Cuando Aiden despierta en una cama de hospital sin recordar quién es, lo único que le dicen es que ha vuelto a su hogar: una isla remota, un padre que apenas reconoce, una vida que no siente como suya. Su memoria está en blanco, pero su cuerpo guarda una verdad que nadie quiere que recuerde.
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Paredes
Los días en Wharekura comenzaban con bruma. No era una neblina densa, sino una especie de velo suave que envolvía las casas y los árboles, como si el pueblo aún no despertara del todo. A Maia siempre le pareció poético, hasta que comprendió que en ese pueblo, todo dormía por elección: los secretos, las verdades, las heridas.
Aquella mañana caminaba hacia la casa de Nora, una antigua amiga de la madre de Aiden. Había tardado días en conseguir su dirección y aún más en que aceptara verla. Wharekura no era un lugar donde la gente hablara fácilmente de los muertos, y menos aún de la madre Makoa.
Nora vivía en una pequeña casa azul, cuidada con esmero. Le abrió la puerta con expresión tensa, como si el pasado le pesara en los hombros.
—No sé si pueda decirte mucho, niña —dijo mientras preparaba té—. Pero si ya viniste hasta aquí…
Maia esperó en silencio. Nora se sentó frente a ella, con las manos entrelazadas.
—Eran años difíciles. La madre de Aiden se llamaba Liora. Era callada, pero dulce. Tenía una forma de mirar que te atravesaba, como si supiera lo que no decías.
—¿Fue feliz con Thomas?
Nora hizo una mueca. No respondió de inmediato.
—Tal vez al principio. Pero después… ella empezó a apagarse. Como una vela que pierde mecha. Venía a verme cada tanto con Aiden de la mano. El niño no hablaba mucho. Se aferraba a su madre como si supiera que el tiempo con ella era limitado.
—¿Y su muerte? —preguntó Maia con cuidado.
—Oficialmente fue un accidente. Pero hay cosas que no cuadran. —Nora bajó la voz—. Lo que más me marcó fue que días antes de morir, me dejó una caja con dibujos de Aiden y una carta. Me dijo: “Si me pasa algo, asegúrate de que Aiden recuerde quién es. Porque sé que van a intentar quitárselo.”
Maia se estremeció.
—¿Guardas esa carta?
Nora negó.
—Se la llevé a la policía, pensando que harían algo. Nunca supe si la destruyeron o simplemente la ignoraron.
—¿Y los dibujos?
—Los tengo en el altillo. Puedo mostrártelos… pero dudo que sean prueba de algo. Solo muestran lo que Aiden veía desde que tenía seis años: una casa llena de gritos y una madre que desaparecía poquito a poco.
Maia se quedó un largo rato allí, revisando los dibujos con Nora. Eran caóticos, hechos con crayones. Casi todos mostraban a Aiden y a su madre rodeados de mar. Pero en cada uno, al fondo, una figura oscura los observaba desde una ventana.
Una figura sin rostro.
Mientras tanto, en la otra punta del pueblo, Aiden abrió la puerta de La casa sin tiempo como si entrara a un templo.
El aire dentro olía a polvo y humedad, pero también a libertad. A posibilidades.
Había comenzado a limpiar un poco: recogía los pedazos de madera podrida, barría con una escoba improvisada, colocaba mantas secas en el suelo. Algo dentro de él le decía que necesitaba ese espacio. Que allí podía respirar sin miedo.
Había traído pinceles. No sabía bien por qué. Ni siquiera estaba seguro de haberlos elegido conscientemente. Solo aparecieron entre sus cosas. Uno, particularmente gastado, parecía haber sido usado muchas veces… por él.
Frente al mural del niño con la mariposa, empezó a pintar.
Primero líneas vagas. Luego formas. Colores que no parecían tener sentido pero que fluían sin lógica. No era técnica. Era instinto. Era la necesidad de traducir lo que no podía decir.
Mientras pintaba, su cuerpo se relajaba, pero su pecho se apretaba. Como si su alma recordara y su mente aún no supiera cómo interpretarlo.
Al girar para tomar más acuarela, notó algo extraño en la pared opuesta: un pequeño hueco entre las tablas. Se agachó, sacó una astilla, y vio que dentro había un compartimento.
Con cuidado, lo abrió.
Había una caja de madera con una nota pegada en la tapa.
"Solo para cuando me olvide de mí mismo."
Sus manos temblaban.
Dentro había varias hojas dobladas y una cinta de tela azul. También un sobre cerrado. Aiden lo abrió con cautela.
Era una carta. Escrito con su letra.
"Si estás leyendo esto, probablemente ya no sabes quién eres. Eso significa que algo salió mal. Muy mal. Pero aún hay tiempo para volver. Esta casa es lo único que pudiste proteger de él. Aquí dejaste tus partes más valientes. Aquí no te ocultabas. No dejabas de amar. No dejabas de crear. No tenías miedo de llorar. No permitas que te conviertan en lo que él quería que fueras. Aquí, fuiste tú. Vuelve a serlo. No importa cuánto tiempo pase. Aiden, recuérdate."
La carta cayó de sus manos. Se quedó inmóvil.
Sabía que era su letra.
Sabía que era su voz.
Pero no la recordaba.
Se acurrucó en el suelo, con la carta apretada contra el pecho. Lloró sin hacer ruido, como si estuviera acompañado por los fantasmas de sus versiones pasadas.
Antes de irse, escribió una frase en la pared:
“Todavía estoy buscándome.”
Y debajo de eso, firmó por impulso:
Aiden Makoa.
Esa noche, Maia escribió en su libreta:
“Liora Makoa dejó una advertencia clara antes de morir. Intentó proteger a su hijo incluso desde el miedo. Lo que encontró en su infancia no fue solo silencio, sino una vigilancia brutal. Las figuras en los dibujos de Aiden representan un observador constante. Una amenaza. Thomas, probablemente. Aiden no solo perdió a su madre: perdió su derecho a ser niño. Investigar más sobre la muerte de Liora será clave. Alguien sabe algo. Quizás Lida… quizás alguien más.”
Cerró la libreta.
Algo estaba despertando. Muy lentamente.
Pero una parte de ella temía lo que ese despertar traería consigo.
Mientras tanto, Aiden dormía en su cama, con la carta doblada dentro del cuaderno. Soñaba con acuarelas, con un nombre que no lograba pronunciar, y con una mariposa azul que revoloteaba entre sus dedos sin dejarse atrapar.
Y, por primera vez, el niño del mural tenía ojos.
Eran tristes. Pero estaban abiertos.