En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
NovelToon tiene autorización de Sebastián Suarez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 07: " Dos días de humanidad"
El aire de la habitación, ya saturado con la melancolía de un pasado que no me pertenecía, se volvió súbitamente más denso. Un frío antinatural se deslizó sobre mi piel inexistente, erizando la esencia de lo que quedaba de mí. Mis sentidos, afinados para percibir lo prohibido, se tensaron. No necesitaba girarme para saber quién había llegado. El escalofrío no era de miedo, sino del recuerdo de una presencia tan antigua como la primera mentira, tan profunda como el abismo que me engendró. Lo había invocado sin quererlo, con mis pensamientos… con mi nueva obsesión.
Una voz, sin origen ni dirección, emergió como un eco desde las grietas más oscuras del cuarto.
—Lo observas —susurró Dantalion, su timbre no humano, no terrenal, resonando en la médula de mi mente.
Era un susurro que se multiplicaba, como si millares de bocas invisibles hablaran desde el fondo de un pozo sin fin.
—¿Tienes un nuevo juguete?
No respondí. Mi mirada permaneció fija en el rostro de Lyonel. Dormía, pero su ceño se fruncía bajo la influencia de la presencia de Dantalion; su cuerpo temblaba, atrapado en el umbral de una pesadilla. El frío en mi pecho —la marca que él me había dejado, el sello de su dominio— ardía como hierro candente.
—El… él es distinto —murmuré al fin. Las palabras se sintieron ajenas, como si no las hubiera pronunciado en siglos.
El aire se espesó aún más. Dantalion se materializó a mi lado, un borrón que imitaba la figura de un hombre hermoso, aunque sus ojos brillaban con un fulgor oscuro y burlón.
—¿Distinto?… ¿En qué estás pensando, mi flor marchita?
No reaccioné a la burla, aunque la rabia me atravesó. Observé cómo su sombra se filtraba en los sueños de Lyonel, tiñéndolos con imágenes que ningún mortal debería soportar. No podía permitirlo. Esa alma, ahora, me pertenecía.
Sin pensarlo, lo arrastré al Límite: el espacio entre el mundo de los vivos y el de los muertos, donde solo mi poder podía imponerse.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Dantalion, su voz reverberando en el vacío como el tañido de una campana fúnebre.
—Me quedaba sin energía —respondí con calma—. Sabes que no puedo estar demasiado tiempo lejos de mi tumba.
Era una excusa endeble, y ambos lo sabíamos. La verdad —que su veneno no debía tocar a Lyonel— era más peligrosa que la mentira.
Él comenzó a rodearme, las manos a la espalda, observándome como si estudiara un insecto extraño.
—¿Qué pretendes con ese humano? —preguntó al fin, con frialdad cortante.
—Nada. Solo… me llamó la atención.
La mentira era un viejo recurso que me había salvado antes. Pero Dantalion me clavó la mirada, y su voz descendió a un murmullo letal.
—¿Te gusta ese hombre?
La penumbra me envolvía, pero mis ojos ardieron como dos faros desafiantes.
—Sí —susurré, y mi voz se quebró en un eco doble, oscuro—. Sí me gusta. ¿Y qué harás al respecto?
Mis palabras se distorsionaron, multiplicándose como un coro de almas ahogadas, resonando en cada rincón del vacío. Dantalion se inclinó apenas, y su forma humana comenzó a deshacerse como humo arrancado por un vendaval. Sus ojos se encendieron como carbones ardiendo, su silueta se volvió un remolino de sombras vivas que retorcían el aire, y en medio de esa monstruosidad… sonrió.
—Voy a pudrir su alma desde adentro —dijo con un deleite frío—. Y cuando no quede nada puro, la condenaré a un tormento que no conocerá final.
La amenaza me atravesó como un hierro candente, y un temblor de furia escaló por mi columna.
—No —mi voz fue un latigazo—. No harás nada.
—¿Osas retarme? —su voz no fue solo un sonido; fue un trueno contenido que hizo vibrar el vacío, un rugido enterrado en el corazón de la oscuridad. La presión de su poder me golpeó como una marea negra, quebrando el aire, oprimiendo mi pecho hasta arrancarme el aliento.
Cada sombra se inclinó hacia él. El espacio se deformó a su alrededor, como si la realidad misma se doblegara ante su voluntad.
No respondí; no era necesario. Él ya conocía la verdad.
Se detuvo frente a mí, tan cerca que su presencia era una daga helada rozando mi alma. Su mirada, un pozo sin fondo, me atravesó mientras su curiosidad, lenta y venenosa, devoraba los restos de su ira.
—Dime cuáles son tus verdaderas intenciones.
Las palabras eran una orden imposible de desobedecer, un grillete invisible cerrándose en torno a mi esencia. No me quedaba más que entregar la verdad desnuda.
—Lo quiero. Quiero que Lyonel Sinclair sea mío.
El silencio que siguió fue tan espeso que parecía devorar el sonido mismo. Y entonces, Dantalion sonrió… pero su sonrisa estaba muerta, vacía de cualquier rastro humano.
—Está bien —dijo Dantalion, con un tono que era más sentencia que acuerdo—. Te ayudaré a alcanzar tu objetivo… pero no sin un precio.
El aire se volvió espeso, cargado de una presión más sutil y venenosa que antes, como si la oscuridad misma se colara en mis pulmones. Sus palabras se deslizaron en mi mente como un susurro pegajoso, imposible de ignorar.
—Te concederé el don de la humanidad —continuó—. Dos veces al mes. Durante dos días, tu cuerpo será carne y hueso. Podrás sentir el calor, tocar… y ser vista por Lyonel.
Me permití imaginarlo por un instante, y el simple pensamiento fue una herida deliciosa.
—A cambio —prosiguió, con una calma que helaba—, serás mi emisaria en el mundo de los vivos. Cuando lo ordene, me guiarás hasta un alma. No será la de tu pequeño juguete… sino la que yo elija. Un alma de luz, pura, cuya bondad me servirá de banquete. Tú la conducirás al cementerio, y yo… me encargaré del resto.
Su oferta era un veneno dulce, destilado gota a gota en mi obsesión. Me daba lo que anhelaba con cada fibra de mi ser, pero al precio de un acto que me forzaría a abrazar, conscientemente, la monstruosidad que antes había sido solo mi naturaleza. Ya no sería crueldad por instinto, sino por elección.
El costo emocional sería insoportable. Pero mi deseo por Lyonel… ardía más que cualquier remordimiento.
—Acepto —dije, y mi voz no tembló.
—Entonces… dame lo que es tuyo —susurró Dantalion. No fue un sonido. Fue un escalofrío líquido que reptó por mi columna y me atravesó hasta el tuétano, como si cada vértebra absorbiera su voz y la transmitiera a mi alma.
El vacío que nos rodeaba —ese no-lugar donde ni el tiempo ni la materia existen— comenzó a retorcerse, a contraerse, a plegarse sobre sí mismo como un animal que se enrosca para atacar. A lo lejos, o quizás a todas partes a la vez, algo palpitaba: un núcleo de oscuridad absoluta que parecía arrastrar la realidad hacia su centro.
Dantalion extendió la mano. Pero no era una mano. Era una garra formada por sombra líquida, con vetas rojas que latían como venas bajo una piel inexistente. Cada pulsación era un latido enfermo, como si bombease maldad pura desde el corazón de algo mucho más antiguo que el mundo.
No se refería a mi alma entera, lo supe. Quería una parte de ella. Un fragmento que sería suyo para siempre. Una llave directa a mi existencia.
Cuando sus dedos —o lo que fuera aquello— me tocaron, el dolor no fue físico. Fue un fuego helado que me quemó desde dentro, encendiendo cada recuerdo, cada pensamiento, cada rincón de mi esencia. Una agonía que no podía gritarse porque no tenía boca, que no podía llorarse porque no había ojos que la contuvieran.
Y, en medio de esa unión, lo vi todo. Imágenes fugaces, destellos de su reino interior: rostros retorcidos en un espasmo eterno, gritos mudos vagando por cementerios donde el viento no soplaba, y un océano de tinieblas tan vasto que parecía no tener orilla. Un universo de oscuridad en el que ahora yo era un fragmento.
Cuando el contacto se rompió, lo supe antes de mirar: algo en mí ya no me pertenecía. Mi reflejo en la negrura me lo confirmó: mis ojos ardían con un brillo carmesí, un eco de los suyos. Dantalion sonrió. No fue un gesto humano; fue la expresión de un depredador satisfecho.
—Nos veremos en la próxima luna nueva —dijo, y mientras su voz se deshacía como humo, se inclinó hacia mí y me besó. Un roce sin sabor, sin calor, pero que dejó una quemadura invisible, una cicatriz hecha de promesa y condena.
Y luego se fue. No caminó, no se desvaneció: simplemente dejó de existir en ese espacio.
Me quedé sola en la zona oscura, hasta que incluso yo dejé de sentirme a mí misma. La noción del tiempo se disolvió; no había caída ni quietud, no había arriba ni abajo. Entonces, algo cambió: la nada se fracturó.
Abrí los ojos.
La oscuridad había desaparecido. Sobre mí, un cielo azul, tan puro y brillante que dolía mirarlo. Bajo mi cuerpo, el crujir de la grava; en mi piel, el abrazo cálido del sol. Y lo sentí. Por primera vez varios años, lo sentí todo: el peso de mi propio cuerpo, la presión de la ropa contra mi piel, la brisa colándose entre mis cabellos.
Mis manos… ya no eran transparentes. Toqué mi rostro y encontré carne, tibia y suave. Había funcionado.
Mis pensamientos se agolparon como una marea desordenada: alegría, miedo, hambre, deseo. Pero todos fueron arrancados de mí por un único sonido.
—¡Hey! ¿Está usted bien, señorita?
La voz. La conocía. No podía no conocerla.
Mi piel se erizó y, por primera vez en más de una década, sentí el latido acelerado de un corazón que creía perdido.
Me incorporé. Una mano se extendía hacia mí. Firme. Segura. Amable. Alcé la vista, y la luz del sol perfiló el rostro que había soñado, anhelado y perseguido hasta condenarme.
Lyonel.
Él estaba allí, de pie, con la luz del sol filtrándose detrás de su silueta, como si el día entero se hubiera inclinado para iluminarlo a él y solo a él. Ese resplandor lo envolvía con un halo de pureza que me obligó a entrecerrar los ojos, no por la luz, sino por el impacto que me provocaba. Lo observé, y por primera vez en mi larga y errante existencia, sentí que alguien me veía de verdad. No me miraba a través de mí, como quien observa un espejismo, sino que sus ojos me alcanzaban y me reconocían como algo tangible, real.
Sus iris, azules como un océano al que jamás había tenido permiso de entrar, me miraban con una preocupación tan genuina que me desarmó por completo. No sabía si era por su mirada, por el calor que desprendía su presencia, o porque por fin, después de tanto tiempo, sentía que mi ser tenía peso en el mundo. El miedo de mi recién adquirida humanidad se disipó por un instante, barrido por un deseo dulce y abrasador: tocarlo, acercar mis labios a su oído, pronunciar su nombre como si fuera un rezo… y que él supiera quién era yo.
Pero no pude. Mi voz, atrofiada por el silencio de los siglos, salió como un eco roto.
—No… no estoy bien —murmuré, y hasta para mí sonó extraño, como si cada palabra fuera un esfuerzo.
Lyonel se arrodilló a mi lado con la elegancia de quien lleva la bondad impresa en los huesos. Extendió su mano hacia mí; no era solo un gesto de cortesía, sino una invitación silenciosa a aferrarme a la vida.
—Permítame ayudarla —dijo, y su voz fue un bálsamo que empezó a suturar grietas que creí eternas—. ¿Se ha caído?
Mi corazón, que golpeaba dentro de mi pecho con una ferocidad desconocida, me robó las palabras. No pude responder. Solo miré su mano, esa mano que tantas veces había imaginado entrelazada con la mía en sueños que nunca debieron existir. La tomé.
El contacto fue un impacto eléctrico que me recorrió como un relámpago bajo la piel. Su calor… su realidad… me abrumaron tanto que tuve que contener las lágrimas. Me levantó con suavidad pero con firmeza, y me sostuvo un segundo más de lo necesario, asegurándose de que no me tambaleara.
—Gracias… —susurré, mi voz temblando, frágil como si pudiera romperse.
—¿Se encuentra bien? —preguntó, su cercanía envolviéndome en un veneno dulce del que no quería escapar—. Parece un poco aturdida.
—Sí… estoy bien. Solo… un poco perdida —mentí, sin apartar la vista de sus ojos.
Lo vi observarme con una intensidad diferente. Había algo en su mirada, un destello que no era solo curiosidad. Reconocimiento, tal vez. No como quien recuerda un rostro que vio por la calle, sino como quien cree haber soñado con él y, de pronto, lo encuentra frente a sí. Esa reacción me recordó el poder que mi rostro había tenido antes, el mismo que atormentó a Cedric… y que ahora, sería mi anzuelo para Lyonel.
—¿Su casa está cerca? —preguntó, regalándome una sonrisa tan sincera que sentí un estremecimiento recorrerme de pies a cabeza—. Podría acompañarla.
—Mi casa está… lejos —respondí, y la palabra “lejos” pesó más de lo que debía.
—Entonces puede venir a la mía. Al menos para descansar un poco —dijo con una naturalidad que me desconcertó—. Desmayarse así, de repente, puede ser peligroso.
Me quedé en silencio, atrapada en la contradicción de querer y temer estar cerca de él. No estaba acostumbrada a recibir esa calidez, esa preocupación desinteresada. Lyonel no solo era hermoso por fuera; había en él una luz que contrastaba con todo lo que yo era: sombra, ruina, condena.
—N-no quiero molestarlo… —dije, bajando la mirada como si la timidez fuera real y no parte de mi juego.
—No es ninguna molestia —replicó, su sonrisa creciendo, irradiando una confianza que me era imposible resistir—. En casa tengo un médico que podría revisarla.
—Está bien… —acepté finalmente, como si me rindiera, aunque en realidad era el primer movimiento de una cacería. Esta vez, yo no era la invisible. Esta vez, yo era la sombra que avanzaba hacia la luz.
Me ayudó a caminar hacia su carruaje con una delicadeza que desarmaba cualquier muralla que yo hubiera construido. Su mano, firme pero cuidadosa, me sostenía como si temiera que pudiera romperme con un movimiento brusco. Cuando abrió la puerta, lo hizo con la misma solemnidad con la que se abre la entrada a un santuario. Me ofreció su mano de nuevo para que subiera, y por un instante, dudé en tomarla; no por desconfianza, sino por miedo a lo que ese contacto provocaba en mí. Finalmente, mis dedos se aferraron a los suyos, y esa breve unión me robó un suspiro que no me atreví a dejar escapar.
Me acomodé en el asiento de terciopelo, frente a él. La cercanía era sofocante, pero no de un modo desagradable; más bien, era como si el aire se llenara de electricidad y mis sentidos estuvieran demasiado atentos a cada gesto, a cada respiración suya. Su mirada, azul y profunda, me estudiaba con una mezcla de curiosidad y una chispa que iba más allá de la cortesía.
—¿Sabe por qué se desmayó? —preguntó. Su voz era como un bálsamo tibio que acariciaba las heridas que llevaba demasiado tiempo ocultas. La curva ligera de su sonrisa provocó que mis manos se entrelazaran sobre mi regazo, intentando controlar el temblor.
—No… no lo sé —respondí. La sinceridad me dolió como un puñal, porque en realidad sí lo sabía: no era el calor, ni el cansancio… era él.
—Entiendo. Tal vez fue un golpe de calor —dijo, con un tono tranquilizador que parecía más interesado en darme calma que en encontrar la verdadera causa.
Lo miré, insegura.
—¿De verdad no le estoy quitando su tiempo? —pregunté, bajando un poco la voz—. Creo que ya me siento un poco mejor.
Se apoyó en su puño, sonriendo con un gesto que parecía decir que yo era un misterio que no quería dejar escapar.
—Ya le dije que no se preocupe. Me sentiría mal si no la ayudara.
Asentí, y el silencio se apoderó de nosotros. Afuera, el camino se deslizaba lentamente, bordeado por árboles que parecían inclinarse para espiar quién viajaba en el carruaje. Me descubrí observando el paisaje para evitar que mis ojos regresaran a él, aunque era inútil; su presencia tiraba de mi atención como un imán.
Cuando la mansión Sinclair apareció a lo lejos, un escalofrío me recorrió la espalda. No era la misma visión fría que recordaba desde mi tumba: ahora, la casa parecía un faro encendido, un lugar que albergaba vida, risas y recuerdos. Esa calidez la hacía aún más peligrosa para mí.
El carruaje se detuvo suavemente, y al bajar, un joven mayordomo se apresuró a recibirnos.
—Mi señor, ¿está todo bien? —preguntó Gerald, con una mezcla exacta de respeto y preocupación.
—Sí, Gerald. Encontré a esta joven en el camino. Se desmayó y estaba algo desorientada. Por favor, avisa a Eliza que venga a la sala.
—Por supuesto, mi señor.
Lyonel me guió por el recibidor. El interior de la mansión me recibió con un aroma tenue a madera y cera de vela. La chimenea de la sala principal estaba encendida, y el fuego proyectaba sombras cálidas sobre las paredes. Me senté en un sofá mullido mientras él se acomodaba en un sillón frente a mí, sin apartar la mirada.
—¿Cómo se llama? —preguntó, con esa suavidad que parecía diseñada para derribar defensas.
—Me llamo A… —Me detuve a tiempo. Mi nombre real era un peligro—. Anna. Me llamo Anna.
El nombre falso se posó en mis labios como un disfraz que me sentaba demasiado bien. Sus ojos se iluminaron.
—Anna… un lindo nombre.
—Gracias… —susurré, consciente de que mi corazón golpeaba contra mis costillas como si quisiera escaparse.
Él sonrió con una cortesía que parecía natural en él, inclinando apenas la cabeza.
—Me llamo Lyonel —dijo, y su voz sonó como si pronunciara algo importante, algo que debía recordarse—. Es un placer conocerla, Anna.
—¿Y de dónde viene, si puedo preguntar? —dijo, inclinándose un poco hacia mí.
Vacilé. ¿Qué podía decirle? ¿Que venía del más allá? ¿Que mi hogar era un cementerio y mi familia, los muertos?
—De las afueras del pueblo. Mi familia se dedica a la ganadería —mentí, moldeando una historia que sonaba lo bastante real para que no despertara sospechas.
Lyonel asintió con un gesto de aprobación.
—Entiendo. Yo también tengo una amiga ganadera. Pero por ahora… —hizo una breve pausa, como si sus ojos quisieran asegurarse de que yo seguiría ahí cuando regresara— descansa un poco. El doctor vendrá en unos minutos para revisarla.
Yo asentí, aunque sabía que el verdadero peligro no era mi salud, sino lo que empezaba a despertar en mí.
El silencio en la sala se quebró con el eco de pasos elegantes, medidos, como si cada uno estuviera calculado para imponer presencia. Mi corazón, ya inquieto, se aceleró con un impulso que casi dolía.
La mujer que apareció en el umbral era una visión de serenidad y nobleza. Su sola presencia parecía ocupar el espacio sin esfuerzo, y cada fibra de mi ser se tensó, como si presintiera que algo en ella sería un obstáculo para mí.
Su cabello rubio, recogido en un peinado clásico que dejaba escapar algunos mechones suaves, enmarcaba un rostro ovalado y perfectamente equilibrado. La expresión era segura, directa, pero con una sutil melancolía en la mirada que me resultó inquietantemente atractiva. Llevaba un collar de perlas que se desplegaba en finas cadenas doradas, convergiendo en un pendiente en forma de lágrima. Los largos aretes a juego rozaban sus mejillas cuando giraba la cabeza. Su vestido, un corsé azul pálido con encaje delicado que se deslizaba por sus hombros, desprendía un aire de elegancia que parecía heredado, no aprendido.
¿Quién era ella? ¿Una doctora disfrazada de reina, o una reina disfrazada de doctora?
Una punzada de celos, afilada y repentina, me atravesó. La había llamado doctora, pero en su tono había algo más… algo que me hizo sentir que mi lugar allí era una intrusión.
—Lyonel, ¿qué ha pasado? —preguntó con voz suave, melodiosa, y en ese instante comprendí que no era solo una doctora. Había una cercanía en sus palabras que no podía fingirse.
—Eliza, encontré a esta joven en el camino. Se desmayó y me pareció que necesitaba ayuda —respondió Lyonel, dedicándole una sonrisa que me dejó un frío helado en el pecho.
Eliza se acercó con pasos fluidos y seguros. Sus ojos, claros como un amanecer de invierno, me examinaron con una mezcla de profesionalidad y una calidez genuina que, en lugar de tranquilizarme, me desarmó.
—Oh, querida… te ves muy pálida. ¿Estás bien? —Su voz era un bálsamo y, sin embargo, en mí provocó el efecto contrario. Sus manos, delicadas pero firmes, tomaron mi muñeca para sentir mi pulso, y su contacto me quemó como si estuviera marcando territorio.
—Sí… solo un poco aturdida —murmuré, consciente de que mi voz sonaba más débil de lo que pretendía.
—No te preocupes, trataré de ayudarte —dijo con una sonrisa serena. Sus palabras eran amabilidad pura, pero en mi interior se transformaron en una chispa de ira. ¿Quién se creía para ser tan genuinamente bondadosa conmigo?
Se sentó a mi lado, sus movimientos tan fluidos como el agua. Antes de ello, había desplegado sobre una mesita cercana un pequeño estuche de cuero, del que extrajo instrumentos finamente trabajados: una cuchara lingual de plata, un delicado estetoscopio de madera —de esos modelos nuevos que apenas empezaban a verse entre los médicos— y una lupa de latón para observar de cerca los ojos y la piel.
Con manos seguras y cálidas, colocó el estetoscopio contra mi pecho, inclinando levemente la cabeza para escuchar el ritmo de mi corazón. Luego, con la cuchara lingual, inspeccionó mi garganta a la luz de un candelabro que un sirviente acercó. Finalmente, me pidió que le mostrara las palmas y, con la lupa, observó la coloración de mi piel, como si buscara alguna señal de fiebre o agotamiento extremo.
Su ceño se relajó al concluir la revisión. Guardó cada instrumento con un cuidado meticuloso, como si fueran piezas de un tesoro.
—No es nada grave —dijo con voz tranquila—. Diría que ha sido un golpe de calor. Necesita reposar en un lugar fresco y beber suficiente agua. El desmayo debió de ser la forma en que su cuerpo le pidió un respiro.
Sus palabras eran amables, pero para mí sonaron como un juicio disfrazado de preocupación. Esa calma segura y protectora que irradiaba hacia Lyonel me irritaba más de lo que podía admitir.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, aún con esa sonrisa que parecía hecha para ganarse a cualquiera.
—Anna —respondí, pronunciando el nombre falso como si fuera una muralla que me protegía de revelar quién era en realidad.
—Eres muy hermosa, Anna —comentó con sinceridad—. Me llamo…
—¿Cómo conociste a Lyonel? —la interrumpí sin poder controlar el impulso. La curiosidad y los celos me empujaron a interponerme antes de que pudiera decir algo más.
Eliza rió suavemente. Su risa era como el tintinear de copas finas, dulce pero con un eco que me erizó la piel.
—Nos conocimos de niños. Las familias Sinclair tienen un estatus muy alto, y mi familia forma parte de la realeza. Nos presentaron en una de esas eternas y aburridas fiestas aristocráticas… y desde entonces somos muy buenos amigos.
—¿Eres… de la realeza? —pregunté, sin ocultar mi sorpresa.
—Sí —respondió con naturalidad, sin un ápice de arrogancia—. Mi padre es hermano del rey.
La revelación me dejó un sabor metálico en la boca. No eran solo celos; era un veneno antiguo, el mismo que había sentido en otras vidas, otras muertes. Amigos de la infancia, sangre real, un pasado compartido que yo no podría borrar… y una intimidad tácita que se respiraba entre ellos.
Sonreí, aunque mi sonrisa era tan falsa como el nombre que había dado.
—Qué interesante… —dije, fingiendo cortesía—. Gracias por ayudarme.
Pero mientras lo decía, ya sabía que mi obsesión por Lyonel acababa de encontrar un nuevo obstáculo… y que, tarde o temprano, tendría que apartarlo del camino.