Soy Graciela, una mujer casada y con un matrimonio perfecto a los ojos de la sociedad, un hombre profesional, trabajador y de buenos principios.
Todas las chicas me envidian, deseando tener todo lo que tengo y yo deseando lo de ellas, lo que Pepe muestra fuera de casa, no es lo mismo que vivimos en el interior de nuestras paredes grandes y blancas, a veces siento que vivo en un manicomio.
Todo mi mundo se volverá de cabeza tras conocer al socio de mi esposo, tan diferente a lo que conozco de un hombre, Simon, así se llama el hombre que ha robado mi paz mental.
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La querida del señor Benítez.
Cada quien en su lugar.
Pepe tomó de la mano a Abril con firmeza, sin ocultarse, sin preocuparse por las miradas inquisitivas de sus empleados, que disimulaban mal su asombro al ver a la joven salir de la oficina de CEO. El rumor sería inmediato, pero a Pepe no le importaba. Ya había tomado una decisión. Ella era la mujer que quería lucir esa noche, sin importar las consecuencias.
Bajaron por el ascensor privado que conectaba directamente con el garaje subterráneo. Abril mantenía la frente en alto, orgullosa, confiada. El gesto de su jefe le daba una sensación de triunfo que no esperaba. No importaba que aún no se hubieran acostado. Ella se sentía elegida, como si hubiera conquistado algo más allá de lo físico. El pez gordo la había tomado de la mano, le había dicho que la llevaría a comprar un vestido nuevo uno hermoso, uno a la altura de la noche. Porque esa noche, ella iba a deslumbrar.
Pepe, galante, le abrió la puerta del copiloto del sedán negro. Abril se acomodó en el asiento con una sonrisa que apenas podía controlar. El lujo, la atención, la exclusividad… todo era parte del juego que ella había sabido mover a su favor. Pepe no dijo una palabra durante el trayecto, concentrado en la carretera, pero su mandíbula estaba tensa. Abril no lo notó: estaba demasiado ocupada soñando con los flashes que la rodearían cuando llegara del brazo de su jefe a aquella gala.
El auto se detuvo frente a una boutique de vitrinas amplias y elegantes. Maniquíes bien iluminados lucían vestidos de gala con cortes refinados y telas que parecían flotar en el aire. Entraron juntos. La campanilla de la puerta anunció su llegada, y desde el fondo, la dueña del lugar levantó la vista.
—¡Pepe Benítez! —murmuró Lourdes, la dueña, con sorpresa. Hacía tiempo que no lo veía en persona. En las últimas visitas, su esposa Graciela era quien venía, a veces con amigas, a veces con el chófer. Nunca con su marido.
Lourdes estaba ocupada con una clienta habitual, así que hizo un gesto a una de sus empleadas, una joven nueva que apenas llevaba una semana.
—Ve tú. Atiende a los señores Benítez. Ya sabes quién es, ¿no?—
La empleada se puso nerviosa al instante.
—Pero señora Lourdes… yo apenas estoy comenzando—
—¡Ve! —ordenó Lourdes con una mirada asesina—. Imprime la información de Graciela Benítez en el ordenador. ¡Ya!—
La chica obedeció a trompicones, temblando, mientras miraba de reojo a Pepe, que entraba del brazo de una mujer que no era su esposa. Nadie le había dicho que el señor Benítez tenía… ¿una amante? ¿Una segunda esposa? Todo el lugar parecía paralizado por unos segundos. Pero los negocios eran los negocios, y la atención debía ser profesional.
La empleada se presentó con un tímido "buenas tardes" y condujo a la pareja hacia una sala privada, decorada con espejos, sillones cómodos y un perchero dorado. Trajo dos copas de champán, temblando al servirlas, y preguntó con una sonrisa forzada:
—¿Qué desea la señorita?—
Pepe la miró, tomando un sorbo de su copa.
—Un vestido negro. Elegante, para una noche de gala. Que no tenga demasiadas piedras… ya con su cuerpo llamativo es suficiente— respondió Pepe con dominio.
Abril soltó una risita orgullosa, mientras la empleada asentía y se retiraba para buscar opciones. Recorrió los percheros, recordando las medidas de Graciela Benítez. Tomó varios modelos elegantes, sobrios pero sensuales, todos en negro. Ella era inocente al no conocer a Graciela.
Al regresar, pidió a Abril que la acompañara a los probadores. Abril aceptó encantada, sintiéndose una estrella.
El primer vestido fue un fracaso. Al intentar cerrar el cierre en la espalda, la prenda se trabó en la mitad.
—¡Ay! —se quejó Abril— ¿Qué es esto? ¿Por qué me traes algo tan pequeño?—
—Disculpe, señorita, pensé que...
—¡Piensas mal! —la interrumpió Abril, molesta—. ¿Acaso no sabes ver tallas?—
La empleada tragó saliva. No debía discutir. Así que pidió disculpas y sacó el segundo vestido, uno con caída en A y un escote cruzado. Abril se animó, aceptó la ayuda, pero al intentar colocárselo, sus caderas no entraron.
—¡Inútil! —exclamó Abril, perdiendo la paciencia—. ¿Qué te pasa? ¡Esto tampoco me entra!—
La empleada, que hasta ahora había aguantado todo, ya no pudo más.
—¡Esas son las medidas que están guardadas en la base de datos! —dijo con voz firme—. No es mi culpa que haya engordado—
El silencio en el probador fue denso por un segundo.
—¿Qué dijiste? —bufó Abril.
—Que esas tallas las saqué de la base de datos —replicó la empleada, ahora sin filtro—. Tal vez usted ha comido de más—
—¡Me estás llamando gorda! ¡Eres una maldita! ¡Te voy a denunciar!—
Pepe escuchó el escándalo desde la sala principal y corrió al probador, justo cuando Lourdes también se acercaba, alarmada por los gritos.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —bramó Pepe.
Abril se lanzó a sus brazos como una niña mimada.
—¡Esta mujer me está haciendo perder el tiempo! ¡Ningún vestido me queda bien! ¡Me está insultando!—
La empleada, roja de rabia, respondió con dignidad:
—Señor, traje las medidas que están registradas. Lo lamento si no corresponden, pero no hice nada con mala intención—
Lourdes llegó justo detrás y se quedó congelada al ver a Abril.
—Vaya, así que la nueva querida del señor Benítez —murmuró con desdén.
Pepe apretó la mandíbula.
—Cuidado con tus palabras, Lourdes—
—¿Y por qué habría de tener cuidado? —respondió la mujer sin miedo—. Siempre he atendido a su esposa con respeto. No pensé que vendría con otra mujer. Pero claro, los tiempos cambian, ¿no?—
—No es asunto tuyo—
—Lo es cuando en mi boutique se forma una escena ridícula —añadió Lourdes, y giró hacia su empleada—. Busca el vestido que necesita la señorita y termina de atenderlos. El vestido va por la casa—
Abril levantó la ceja, sorprendida.
—¿Gratis?—
—Sí, gratis. Así terminamos pronto y evito que el chisme llegue a la señora Graciela por otro lado —espetó Lourdes antes de marcharse.
Pepe se quedó sin palabras. Nunca alguien se le había enfrentado así, y menos en un espacio donde él tenía poder. La humillación lo hizo apretar los dientes. Lourdes se marchó con el mismo aplomo con que había llegado, dejando a una empleada temblorosa, una amante ofendida, y un poderoso empresario furioso.
—Esto es inadmisible —masculló Pepe.
Pero no hizo más. Solo miró a Abril y le dijo:
—Pruébate el vestido que te traigan. Y que sea el último—
Abril, ahora más controlada, se sentó y bebió el resto de su champán. La escena había sido más tensa de lo que imaginó. El mundo de los ricos no era tan fácil como creía.
La empleada regresó con un vestido nuevo. Negro, elegante, de tela fluida y escote profundo. Abril se lo probó, esta vez sin ayuda. Cuando salió, Pepe la miró de arriba abajo y asintió.
—Perfecto—
No dijo más. No sonrió. No halagó.
Pagaron, aunque Lourdes había dicho que era cortesía de la casa, Pepe dejó una cantidad importante sobre el mostrador y salieron sin decir adiós.
En el auto, el silencio se volvió pesado.
Abril no se atrevió a hablar. Ya no era el mismo juego de antes. Ya no había sonrisa de conquista en su rostro.
Y Pepe… solo conducía, mirando al frente, como si buscara entender cómo un simple vestido podía abrirle grietas a su imperio.
Pepe ahora se siente en las nubes con tanto halago que lo compara con el comportamiento de su madre y Graciela.