Un joven talentoso pero algo desorganizado consigue empleo como secretario de un empresario frío y perfeccionista. Lo que empieza como choques y malentendidos laborales se convierte en complicidad, amistad y, poco a poco, en un romance inesperado que desafía estereotipos, miedos y las presiones sociales.
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CAPITULO 4
Confusión en el corazón
El lunes siguiente amaneció extraño. No sabría explicarlo del todo, pero había algo en el ambiente, como si después de la comida con Valeria y Samuel se hubiera abierto una grieta invisible.
Yo, al menos, me sentía más confiado. Hablar sin tartamudear se había convertido en una pequeña victoria personal, y Alejandro no me había corregido tanto en los últimos días. Pero lo que realmente me inquietaba era la forma en que, de vez en cuando, sus ojos se posaban en mí como si intentaran descifrar algo que ni él entendía.
Ese día lo noté más serio de lo habitual. No es que Alejandro fuera un hombre alegre —todos sabíamos que su carácter era tan templado como el acero—, pero había una rigidez especial en sus gestos.
Me acerqué con los documentos que me había pedido.
—Aquí están, señor Rivera —dije, dejando la carpeta sobre su escritorio.
—Gracias, Torres —respondió con voz grave, sin mirarme.
Me quedé de pie unos segundos, esperando alguna instrucción, pero él seguía revisando el contenido de la carpeta. Cuando por fin levantó la mirada, me sorprendió con una pregunta que jamás habría esperado.
—¿Te ves mucho con tu amigo Samuel?
Parpadeé, confundido.
—Pues… sí. Hemos sido inseparables desde niños. ¿Por qué lo pregunta?
—Solo curiosidad —respondió rápido, como queriendo cerrar el tema.
Pero la expresión de su rostro lo delataba. Sus ojos grises se habían endurecido, y su mandíbula estaba más tensa de lo normal.
—Es un buen amigo —añadí, intentando sonar neutral.
—Me quedó claro —murmuró, y volvió a sus papeles.
Me retiré a mi escritorio, pero mi mente ya no estaba en el trabajo. ¿Por qué me preguntaba eso? ¿Le molestaba que Samuel apareciera?
La mañana transcurrió en silencio. Yo intentaba concentrarme, pero cada vez que levantaba la vista lo encontraba observándome. No de manera obvia, claro, sino en esos instantes en que uno cree que nadie lo ve. Y cuando nuestras miradas se encontraban, él desviaba los ojos como si nada hubiera pasado.
Al mediodía, Valeria apareció como una ráfaga de aire fresco.
—¡Buenos días, chicos! —saludó, depositando una bolsa con cafés sobre mi escritorio—. Pensé que podrían necesitar energía extra.
—Siempre tan atenta, Valeria —respondió Alejandro, más relajado de lo que había estado toda la mañana.
Ella se acercó a mí y me entregó un vaso.
—¿Y tú, Gabriel? ¿Cómo vas sobreviviendo a este hombre tan exigente?
—Voy aprendiendo —respondí con una sonrisa tímida.
—No solo aprendiendo —intervino Alejandro de repente—. Está mejorando rápido.
Me giré hacia él, sorprendido. No era común que el señor Rivera elogiara a alguien frente a terceros, y mucho menos a su secretario novato. Valeria arqueó una ceja, divertida.
—¡Vaya, vaya! Qué halago tan inesperado.
Yo no sabía qué decir. Solo sentí que mi pecho se calentaba de orgullo.
Valeria se sentó en el sillón y cruzó las piernas.
—Estaba pensando… ¿qué tal si organizamos una salida este fin de semana? Algo relajado. Gabriel, podrías traer a Samuel. Y Alejandro, obviamente, tú también.
—Estoy ocupado este fin de semana —respondió él al instante.
—Siempre dices lo mismo. —Ella lo miró con picardía—. Un poco de vida no te hará daño.
—No es necesario —cortó él, tajante.
El silencio cayó por un momento. Yo jugueteaba con la tapa de mi vaso, incómodo.
Valeria suspiró.
—Está bien. Pero algún día los sacaré de esta oficina, lo prometo.
La tarde fue larga. Cuando Valeria se fue, el ambiente quedó extraño. Alejandro parecía ensimismado, como si peleara con sus propios pensamientos.
Alrededor de las seis, se levantó de golpe.
—Torres, venga conmigo.
—¿A dónde?
—A revisar el nuevo contrato en la sala de juntas.
Lo seguí en silencio. En la amplia sala, con la luz del atardecer colándose por los ventanales, nos sentamos frente a frente. Él repasaba los documentos, pero yo sentía la tensión en el aire.
—¿Algo anda mal, señor? —pregunté con cautela.
—No. —Su respuesta fue seca, pero no convincente.
Hubo un momento en que nuestras manos se rozaron al tomar el mismo bolígrafo. No fue intencional, pero la electricidad que recorrió mi piel me tomó por sorpresa.
Alejandro apartó la mano de inmediato, demasiado rápido, como si hubiera tocado fuego. Su ceño se frunció más de lo normal.
Yo no sabía qué pensar.
—Torres —dijo de repente, con voz baja, casi ronca—, no deje que la gente lo distraiga demasiado. Aquí dentro hay que mantenerse enfocado.
—Lo sé, señor.
—Bien. —Se levantó bruscamente, recogiendo los papeles—. Terminamos por hoy.
Salió de la sala casi huyendo, dejándome con un torbellino de emociones.
Esa noche, en mi pequeño departamento, le conté a Samuel lo sucedido por teléfono.
—Amigo —dijo entre risas—, me estás diciendo que tu jefe parece celoso.
—¡No es celoso! —protesté, aunque mi voz sonó insegura.
—Gabriel, por favor. Preguntó por mí, te miraba raro, y ahora hasta te elogia en público. Ese hombre siente algo.
—Eso es imposible —susurré, negando con la cabeza.
Samuel soltó un silbido.
—Imposible, no. Difícil, sí. Pero yo que tú estaría atento.
Colgué con el corazón latiendo rápido. ¿Y si tenía razón?
Al día siguiente, intenté comportarme como siempre, pero era inútil. Cada gesto de Alejandro me parecía cargado de significados ocultos. Cuando me pedía un café, cuando revisaba mis notas, incluso cuando corregía un error, había algo en su mirada que antes no estaba.
Lo más confuso era que yo tampoco estaba indiferente.
En un momento, mientras leía un documento, noté que sus dedos tamborileaban sobre la mesa. Una costumbre nerviosa que jamás había visto en él.
—¿Está bien, señor? —me atreví a preguntar.
Él me miró fijamente. Demasiado fijamente.
—Sí —respondió al fin, pero su voz sonó extraña, como si luchara contra algo.
Se inclinó hacia atrás en su silla, apartando la vista.
—Torres, recuerde que esto es un ambiente laboral.
—Lo sé. —Tragué saliva—. ¿Por qué lo dice?
—Porque… —se detuvo, buscando las palabras—. Porque no debe confundirse.
Me quedé helado. ¿Confundirse? ¿Con qué?
Pero él no explicó nada más.
Esa noche me costó dormir. Sus palabras resonaban en mi cabeza. No debe confundirse.
¿Era una advertencia? ¿O acaso se lo decía a sí mismo más que a mí?
No tenía respuestas. Solo un torbellino en el pecho y la certeza de que algo estaba cambiando entre nosotros, aunque Alejandro intentara negarlo.
Y lo peor… o lo mejor… era que yo tampoco quería que nada volviera a ser como antes.