Catia Martinez, una joven inocente y amable con sueños por cumplir y un futuro brillante. Alejandro Carrero empresario imponente acostumbrado a ordenar y que los demás obedecieran. Sus caminos se cruzarán haciendo que sus vidas cambiarán de rumbo y obligandolos a permanecer entre el amor y el odio.
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Capitulo X
El comedor de la hacienda, iluminado por los grandes ventanales que daban al jardín, era un escenario de porcelana fina y cubiertos de plata. El desayuno era suntuoso, pero para Catia y Alejandro, se sentía como una trampa cuidadosamente preparada.
Don Rafael presidía la mesa, observándolos con esa intensidad calmada que hacía a Alejandro temblar de frustración. Catia se sentó junto a Alejandro, forzando una sonrisa afectuosa mientras él, con un gesto estudiado de posesividad relajada, le colocaba una mano en la parte baja de la espalda. Era un toque sutil y formal, pero la piel de Catia se erizó bajo la tela de su camisa.
Don Rafael atacó directamente, sin preámbulos.
—Catia, querida. Alejandro me ha dicho que su romance es... inusual. Un hombre de negocios como él no se detiene por trivialidades. Dime, ¿dónde fue exactamente la primera vez que te humilló, para que él se sintiera atraído?
Catia sonrió, con la actuación lista, y le dio un codazo juguetón a Alejandro, que la miró con asombro por su rapidez.
—No fue una humillación, abuelo. Fue una lección de respeto. Yo estaba furiosa porque él intentó saltarse la fila en la panadería de mi tía. Él, acostumbrado a que el mundo se doblegue, no entendía por qué una joven con un delantal se atrevía a gritarle. Lo eché, y él me dijo que volvería por el café.
—Y él volvió, por supuesto —continuó Alejandro, tomando el relevo en la narrativa—. Porque ella no era una transacción. Era un desafío.
Don Rafael asintió lentamente, intrigado. El giro de la historia, donde el empresario era el suplicante, le gustaba.
—Un desafío. Bien. ¿Y cuándo dejó de ser una pelea de gallos para ser un romance? ¿La primera cena? ¿El primer regalo?
Catia se puso tensa. Alejandro le había prohibido hablar de cualquier cita formal que pudiera ser rastreada. Ella no sabía qué responder.
—Fue... —comenzó Catia, buscando desesperadamente el detalle íntimo que habían inventado, pero solo encontró el vacío.
El pánico se apoderó de ella. Recordó la regla de la suite: si olvidas un detalle, bésame.
Sin pensar, antes de que Don Rafael pudiera notar la duda en sus ojos, Catia se giró hacia Alejandro, su mano se posó en su nuca y lo besó.
No fue un beso de farsa como el de anoche. Fue un beso de desesperación, íntimo y posesivo, con el temor de su vida en juego. Por un segundo, el mundo de Alejandro se detuvo. El pavo del sándwich, el caos en la oficina, la fila de almohadas; todo se desvaneció. Catia, la joven que vivía en el miedo y la bondad, se aferraba a él como si fuera su única ancla.
El beso se extendió por un momento demasiado largo para ser solo una actuación ante un abuelo.
Cuando Catia se apartó, con las mejillas ardiendo y la respiración entrecortada, Don Rafael no sonreía. Su mirada, de repente, estaba grave y cargada de nostalgia y entendimiento.
—Vaya —dijo Don Rafael, con la voz baja—. Entonces, él también te robó un beso delante de la comida, como yo hice con Isabel.
Catia miró a Alejandro, cuyo rostro estaba en shock. El beso de emergencia había sido tan real que había tocado una fibra profunda en la memoria del patriarca.
—Y tu primera muestra de amor fue el sándwich de pavo —dijo Don Rafael, recordando un detalle que Catia pensó que había sido olvidado—. La comida es la forma en que las mujeres demuestran amor.
Alejandro, por fin, se recompuso, aún lidiando con el impacto del beso inesperado. Tomó la mano de Catia y la entrelazó con la suya, una acción que ahora sentía como una necesidad real.
—Ella se preocupa por mí, abuelo. Y eso es lo único que importa.
El desayuno terminó con una victoria. Don Rafael estaba, si no convencido de la fecha de la boda, al menos profundamente intrigado y creyendo en la autenticidad de la pasión que acababa de presenciar. La deuda de Catia acababa de costarle a Alejandro no solo la compostura, sino también la primera prueba de una verdad peligrosa: sus sentimientos por ella no eran puramente profesionales.
La Suite Nupcial se sentía más pequeña que nunca cuando Alejandro y Catia regresaron después del desayuno. El aire estaba espeso, cargado con el recuerdo del beso. Catia se dirigió al tocador y se puso de espaldas a él, fingiendo arreglar su cabello.
Alejandro, por su parte, se movió hacia la ventana. Su calma habitual había sido sustituida por una inquietud palpable. La luz de la mañana revelaba una mancha sutil en el cuello de su camisa, donde Catia lo había sujetado.
—No fue un beso de farsa, Catia —dijo Alejandro, con la voz baja y áspera.
La acusación, directa y sin rodeos, hizo que Catia se tensara. Se giró, enfrentándolo.
—Fue un beso de deuda, señor Carrero. Estaba pagando mi error. Usted sabe que su abuelo iba a descubrir nuestra mentira si yo dudaba. Mi vida y la de mi tía están atadas a su futuro. No me atrevería a arruinar esto por... por sentimientos.
—No hablo de tus sentimientos —replicó Alejandro, dándose la vuelta para mirarla con una intensidad que la hizo temblar—. Hablo de los míos.
Catia lo miró con incredulidad. Este era el hombre que negaba la existencia de la afectividad, el mismo que la había mirado con desprecio gélido durante dos meses.
—Usted no tiene sentimientos, señor Carrero. Solo eficiencia.
—Tú tienes razón. O al menos, eso creía —dijo él, dando un paso lento hacia ella—. Durante dos meses, has sido una molestia necesaria. El desorden en mi vida que no pude erradicar. Creí que si te humillaba, si te exigía lo imposible, te romperías y confirmarías mi creencia: que la amabilidad es debilidad.
Alejandro se detuvo a solo un paso de ella. Su cercanía era un imán peligroso.
—Y luego, me cocinas un sándwich de pavo. Y trabajas dieciocho horas diarias sin una sola queja. Y hoy, en lugar de rogar, me besas con el mismo fuego con el que hacías tu trabajo. Ese beso no fue un contrato, Catia. Fue una advertencia.
Su mirada se oscureció. —Me has provocado una reacción que no tengo catalogada. No es admiración profesional; es más fuerte. Me molesta que estés aquí, pero me aterra la idea de que te vayas. Y cuando te besé, sentí algo que se parece a la... necesidad.
Alejandro pensaba que si poseía el cuerpo de Catia la locura que se había despertado en el desaparecería, pero hasta que eso pasara tendria que mantenerse controlado, Catia para el era como todas las otras mujeres a las que habia llevado a la cama, es decir, una vez que se entregaban él perdía el interés por ellas.