Una amor cultivado desde la adolescencia. Separados por malentendidos y prejuicios. Madres y padres sobreprotectores que ven crecer a sus hijos y formar su hogar.
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Cap. 5 ¡No es lo que crees! Yo... yo…
El celular de Samira rebotó en la alfombra con un golpe sordo.
—¿Qué voy a hacer? ¡Mamá me va a matar! ¡No sé dónde está mi hermana! —gritó, y empezó a correr en círculos por la sala como un hámster en una rueda, totalmente poseída por el pánico.
Rodrigo, mientras tanto, miraba el teléfono que vibraba en su mano como si fuera una granada sin seguro. Palideció. Si contestaba, tendría que mentir a la mujer más intuitiva del planeta, y fallaría. Si no contestaba, su nombre quedaría tachado para siempre de la lista de invitados a las cenas de los Ferrer-Monterrosa.
—De cualquier forma... —murmuró, con los ojos desencajados— ya soy hombre muerto.
Con la determinación de un condenado caminando hacia el cadalso, Samira tomó el teléfono de las manos temblorosas de Rodrigo. Al ponerlo en su oído, supo que su destino estaba sellado.
—Hola, mami —dijo con una vocecita que pretendía ser dulce y solo logró ser patética.
Al otro lado de la línea hubo un silencio calculado, cargado de una inteligencia que siempre la ponía nerviosa. Entonces, la voz de Bernarda, una mezcla de miel y acero, llenó el espacio. Era firme, como siempre, pero con una cadencia melodiosa que no ocultaba su poder.
—Hola, cariño. ¿Estás con Rodri? —preguntó, y Samira pudo sentir cómo su madre descartaba las formalidades para ir al grano.
—¿Dónde está tu hermana? La llamo y no contesta.
La calma en su tono era más aterradora que cualquier grito. Samira podía sentir el mal presentimiento de su madre, un presentimiento que resonaba con el suyo propio.
—Mami, la verdad... la verdad no sé —tartamudeó, la voz quebrándose.
—He estado llamándola todo el día. Su compañera de trabajo me dijo que se fue al baño y... no volvió. Pero... —hizo una pausa, tragando saliva.
—También me dijeron por ahí que Diego desapareció más o menos a la misma hora. Tal vez... tal vez estén juntos —terminó de decir, casi en un susurro, esperando el estallido.
Se instaló un silencio de terror, tan denso que Samira pudo escuchar el latido de su propio corazón. Finalmente, Bernarda habló de nuevo, y su voz era peligrosamente serena.
—Bien, cariño. Yo me encargo. Pero no dejes que tu padre se entere, advirtió con una calma aterradora, o va a terminar en prisión por asesinar a ese muchacho. Ya sabes cómo es.
La línea se cortó. Claro que lo sabía. Su padre, Alexander, era un hombre tranquilo... hasta que se trataba de sus hijas. Podía matar a medio planeta menos a ellas y a Bernarda, pero su furia era legendaria.
Sin embargo, lo que más heló la sangre de Samira no fue la posible reacción de su padre, sino la determinación en la voz de su madre. Bernarda, "encargándose" de algo, significaba que movería cielo, mar y tierra con sus influencias. Y si encontraba a Belle y a Diego en medio de... "Alguna tontería", no habría ley de hielo que valiera. Sería un invierno nuclear.
Mientras el descontrol y el apocalipsis Ferrer-Monterrosa se desataba en el resto de la ciudad, en la suite del hotel reinaba una paz recién descubierta. Diego y Belle acababan de almorzar, tarde pero satisfechos, habiendo pasado la mañana enredados en las sábanas y en conversaciones profundas. Habían hablado, aclarado cosas y, sobre todo, habían reafirmado lo que siempre supieron en el fondo: se amaban con locura. Un amor que había nacido dulce, puro e infantil, y que con los años había madurado en una pasión que ahora se sentía tan natural como respirar.
Fue en ese éxtasis de reconciliación cuando Belle frunció el ceño.
—Oye, ¿dónde está mi celular?
Diego, que estaba recogiendo la bandeja del desayuno, se detuvo.
—Ah, cierto. El mío tampoco aparece —dijo mirando para todo lado, la persecución de los celulares había comenzado
Una búsqueda apresurada comenzó por la habitación, interrumpida de pronto por unos golpes en la puerta, firmes y discretos.
Distraído por la búsqueda, Diego se acercó a la puerta con el ceño aún fruncido. La abrió con su gesto habitual, serio y un poco distante, esperando quizás a un botones.
Pero no era un botones.
Era Bernarda Monterrosa. Impecable, serena y con una mirada de hielo polar que lo atravesó desde el umbral. Sus hermosos ojos azules, infinitamente aterradores, se clavaron en los suyos sin pestañear.
Cualquier otro hombre habría palidecido o balbuceado. El cerebro de Diego, en un acto de puro pánico y cortesía programada, hizo que sus labios se curvaran en una sonrisa amplia y perfecta, digna del anuncio de una pasta dental.
En ese instante, lo supo. No había explicación, excusa o encanto masculino que pudiera salvarlo.
Estaba en problemas. Era hombre muerto.
Belle, al no escuchar el intercambio habitual con un botones, se acercó a la puerta. Aún llevaba puesta la camisa de Diego, y una sonrisa tímida y feliz jugaba en sus labios.
Entonces la vio.
El mundo se detuvo.
—¿M-Mami...? —logró articular, y la palabra sonó como un susurro al borde del desmayo.
Bernarda, sin inmutarse, deslizó su mirada glacial sobre la escena: su hija, despeinada y con la camisa de un hombre. Una sonrisa fría y perfecta, más aterradora que cualquier grito, se dibujó en sus labios.
—Cariño —dijo, con una calma que helaba la sangre—, te espero en el auto.
Se dio la vuelta con la elegancia altiva de una reina, retirándose de una ejecución, dejando un rastro de terror en el aire. Pero el suplicio no había terminado. Detrás de ella, como apareciendo de la nada, estaba Angie, la media hermana de Bernarda y, para colmo del destino, la madrastra de Diego y Rodrigo. Sostenía unas bolsas de ropa con una expresión de tierna y horrorizada comprensión.
—Diego... Belle —saludó Angie con una vocecita que pretendía ser neutral.
En ese instante, Diego quiso que la tierra se lo tragara, lo escupiera en el espacio exterior y que un agujero negro acabara con su existencia para siempre. Belle, por su parte, anheló ser tragada por el suelo, digerida por el núcleo terrestre y escupida en una remota aldea de Katmandú donde nadie supiera su nombre.
—¡M-Mamá! —se atragantó Diego, forzado por la culpa y el pánico. Angie era un sol, los había tratado con una bondad inmensa a él y a Rodrigo, aunque solo su hermano menor se atrevía a llamarla "mamá"
—¡No es lo que crees! Yo... yo…