Ella creyó en el amor, pero fue descartada como si no fuera más que un montón de basura. Laura Moura, a sus 23 años, lleva una vida cercana a la miseria, pero no deja que falte lo básico para su pequeña hija, Maria Eduarda, de 3 años.
Fue mientras regresaba de la discoteca donde trabajaba que encontró a un hombre herido: Rodrigo Medeiros López, un español conocido en Madrid por su crueldad.
Así fue como la vida de Laura cambió por completo…
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Capítulo 13
La madrugada avanzaba cuando Laura subió las escaleras del edificio cansada, el zapato apretaba los pies ya doloridos por la noche entera de baile. El corredor estaba silencioso, y la llave giró en la cerradura sin hacer ruido. Antes de entrar, miró por la rendija de la puerta del cuartito, notando una luz encendida. Sintió el corazón oprimirse.
¿Rodrigo aún estaba despierto? Pero no se pronunció. Pasó directo a su cuarto intentando hacer el mínimo de ruido, solo acostarse y olvidar la noche cansativa.
Rodrigo, no obstante, estaba despierto. El ruido suave de la puerta lo alertó, pero él permaneció quieto. Oía los pasos de Laura, los pequeños ruidos que denunciaban su cansancio. Cuando ella entró en el cuarto y apagó las luces, él cerró los ojos. No quería que ella supiera que él esperaba por su llegada.
La mañana siguiente surgió con el calor suave del sol invadiendo las ventanas. Era un poco más de las 8 de la mañana, cuando Doña Zuleide apareció con Maria Eduarda en brazos. La niña aún estaba soñolienta abrazada al cuello de la señora, que golpeó levemente en la puerta antes de entrar. Laura estaba en la cocina, ya de pie, preparando un poco de leche con café para ella y para la hija.
—Buenos días, mi hija —dijo Doña Zuleide con aquel tono cariñoso de siempre—. Te traje a tu mocita.
Laura sonrió, tomando a la hija de los brazos de la vecina acomodándola en la silla.
—Gracias, Zuleide. Siéntate, vamos a tomar un café juntas. Hoy tengo que vender todos aquellos dulces.
Mientras las tres se sentaban, Duda comenzó a balbucear algo. Laura notó el rostro un poco más pálido de la hija, pero pensó que fuera solo sueño. Sirvió una taza de café con leche para la señora y de leche para la hija, comieron en silencio por algunos minutos hasta que la niña soltó un gemido extraño y se desequilibró de la silla.
—¡Duda! —gritó Laura, levantándose rápidamente, viendo a la hija caer al suelo.
El grito fue tan alto que Rodrigo, en el cuartito, se levantó alarmado. Oyó el golpe, después el grito de desesperación. No pensó dos veces. Mismo con la pierna herida, se forzó a andar, tambaleándose hasta la puerta. Cuando llegó a la sala vio a Doña Zuleide y Laura intentando levantar a la niña.
—¿Qué pasó?! —gritó, aproximándose, jadeante. Mismo siendo un hombre acostumbrado a momentos de tensión, ver a la pequeña en el suelo, le quitó el control.
—¡Ella se desmayó!— Laura respondió en pánico—. ¡Dios mío, mi hija!
La madre desesperada, tomó a la niña en brazos y corrió escalera abajo, Doña Zuleide iba luego atrás.
Rodrigo intentó seguirlas, pero el dolor lascinante de la pierna lo impidió. Se apoyó en la pared, respirando con dificultad, el corazón disparado. Su cuerpo sudaba frío, entre el dolor y el miedo.
En la calle, un carro Plateado surgió en la esquina. Doña Zuleide lo paró con un gesto rápido. Un joven conductor, con cara de asustado, paró el carro al ver el desespero de las dos mujeres. Cedió el asiento del copiloto y Laura entró con la niña en brazos. La señora subió en el asiento de atrás. El carro arrancó veloz en dirección al Hospital Municipal.
Rodrigo quedó solo en el apartamento, el sonido de los neumáticos aún resonando. Se sentó en el sofá, angustiado, sintiéndose por primera vez en su vida, impotente. Era la primera vez que experimentaba aquel tipo de desespero, no por sí, sino por alguien. Por la niña. Por la mujer que lo acogió sin hacer preguntas.
En el hospital después de más de una hora de espera la médica finalmente apareció.
—Ella tuvo una caída de presión —explicó, con voz monótona—. Probablemente no se está alimentando bien. No es grave, pero necesita más vitaminas, le dimos suero y ahora ella está bien.
Laura respiró aliviada. Zuleide apretó su brazo con cariño.
—Va a mejorar. Ahora vamos a llevar a la pequeña para casa.
Con Duda aún soñolienta, retornaron en el mismo carro, gentilmente esperando en la puerta. El chico era un muchacho de buen corazón.
Cuando llegaron al edificio, subieron con la niña en brazos. Rodrigo aún estaba sentado en el sofá, el muslo sangrando. Al verlo, Duda levantó los ojitos y sonrió flaco.
—Ro...dri...go...
Él sonrió de vuelta, emocionado.
—Estoy aquí, pequeña.
Laura miró con atención. Los ojos verdes de él tenían preocupación genuina.
—Gracias —ella dijo apenas.
Él asintió, sin decir nada. Laura llevó a la hija directo para su cuarto y la acomodó en la cama, cubriéndola con cuidado. Volvió para la cocina, donde Doña Zuleide calentaba el agua para limpiar la pierna de Rodrigo.
—¿Viste cómo él se desesperó? —Comentó la señora, en voz baja.
Laura asistió.
—Vi. Y...fue bonito. Es un hombre bueno.
—Parece que está comenzando a encariñarse con Maria Eduarda.
—Eso es tontería.
El silencio se instaló por algunos segundos. Laura estaba exhausta y quería dormir aún, necesitaba vigilar la recuperación de la hija. Zuleide la dispensó y dijo que iba a quedarse con la hija en el cuarto. La señora fue para la sala, donde limpió la herida de Rodrigo, orientándolo a volver a quedarse en reposo en el cuartito.
Rodrigo siguió la recomendación de la señora, pero no durmió. Pensaba en todo. En cómo la vida daba vueltas. En cómo, de repente, había un sentido extraño y nuevo en las mañanas. Un nombre menudo, de voz dulce: Duda. Una mujer de mirada cansada y fuerte: Laura. Una señora servicial.
Y entonces, por primera vez en mucho tiempo, él oró. No por sí, sino por la niña de sonrisa leve y corazón grande. Pidió, con sinceridad, que ella estuviera bien. Que él pudiera verla crecer un día más, y después otro. Y tal vez, quién sabe, hacer parte de aquella pequeña vida, por un tiempo. Hasta el mundo reencontrar sus ejes.
—Voy a pagar mi deuda con esta casa. —murmuró para sí mismo—. De un modo u otro.
Y con eso, se dejó adormecer, y al olor de café con leche que aún pairaba en el aire de la casa y por primera vez en mucho tiempo, él se sentía en casa... seguro.