¿Qué pasa cuando la vida te roba todo, incluso el amor que creías eterno? ¿Y si el destino te obliga a reescribir una historia con el único hombre que te ha roto el corazón?
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CAPITULO 5
Daniel no se movió de la cocina por un largo rato. La humillación de la traición ya no le importaba tanto como la necesidad de resolver el enigma de Ana. Su esposa, que no era de alta sociedad, sino una mujer de origen humilde y principios fuertes, había actuado como una agente de élite durante un año. Había arriesgado su prestigio, el de él y el futuro de su hijo por una razón que él desconocía.
Tomó su teléfono y marcó un número que no usaba desde hacía años: el de un investigador privado que conocía por un contacto de la empresa.
La llamada fue breve y al punto.
"Necesito que rastrees los movimientos de mi exesposa, Ana Méndez, durante los últimos doce meses, comenzando desde el cumpleaños de nuestro hijo," dijo Daniel, con la voz seca y firme. "Quiero un informe detallado de cada cita médica, cada visita a hospitales, cada consulta privada que ella haya tenido."
Hubo un silencio al otro lado de la línea. "Señor Méndez, ¿está seguro de que quiere invadir su privacidad así? ¿Y si no hay nada?"
"Estoy seguro," replicó Daniel, mirando hacia el pasillo oscuro donde se había ido Ana. "Hay algo. Y necesito saber qué fue tan grave que prefirió que yo la odiara, antes que pedirme ayuda."
Colgó. Mañana firmarían el divorcio, y él sería legalmente un hombre libre. Pero Daniel sabía que no sería libre hasta que la verdad de Ana fuera suya. La Jefa de Acero había ganado la empresa y el divorcio. Pero él iba a descubrir el único secreto que ella había custodiado con su vida.
El Fantasma de la Mañana:
El dolor físico se había vuelto un compañero silencioso y persistente, una punzada constante bajo las costillas que recordaba la batalla. Pero el dolor emocional era un grito sordo que Ana no podía acallar. Cada mañana, al despertar en el inmenso lecho sola (porque Daniel ya dormía permanentemente en el cuarto de invitados), el primer pensamiento era siempre el mismo: Aún lo amo. El segundo: Me ha traicionado.
La infidelidad de Daniel no era solo un acto físico; era la confirmación de que ella había fracasado en su sacrificio. Se había convertido en la "Jefa de Acero" en la oficina, pero en casa era un robot operando en piloto automático. El esfuerzo de sonreírle a Martín, de asentir a las palabras del suegro, de sostener la mirada de Daniel sin quebrar era un consumo energético peor que cualquier sesión de quimioterapia.
Un día, Daniel cometió el error de dejar su abrigo en la silla del comedor. Ana, automáticamente, fue a colgarlo. El olor de su colonia, ese aroma a maderas nobles que la transportaba a los inicios de su relación en la universidad, la golpeó. Ella abrazó el abrigo, hundiéndose en él, dejando que las lágrimas que se negaba a derramar en la oficina mojaran la solapa de lana.
Te amo. Te amo por el hombre que creí que eras. Te amo por el padre que eres. Y por eso, tengo que dejarte ir, se dijo.
Su lucha diaria no era solo contra la enfermedad; era contra la tentación de correr al cuarto de invitados, confesar todo y rogarle que se quedara. Pero la imagen de Laura Soto, alardeando de su "compañía" por la empresa, la convertía en hielo. Daniel no merecía la carga de su culpa; ella merecía la dignidad de su silencio.
Una de las farsas más difíciles era la "noche de esposos" que el suegro, por costumbre, los obligaba a tener cada mes en la casa familiar.
Ana se vestía de gala. Daniel se ponía el traje que ella le había regalado. Eran una obra de arte. En la cena, el suegro brindó: "Por el éxito, y sobre todo, por el amor que mantiene esta familia fuerte."
Ana levantó su copa y brindó con una sonrisa. Su mano rozó la de Daniel. Daniel la miró, y por un momento, sus ojos pidieron perdón y comprensión. Pero ella, experta en el arte de la manipulación emocional, mantuvo el rostro inexpresivo.
Si me ves con dolor, sabrás que me amas, pensó. Si me ves fría, creerás que me has perdido por completo.
Esa noche, al regresar a su casa, Daniel intentó romper la regla de la tregua. La siguió hasta el dormitorio principal.
"Ana, tenemos que hablar de esto," dijo él, con voz ronca, apoyado en el marco. "Esta farsa me está volviendo loco. No sé si me odias, o si me quieres destrozar. ¿Qué es peor, Ana? ¿Mi traición o tu silencio?"
Ella estaba desvistiéndose de espaldas a él, con la calma de una estatua.
"Tu silencio es lo que me destrozó," imploró Daniel. "Tu aislamiento. Y ahora me castigas con esta perfección helada."
Ana se giró, con su camisón de seda que no dejaba ver la fragilidad de su cuerpo, pero sí la frialdad de su alma.
"Soy tu castigo, Daniel," dijo ella con voz de seda. "Pero no soy tu juguete. Yo te permití tener otras mujeres, con la condición de que fueras discreto. No me pidas que te ame por ello. Ahora, vete. Tu presencia es una distracción."
El desprecio calculado la protegió. Ella no le dio la oportunidad de ver la enfermedad, de ver el amor que aún sentía. Simplemente lo expulsó con una indiferencia que le costó el último vestigio de su paz.
El día de la firma del divorcio era inminente. Ana había pasado la noche anterior en la oficina, ultimando los detalles, asegurándose de que la empresa estuviera a salvo, de que Martín estuviera seguro.
Se miró en el cristal de su despacho. La mujer que veía era una guerrera de acero pulido, una mente brillante que había salvado el legado de su suegro, Pero cuando sonrió, la sonrisa no llegaba a sus ojos.
Había aprendido a ser calculadora, a manipular las situaciones, a usar las debilidades de Daniel como palanca de poder. Todo lo había hecho por Martín, para que el recuerdo de su padre fuera el del hombre exitoso y honorable que ella necesitaba que fuera.
Salió de la oficina a primera hora. Iba a firmar el divorcio y liberarse del hombre que todavía amaba. La libertad era el precio más alto por su dignidad. No se dio cuenta de que Daniel, con el corazón roto, ya había puesto en marcha el mecanismo para desvelar el secreto.