Leda jamás imaginó que su luna de miel terminaría en una pesadilla.
Ella y su esposo Ángel caminaban por un sendero solitario en el bosque de Blacksire, riendo, tomados de la mano, cuando un gruñido profundo quebró la calma. Un hedor nauseabundo los envolvió. De pronto, el sendero desapareció; sólo quedaba la inmensidad oscura y una luna blanca, enorme, que parecía observarlos.
—¿Oíste eso? —susurró Leda, el corazón desbocado.
Ángel apretó su mano.
—Debe ser un animal. Vamos, no te asustes.
Pero el gruñido volvió, más cerca. El depredador jugaba con ellos, acechándolos. Un crujido a su derecha. Otro, detrás. Los gruñidos iban y venían, como si se burlara.
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SANGRE EN LA NIEVE
Ikki llegó al lugar donde yacía el cuerpo del esposo de Leda. Ángel seguía intacto. Nadie lo había tocado.
El alfa suspiró, profundo. Muy en el fondo, temía que su luna lo odiara para siempre si fallaba en esto.
—Lo llevaremos por tandas —ordenó, su voz grave—. Primero tú, Max. Luego tú, Abel.
—Sí, alfa.
Max cargó el cuerpo. El olor a muerte y sangre impregnó el aire. Apenas dieron los primeros pasos cuando lo sintieron: sombras moviéndose entre los árboles. Figuras negras. Ojos rojos como brasas. El hedor pútrido de los rogues.
—¡Corran! —rugió Orión en la mente de Ikki.
El primer ataque llegó como un relámpago. Uno de los rogues se lanzó sobre Matt, pero Orión se interpuso. De un solo mordisco le partió el cuello. El crujido retumbó en la espesura. Detrás de él, otro rugido. Otro salto. Y así, como ratas, empezaron a salir por todas partes.
Los árboles parecían escupir monstruos. Eran seis. O más.
Ikki —ya convertido en Orión— gruñó, los colmillos goteando sangre.
—Cuando vean una brecha… ¡corren! Yo me encargo.
Los lobos de Max y Abel respondieron con un gruñido, tensos, el pelaje erizado.
Los rogues atacaron como una ola negra. Max esquivaba como podía, cargando el cuerpo humano sobre un tronco improvisado. Abel se lanzó contra los que se acercaban, sus fauces abriéndose en un mordisco letal.
Pero cuatro rogues rodearon a Orión. El primero le mordió la pata trasera. El segundo lo enganchó por la delantera. El tercero se aferró a sus costillas. El cuarto fue directo a su cuello.
El aullido de Orión hizo temblar la tierra. Sus ojos se volvieron negros, sus músculos tensos como acero. La sangre manaba de sus heridas, pero su poder ancestral despertó con furia.
Sus garras se clavaron en el rostro del rogue que lo sujetaba atrás, arrancándole un ojo en un chorro de sangre negra. Con un giro brutal, desgarró la garganta del que le mordía el costado.
Pero los otros dos seguían aferrados a su carne, arrancando jirones. Orión se revolcó en el suelo, gruñendo, mientras el dolor lo atravesaba como fuego. El colmillo del rogue le abrió la pata delantera. La sangre empapó la nieve.
El alfa lanzó un rugido que quebró el silencio del bosque. Con una fuerza demencial, se zafó. Saltó sobre el más grande y le atravesó el cuello con sus colmillos, de lado a lado. El otro se aferró desesperado a su piel, como una garrapata. Orión se revolcó una vez más, lo aplastó contra el suelo y lo miró a los ojos.
En los ojos del rogue brillaba la muerte inminente. Y entonces… la recibió. Orión le arrancó la tráquea de un solo mordisco y lo lanzó lejos, hecho trizas.
Silencio. Solo su respiración, y el bosque cubierto de sangre.
Orión se irguió, ensangrentado, la pata desgarrada, el pelaje blanco teñido de carmesí. Y aulló.
Un aullido tan poderoso que retumbó por todo el valle. Primigenio. Ancestral. De linaje puro.
Los rogues huyeron como ratas. Orión, cojeando, salió a la pradera. El dolor era insoportable, pero estaba acostumbrado a sangrar. Corrió. Corrió hasta que encontró a Max y Abel, que habían logrado avanzar con el cuerpo.
Abel había matado al quinto rogue. Al escuchar el aullido, ambos sonrieron, orgullosos. Y cuando menos lo esperaron, Orión apareció a su lado, jadeante y cubierto de sangre.
—¡Alfa, estás herido! —ladró Abel.
—Corran —gruñó él—. Falta poco. No es nada.
Pero sí era. El dolor le quemaba cada músculo. Aun así, no se detuvo hasta ver las luces de la manada.
Cuando cruzaron el último claro, Orión alzó el hocico y lanzó un aullido de regreso. Un rugido que heló la sangre y anunció victoria.
Los lobos de la manada salieron corriendo a recibirlos. Niños, hembras, guerreros.
Leda estaba entre ellos.
Lo vio llegar.
Cubierto de sangre, con la pata colgando, el pelaje blanco convertido en un lienzo carmesí.
Y lo miró con horror.