boca.
—No es así… —murmuró con un temblor en la voz—. Fueron ellos, ¿verdad? Ya sé que… ya sé que eres hijo del Conde. Lo escuche cuando salía de la mansión principal y ví... ví como te llevaban al interior...
Rhaziel la miró bruscamente, como si cada palabra lo hubiera atravesado con un filo invisible. El silencio se hizo insoportable, cargado de un peso que le oprimía los pulmones. Por un instante intentó negarlo, pero supo que no servía de nada. La verdad había sido revelada. Una ansiedad salvaje le recorrió el pecho y la garganta, tan fuerte que no supo cómo contenerla. Y sin pensarlo, casi escupiendo las palabras, preguntó.
—¿Ahora tú también me odiarás… por ser un bastardo?
Serena quedó perpleja. El aire se le atascó en los labios abiertos, y el dolor en los ojos de Rhaziel fue como un golpe directo a su corazón. Lo único que pudo hacer fue lanzarse a abrazarlo, rodeando su cuello con sus brazos delgados.
—¡En absoluto! —susurró con firmeza—. No me importa eso, Rhaziel. Para mí… eres tú. Mi amigo, mi único amigo y no me importa nada más que eso... Yo sólo quiero que estés bien.
La dureza de Rhaziel cedió apenas un instante. Sus hombros tensos se relajaron bajo el calor de ese abrazo. Y así, en ese instante, se permitió dejarse envolver por la calidez de Serena.
Pero la sombra de la realidad pronto regresó. Su respiración se agitó y con un movimiento brusco apartó un poco el rostro de ella.
—No deberías estar aquí —dijo con voz áspera, cargada de urgencia. Lo que en realidad quería decir era, "no quiero que te descubran y sufras consecuencias por ello", pero Rhaziel no era bueno con las palabras ni expresando lo que sentía.
Serena lo miró sorprendida, con un gesto de incredulidad casi indignada. ¿Cómo podía decirle eso cuando claramente la necesitaba? Antes de que pudiera replicar, Rhaziel se adelantó, como si leyera las preguntas que brotaban de sus ojos.
—Estoy bien por mi cuenta. Vete, Serena...
Serena no pudo contener más la tormenta que llevaba en el pecho. Se levantó de golpe y, con la voz quebrada pero firme, dijo.
—¡Mentiras!
Rhaziel se quedó con la boca entreabierta, incapaz de entender.
—Deja de decir eso… —continuó Serena, con los ojos húmedos— Es mentira que estás bien por tu cuenta... No me iré... no me iré hasta que estes bien... No importa lo que digas, no importa sí no me quieres aquí...
El silencio que siguió fue espeso, lleno de palabras no dichas. Rhaziel bajó la mirada, con el pecho ardiendo y la garganta seca. Quiso insistir, quiso empujarla lejos por miedo a que la lastimaran, pero al verla tan firme, tan terca en su decisión, supo que no podía.
—Serena… —murmuró, con un dejo de derrota.
Ella negó con la cabeza y volvió a arrodillarse junto a él.
—No me iré —dijo con dulzura, aunque su mirada brillaba con obstinación—. y aunque no es mucho lo que puedo hacer... no te dejaré así...
Rhaziel no encontró fuerza para discutir. La testarudez de Serena era un muro imposible de derribar. Así, bajo la luz tenue que se filtraba por la ventana, Serena permaneció junto a él, vigilándolo en silencio, cuidando de sus heridas con torpes pero decididas manos. No se movió de su lado hasta que el amanecer comenzó a teñir el horizonte.
Antes de marcharse, tomó su mano con firmeza y dijo.
—Volveré esta noche.
Rhaziel, aún atrapado en la contradicción de su alma, solo pudo observarla mientras se marchaba. Parte de él deseaba que no volviera jamás… y otra parte, la más oculta, rogaba con todas sus fuerzas que lo hiciera.
Serena regresó al anexo antes del amanecer, con suma precaución, y con la certeza de que, si alguien llegaba a descubrir que había pasado la noche fuera, las consecuencias serían graves. Durante toda la mañana no pudo concentrarse en nada más que en el estado de Rhaziel. Aunque lo había atendido lo mejor que pudo, sabía que aquello no era suficiente, él necesitaba medicamentos adecuados para calmar el dolor y ayudar a que sus heridas sanaran.
Pasó la tarde revisando cada rincón del anexo en busca de algo útil. Entre viejas cajas y estantes olvidados encontró unas cremas destinadas a raspaduras y un frasco de pequeñas píldoras calmantes. Su hallazgo le devolvió un poco de esperanza. No dudó en tomarlo todo y, al llegar la noche, cuando se aseguró de que nadie rondaba por los pasillos, escondió además algunas galletas y alimentos sencillos. Con todo aquello oculto entre sus ropas, salió rumbo a la cabaña donde lo había dejado.
Rhaziel, recostado y aún débil, alzó la mirada cuando ella entró. Serena no pudo evitar sonreír con entusiasmo, mostrándole lo que había conseguido.
—Mira —dijo, arrodillándose a su lado—. Encontré estas cremas y estas pastillas. Te ayudarán, estoy segura.
Él la observó en silencio, sin acostumbrarse todavía al esmero con el que lo trataba. Ella le ofreció agua y comida, luego limpió con delicadeza sus heridas, aplicó el ungüento y finalmente le dio el calmante. Rhaziel permaneció quieto todo el tiempo, sin protestar, con esa media sonrisa en los labios que parecía escapar de su control cada vez que la veía tan concentrada en cuidarlo.
Así pasaron los días. Serena repitió la misma rutina cada noche, llegaba con provisiones, se aseguraba de que comiera, lo atendía con paciencia y lo escuchaba cuando, raramente, se dignaba a soltar alguna palabra. Durante una semana entera lo curó en secreto, hasta que finalmente Rhaziel estuvo lo bastante recuperado para moverse por sí mismo.
Aquella noche, Serena se preparaba en silencio para salir del anexo y dirigirse a la cabaña, como ya era costumbre. Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, escuchó un ruido en la cocina. Se giró de golpe, y su corazón dio un salto cuando lo vio aparecer. Rhaziel estaba allí, apoyado en el marco, aún con cierto aire cansado, pero erguido y con la sombra de una sonrisa tranquila en el rostro.
—¿Rhaziel? —susurró, incrédula.
—No podías pensar que iba a quedarme tirado para siempre —respondió con voz baja, cargada de ironía, aunque en sus ojos brillaba un matiz distinto, más sereno.
Serena dejó escapar un suspiro entrecortado, mezclado de sorpresa y alivio. Se acercó a él con pasos apresurados, observando que, aunque sus movimientos seguían siendo algo rígidos, ya no estaba en el estado crítico en el que lo había encontrado.
—No sabes cuánto me alegra verte así —dijo, con una sonrisa que le iluminó el rostro.
Rhaziel, se estremeció al darse cuenta sobre la extraña calma que le producía verla sonreír de esa manera.
Sin embargo, antes de que pudiera pensar más al respecto, Rhaziel extendió torpemente su mano, dejando ver un pequeño manojo de flores silvestres, desparejas, algunas con tallos torcidos, otras aún frescas de rocío.
—No es… nada —dijo casi con brusquedad, como si quisiera restarle importancia—. Las encontré en el bosque. No sirven de mucho, pero… son tuyas.
Serena parpadeó, sin comprender al principio. Aquellas flores, sencillas y sin orden, no tenían nada de especial salvo una cosa, él las había cortado para ella y esa era la primera vez que recibía flores. El gesto la golpeó con una ternura tan inesperada que sintió cómo algo cálido le subía por el pecho. Tomó el pequeño ramo entre sus manos como si fuera un tesoro.
—Rhaziel… —su voz se quebró en un hilo suave, mientras lo miraba con los ojos brillantes—. Son preciosas.
Él frunció el ceño, incómodo, como si pensara que ella lo decía solo por amabilidad. Apretó la mandíbula, desviando la mirada hacia un costado.
—No lo son. Son solo hierbas del bosque… pero es lo único que puedo darte.
Serena negó suavemente con la cabeza, acercándose a él hasta quedar apenas a un paso. Su sonrisa era tan radiante que el reducido espacio del anexo pareció iluminarse.
—No digas eso. Son flores hermosas y sabes... Son las primeras que he recibido en mi vida. Por eso siempre recordaré este momento, gracias.
Rhaziel levantó los ojos hacia ella en silencio, sorprendido por sus palabras.
Él se removió, incómodo ante el calor que empezaba a apoderarse de su pecho, y apartó la mirada como si aquello fuera demasiado para sostenerlo.
—Si te gustan… entonces está bien —dijo apenas, en voz baja.