En las tierras frías del Reino de Belfast, un niño fue arrancado de los brazos del amor y lanzado al abismo del desprecio. Victor, de apenas ocho años, sobrevive bajo el techo de sus propios enemigos, el Rey y la Reina que arrasaron su pasado. Lo llaman débil, lo humillan, lo marcan con su odio… sin imaginar lo que realmente duerme en su interior.
Esta no es la historia de un héroe elegido. Es la travesía de un alma quebrada que se arrastra por los escombros del trauma, el dolor y la soledad. Cada mirada de desprecio, cada palabra cruel, cada herida invisible es una chispa que alimenta una tormenta silente. Y cuando el momento llegue… ni el trono ni la sangre real podrán detener lo que ha nacido del silencio.
Un cuento oscuro donde no hay luz sin sombras, ni infancia sin cicatrices. Un viaje que transforma al niño temeroso en la incógnita más temida por todos.
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Capítulo 8 – Donde la luz no entra
Las paredes del castillo de Belfast guardaban más secretos que piedras. Pasillos sellados, cámaras olvidadas, puertas que no llevaban a ningún sitio… y otras que nunca debieron abrirse.
Esa noche, el aire estaba más espeso de lo normal. Como si el castillo respirara algo diferente.
Algo antiguo.
Algo prohibido.
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Víctor se deslizaba en silencio, cubierto por una capa que Eran le había dejado oculta bajo una baldosa suelta. El pasaje que había descubierto tras días de observar era estrecho, húmedo y olía a hierro viejo y moho. Un conducto de servicio que cruzaba bajo los calabozos hacia un ala más antigua y abandonada del castillo.
Nadie iba allí.
Los sirvientes la llamaban “La Hondonada”. Un lugar que, según ellos, se tragaba los susurros.
Víctor caminó descalzo, con pasos lentos. Cada piedra bajo sus pies era una nueva señal de libertad… y de peligro. No podía confiar en nada. Ni siquiera en el silencio.
Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, pronto comenzaron a distinguir los contornos: paredes llenas de grietas, símbolos extraños tallados en piedra, y lo más inquietante…
Una puerta que no debía estar allí.
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En la sala de guerra, Carlos dormía con un puñal bajo la almohada. Soñaba con fuego. Con gritos. Con coronas derretidas. Y en medio de todo…
El niño.
Siempre él.
Despierta de golpe, bañado en sudor, como cada noche.
—Algo va mal —susurró.
Vanessa no estaba en la cama.
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En lo profundo del pasaje, Víctor se detuvo frente a la puerta. Era de madera podrida, pero aún firme. No tenía cerradura visible, ni bisagras. Solo una mancha negra, como una marca de ceniza, justo en el centro.
Víctor alzó la mano… y la puerta se abrió sola.
El aire que salió era frío, demasiado frío.
Dentro, no había nada.
O eso parecía.
Dio un paso.
Y sintió algo detrás.
Se volteó, pero no había nadie.
Volvió a mirar dentro.
Y entonces lo vio.
Un espejo. Solo uno.
No reflejaba su imagen. Reflejaba un cuarto diferente. Uno lleno de fuego, cuerpos sin rostro… y un niño de espaldas, que también lo observaba a él.
Víctor retrocedió.
El espejo no lo imitó.
Cerró la puerta de golpe.
Respiraba agitado, el corazón latiendo como un tambor de guerra.
Sabía que no debía volver ahí.
Pero también sabía…
Que lo haría.
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En otro punto del castillo, Lilith se acercó a la celda de Víctor como lo hacía algunas noches. Con una linterna, con su cara pálida y curiosa. Pero al llegar…
El niño no estaba.
El miedo le recorrió el cuerpo como un rayo helado.
—¿Dónde estás? —susurró.
Y por primera vez desde que lo conoció…
Sintió miedo.
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Mavara estaba en la torre más alta, mirando las estrellas.
—La puerta se abrió —dijo.
El cuervo sobre su hombro agitó las alas, nervioso.
—Entonces es cuestión de tiempo —añadió—. El pasado va a encontrarlo. La sangre siempre lo hace.
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Víctor volvió a su celda antes del amanecer. No dijo nada. No escribió nada. Pero en su mirada había algo nuevo.
No era esperanza.
Era algo más viejo, más duro, más real.
Era determinación.
Y una semilla recién plantada en su interior comenzó a brotar.
No una flor.
Una espina.
Capítulo 8 – Donde la luz no entra (Parte 2)
El amanecer no llegó como de costumbre.
El sol tardó más de lo normal en asomar sobre Belfast, como si el día dudara en comenzar.
El castillo, por primera vez en mucho tiempo, despertó en silencio.
Ni los sirvientes murmuraban.
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Vanessa se miró en el espejo, peinando su cabello con movimientos lentos. No dormía desde hacía dos noches, aunque su rostro seguía perfecto.
Pero sus ojos… sus ojos ya no mentían.
—Lilith ha cambiado —dijo en voz baja—. Desde que lo observa, algo en ella… está mal.
Carlos, sentado junto a la ventana, no contestó. Estaba absorto mirando a un cuervo que no dejaba de posarse sobre la estatua del jardín, el mismo que había visto en sus sueños una y otra vez.
Lo reconocía.
Y eso lo aterraba.
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En la cocina del ala sur, un grito rompió el mutismo.
Un sirviente tropezó con un cadáver. No era humano. Era uno de los perros de caza del rey, con los ojos totalmente blancos y la boca seca, como si hubiera muerto de miedo… o de sed.
Pero lo más extraño era la marca en su cuello.
Un símbolo, tallado con algo fino, apenas visible.
Nadie supo decir qué significaba.
Pero alguien sí lo entendió.
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Mavara observaba la marca desde su torre.
La dibujó con tinta negra sobre un pergamino viejo.
La tocó con los dedos.
—La puerta respondió… pero no a mí —murmuró, con una mezcla de respeto y temor.
El cuervo graznó con violencia.
Ella asintió.
—Lo está buscando. Está oliendo la sangre de su linaje.
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Víctor no salió de su celda en todo el día.
No comió. No durmió. Solo observaba la pared, la misma donde había escondido un trozo del símbolo que había empezado a coser.
Ya no lo tejía con tela.
Ahora lo dibujaba en la piedra, con su propia sangre.
Cada trazo era una memoria. Cada línea, una cicatriz que se negaba a cerrar.
No entendía qué significaba.
Solo sabía que lo reconocía.
Que siempre había estado dentro de él.
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Esa noche, Lilith no fue a buscarlo.
Estaba en su habitación, rodeada de muñecas destrozadas, temblando bajo las cobijas.
Sentía que alguien —o algo— la observaba desde la oscuridad.
Y por primera vez, deseó que Víctor nunca hubiera llegado al castillo.
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A la medianoche, alguien caminó por los pasillos prohibidos del ala oeste.
No eran pasos de guardia.
Ni de sirviente.
Eran pasos suaves. Lentos. Como si la piedra misma estuviera cediendo ante un visitante que no pertenecía a este mundo.
La puerta que Víctor había abierto ya no estaba cerrada.
Ni sola.
Adentro, el espejo brillaba.
Y esta vez…
mostraba el rostro de Víctor.
Pero no como era ahora.
Sino como sería después.
Y en sus ojos, no había miedo.
Solo vacío.
Capítulo 8 – Donde la luz no entra (Parte 3)
La madrugada cayó como un velo muerto sobre el castillo.
Una niebla densa cubría los jardines, y los guardias caminaban en silencio, con los rostros tensos y las manos apretadas en las empuñaduras de sus armas. Nadie sabía por qué estaban nerviosos.
Solo… lo sentían.
Algo se había quebrado.
Algo invisible.
Algo frío.
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Lilith se despertó sobresaltada.
Había soñado con un laberinto sin salida, con las paredes llenas de espejos que repetían su rostro… pero distorsionado, roto, envejecido.
Y en medio del laberinto, Víctor la miraba sin decir nada.
Sin moverse.
Solo observándola.
—¡No está bien! —gritó, llorando, mientras su niñera corría a consolarla.
Pero ni los abrazos ni las palabras la calmaban.
Porque en el fondo… sabía que no era un sueño.
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En la torre del norte, Mavara sostenía el mismo pergamino con la marca grabada. Lo había intentado quemar. Cortar. Mojar.
Nada lo destruía.
Cada vez que lo dejaba, el símbolo reaparecía en su palma, como si se burlara de ella.
—Él no sabe lo que es —murmuró—. Pero el castillo sí.
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Carlos, en su sala privada, recorría el pasillo lleno de estatuas de antiguos reyes. Se detuvo ante una figura tallada en mármol blanco: su padre. Un hombre de mirada severa y gesto impasible.
—No tuve elección —le susurró a la estatua—. Él es una amenaza.
El mármol no respondió.
Pero un sonido se filtró por el aire.
Un eco. Bajo. Grave.
Como una risa. O un lamento.
Carlos se giró, sacando la daga de su cinturón.
Nada.
Solo silencio.
—Maldito niño —escupió.
Y por un momento, su reflejo en el espejo de la sala no imitó su movimiento.
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En la celda, Víctor abrió los ojos.
No había dormido.
Su cuerpo estaba quieto, su respiración calma.
Pero sus pupilas parecían… más oscuras.
Miró hacia la puerta como si supiera que algo lo observaba.
Y sonrió apenas, con los labios partidos.
No era una sonrisa de felicidad.
Ni de maldad.
Era una sonrisa de reconocimiento.
Como si todo lo que estaba ocurriendo fuera solo el inicio de algo que ya esperaba.
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A lo lejos, en los pasillos vacíos, una puerta se cerró sola.
Otra se abrió.
Y los ecos comenzaron a hablar en lenguas que nadie entendía.
Pero Víctor, en su celda, escuchaba con perfecta claridad.