LA AMANTE DEL EMBAJADOR

Aunque nunca le decía a su marido donde iba, Alexander no podía ignorar el uso constante de uno de sus perfumes más fuertes.

—Hueles a mierda—susurró tomando un poco de café.

Todos, hasta su esposa, se quedaron sin habla. No podían creer que el hombre tan educado y apacible, que jamás había dicho una sola mala palabra, se expresara hacia ella de dicha forma.

—¡Ja! ¿Qué dirían los demás si te escucharan hablar como un plebeyo sin educación?—preguntó levantándose.

Tomando su té, aún caliente, se acercó hasta Alexander y lo empapó con este, haciendo que el hombre frunciera de dolor ante aquello. Con una sonrisa de satisfacción, sin saber que era seguida por Byron, la bisnieta del rey se fue de la mansión con un semblante de victoria.

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Pidiendo quedar solo,  comenzó a quitarse la parte superior de su vestimenta para evitar que su piel se siguiera quemando. No obstante, se sorprendió al notar a sus espaldas a su cuñada, la cual sostenía una toalla.

—Creí haber ordenado quedar solo—espetó mientras se desabotonaba su camisa.

—Déjeme ayudarlo, mi señor—respondió extendiendo la toalla.

—Quítame la ropa primero—ordenó.

Quedándose completamente en silencio y quieto, dejó que la hermana menor de su esposa, quien se ocultaba bajo aquel horroroso vestido y cofia abultada, comenzara a desvestirlo. Tuvo que usar todo su control mientras sentía las manos de ella en su piel.

—¿Le propongo un trato?—preguntó Penélope.

—¿Otro?—contra preguntó.

—¿Perdón?—cuestionó confundida.

—No, nada—respondió el embajador—¿qué quieres?

Penélope sonrió para sus adentros, su dulzura estaba surtiendo efectos en el esposo de su hermana. Tenía que seguirlo enganchando, de modo que él solo tuviera ojos para ella y estuviera más que deseoso de ver a su hermana sufrir.

—Aspiro en una semana irme de la familia real—declaró acercándose más a su cuñado—sir Alexander, su excelencia... antes de irme... ¿No le gustaría usarme para olvidar sus penas?

—¿A dónde crees que te vas?—preguntó enojado.

No sabía la razón por la que había reaccionado así, pero el solo imaginarse lejos de aquella jovencita le hacía sentirse furioso. Así, tomándola por los brazos, la apretó contra su cuerpo, mientras sentía el ritmo de su corazón contra su pecho.

—Deseo comenzar de nuevo en una pastelería junto a mi abuelo—respondió acurrucándose en sus pectorales bien formados—pero mi corazón me duele si me alejo de usted...

—¿Por qué te duele?—preguntó acariciando sus glúteos contra su entre pierna—¿es que acaso me amas?

—Desde la primera vez que lo vi—susurró casi llorando—mi virginidad hubiera sido suya... si no hubiera sido porque mi hermana...

—¿Qué te hizo ella?—cuestionó con ira.

—Después... después le diré—desvió la atención—lo que quiero decirle, es que, antes y después de irme, desearía seguir siendo suya. Aun si solo me toma como su amante, estaré más que...

Alexander no siguió dejándola hablar, antes de devorar sus labios, mientras la colocaba encima de la mesa. Apartando de golpe los platos, desgarró la parte superior de su uniforme, dejando su ropa interior expuesta. La tela blanca, traslúcida, dejaba ver la piel blanca de ella, llena de las marcas que él había dejado.

Penélope jadeó al sentir las manos de Alexander recorrer su cuerpo con una mezcla de fervor y desesperación. Él, cegado por el deseo y la rabia, no podía contenerse más. La besó con una intensidad voraz, como si quisiera devorar cada uno de sus suspiros.

—Tú no te vas a ninguna parte —gruñó, su voz profunda y cargada de posesión—.¡Eres mía, Penélope! ¡Solo mía!

Penélope observó como Alexander intentaba contener su animal interno, el cual estaba herido por los maltratos que había recibido por parte de su esposa. Sonriendo para sus adentros, fingió llorar, conmovida ante tal situación. Sabía que la naturaleza humana, en parte, deseaba cuidados y mimos por parte de los demás.

Por eso, siendo que a su cuñado lo único que le faltaba era amor, sabía lo que tenía que darle para hacer que este quedara por completo enganchado con ella. Aunque dicho amor fuera falso, si con eso lo hacía irse más en contra de su hermana, fingiría hasta el final.

Alexander estaba atrapado en su red, consumido por la pasión y la obsesión que ella había cultivado cuidadosamente. Soltando el cinturón de su pantalón y bajándolo, estando su entrepierna ya dura al tener a una mujer joven bajo sus brazos, la embistió duramente sin preparación previa.

Su cuñada mordió su hombro, ante el dolor que sentía. Si bien no era virgen, se sentía casi igual de doloroso de cuando lo perdió. No obstante, aunque quisiera suavizar el vaivén del embajador, el hombre se estaba desquitando con su cuerpo.

—Entonces hágame suya por completo, mi señor—susurró, acariciando el rostro de Alexander, ocultando el dolor que le provocaba la brutalidad del hombre—permítame ser la que alivie sus penas y calme sus deseos.

Luego de media hora de tenerla bajo su merced, como un lobo cazando a un conejo, y de haber marcado de nuevo su cuerpo, dejó dentro de ella su cálida semilla blanca. Penélope, quien estaba cansada, se dormiría por unos segundos hasta sentir algo caliente en su cara.

Al abrir sus ojos, observó como Alexander estaba ya fuera de ella; sin embargo, tenía su entre pierna aún dura y este, al ver a la joven hermana de su esposa en la mesa, como un plato de comida fuerte, seducido ante su hermoso cuerpo, volvería a correrse esta vez en todo su rostro.

Sin importarle que lo vieran o escucharan, puesto que estaba molesto, ya que al parecer los criados sabían de las infidelidades de su esposa, volvió a tomar a Penélope. Sin medir el nivel de sus embestidas, la volteó y al tener en cuatro, apoyando sus manos en la mesa, comenzó a aumentar la velocidad de sus estocadas.

Abrazándola desde atrás, apoyó el cuerpo de ambos en la mesa antes de volver a correrse en su interior. Su cuñada temblaba, no entendía cómo había tanto retenido en su apacible y maduro embajador. Sus piernas temblaban, mientras hilos de sangre y semilla de Alex corrían por estas.