Gia es una hermosa mujer que se casó muy enamorada e ilusionada pero descubrió que su cuento de hadas no era más que un terrible infierno. Roberto quien pensó que era su principe azul resultó ser un marido obsesivo y brutal maltratador. Y un día se arma de valor y con la ayuda de su mejor amiga logra escapar.
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Capítulo 7 – Obsesión con nombre propio
En el silencio, se es cuchaba el hielo en el vaso de whisky de Roberto que sonaba a traición.
Roberto caminaba de un lado al otro de su estudio, con la camisa semiabierta y el rostro marcado por el fastidio y la rabia contenida. El licor apenas le quemaba la garganta. Estaba demasiado ocupado sintiendo otra cosa “Frustración hirviendo”.
En el sofá, su amigo Steven —policía, compañero de borracheras y cómplice de varios silencios— lo observaba con expresión preocupada.
—¿Estás seguro de que no se fue con alguien? ¿No dejó una nota? ¿Un mensaje? —preguntó por tercera vez.
—¡Nada! —gruñó Roberto, apretando el vaso con fuerza—. Todo está igual desde esa maldita mañana. El café derramado. La taza rota. ¡Y el teléfono sigue apagado!
Steven se pasó una mano por la barba incipiente.
—¿Y esa amiga que mencionaste? ¿Crees que pudo haber tenido contacto con ella? o ¿con su tía?
—No lo creo —dijo Roberto, aunque su tono ya no era tan firme—. Esa mujer se fue del país hace más de un año. Y Gia creyó que la traicionó. Yo mismo me aseguré de eso. Y su tía para esta época debe estar de viaje por Europa.
—Entonces, ¿Cómo pudo escapar y desaparecer así de facil? —insistió Steven—. Puede que haya estado esperando el momento. A veces, cuando uno subestima a alguien...
—¡Ella me ama! —gritó Roberto, golpeando la barra con el vaso—. ¡Gia no puede dejarme así! No después de todo lo que vivimos… ¡no después de todo lo que le di!
Steven enmudeció.
Roberto caminó hasta el ventanal. Sus ojos se perdieron entre las luces de la ciudad, pero su mente se fue más lejos. Volvió atrás.
A la universidad. Ella estudiaba arte. Siempre con los dedos manchados de pintura, la mirada distraída, un cuaderno en la mano. Y él… él la vio una tarde en la cafetería, rodeada de amigas. Se enamoró de hermoso cabello negro y largo, de esa sonrisa tan cálida que iluminaba todo el lugar, su voz pausada, de su forma de ver el mundo, diferente, ingenua.
La persiguió con flores, con libros, con halagos. Le hablaba del futuro, del éxito, de la estabilidad que solo él podía ofrecerle. Y cuando ella aceptó salir con él, sintió que la había ganado. Que era suya.
El día de la boda aún lo recordaba con claridad: el vestido blanco, los aplausos, el “sí, acepto” entre lágrimas de emoción. Ella parecía feliz. Lo era… muy feliz.
Roberto apretó los puños.
¿Cómo podía haberse ido? ¿Dejar todo atrás sin una palabra? ¿Como se atrevía a hacerle eso? No. Eso no tenía sentido.
—Ella no puede estar lejos. No tiene a nadie —murmuró para sí—. No tiene familia, su padre murió cuando Gia estaba apenas entrando en la universidad, y su madre murió meses después de casarnos, sufría de cáncer y como te dije la única familia que le queda es su tía Margaret y ella vive su vida viajando, casi no hablan, no tiene amigos... solo me tiene a mí, yo soy su mundo, sin mí no es nada, no es nadie. Ella me pertenece a mí, solo a mí.
Volvió a la barra y sirvió otro trago. Lo bebió de un solo golpe.
Steven carraspeó.
—Puedo hablar con mis colegas. Pasar su nombre, mover contactos en migraciones, revisar terminales. Tal vez haya salido del país. Si lo hizo, encontraremos una pista.
Roberto se giró, con los ojos encendidos.
—Encuéntrala, Steven. Como sea. Usa lo que tengas que usar.
—¿Y si ella no quiere volver?
El vaso se estrelló contra la pared antes de que Steven terminara la frase.
—No es lo que ella quiera. Su vida es mía. ¡Encuéntrala!.