Griselda murió… o eso cree. Despertó en una habitación blanca donde una figura enigmática le ofreció una nueva vida. Pero lo que parecía un renacer se convierte en una trampa: ha sido enviada a un mundo de cuentos de hadas, donde la magia reina… y las mentiras también.
Ahora es Griselda de Montclair, una figura secundaria en el cuento de “Cenicienta”… solo que esta versión es muy diferente a la que recuerdas. Suertucienta —como la llama con mordaz ironía— no es una víctima, sino una joven manipuladora que lleva años saboteando a la familia Montclair desde las sombras.
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capítulo 5
La noche anterior a la visita de los príncipes, Griselda tenía un plan.
Después de un día de escuchar a Lucinda, su dulce y manipuladora hermanastra, practicar sonrisas frente al espejo y ensayar cómo colocar el pie con gracia, Griselda decidió que era momento de tomar cartas —y sal— en el asunto.
En la cocina, preparó una infusión “especial”.
—Té relajante para los nervios del gran día, hermanita —dijo con una sonrisa angelical, ofreciendo una taza humeante.
Lucinda la miró con suspicacia. —¿Qué lleva?
—Agua, pétalos de lavanda... y una pizca de sal del Himalaya. Para purificar el espíritu —respondió, exagerando su acento espiritual.
Lucinda, demasiado emocionada por la visita del príncipe como para sospechar, lo bebió de un trago.
—Ay... está medio raro.
—Claro, lo amargo es el karma saliendo —respondió Griselda, mientras anotaba mentalmente que aumentar la dosis al día siguiente sería un toque de arte.
Durante toda la noche, Lucinda no paró de ir al baño y, a la mañana siguiente, sus pies parecían bollos de pan mal horneados.
—¡¿Qué me pasa?! —gimió, intentando ponerse los zapatos—. ¡Mis pies parecen tamales! ¡No me entra nada!
—Debe ser la retención emocional —sugirió Griselda, con una sonrisa de satisfacción.
***
Esa tarde, el carruaje real se detuvo frente a la casa Montclair. Las criadas se desmayaban al ver a los dos príncipes descender: Lionel, con su aire aristocrático, y Filip, con su sonrisa traviesa y sus pasos relajados.
En el salón principal, la duquesa Evelyne ajustaba el escote de su vestido con un temblor digno de ópera, mientras Anastasia intentaba disimular un grano con harina.
Lucinda, sentada con los pies en un balde de agua fría, murmuraba maldiciones que no rimaban.
—¡Están aquí! —gritó una sirvienta.
Todas corrieron a sus posiciones.
Los príncipes ingresaron con el mayordomo a sus espaldas, cargando una caja acolchada con los zapatos de cristal.
Lionel no perdió tiempo.
—Estamos aquí por orden real para hallar a la dueña de este calzado —declaró—. Quien lo calce será mi futura esposa. Espero su cooperación.
Filip, por su parte, se dedicó a observar los cuadros del salón y a levantar una ceja al ver un retrato infantil de Griselda montando un cerdo.
Lucinda fue la primera en levantarse.
—Alteza, soy yo —dijo con una sonrisa melosa—. Yo bailé con usted aquella noche. ¡He soñado con este momento desde entonces!
Lionel apenas respondió. Indicó al mayordomo que se arrodillara para colocarle el zapato.
Lucinda alzó su pie hinchado con dificultad, conteniendo una mueca de dolor.
El mayordomo empujó.
Nada.
Empujó más.
El pie no entraba.
Parecía un calcetín metido en una cáscara de nuez.
—¿Está seguro de que no es el izquierdo? —preguntó Lucinda, desesperada.
—Es el correcto, señorita —respondió el mayordomo, imperturbable.
Lionel se alejó con desdén. Sin una palabra, le retiró el zapato con un movimiento frío.
—¡Alteza! —gritó Lucinda, sujetándolo del brazo—. ¡Soy yo! ¡Su princesa!
Lionel la miró con una expresión de desprecio aristocrático de nivel avanzado.
—No pongas tus manos sobre mí —espetó, liberándose—. El zapato no miente.
Griselda, desde una silla al fondo, reprimía una carcajada con una servilleta de lino.
Pero entonces, Filip habló.
—¿No vas a probarle el zapato a la señorita de allá? —dijo, señalando a Griselda con la cabeza.
Lionel frunció el ceño. —¿A esa?
Griselda se enderezó como pudo. Llevaba un vestido que le marcaba los rollitos y un moño mal hecho, pero su mirada tenía fuego.
—¿Acaso cree que porque tengo algo más de “contextura” no puedo ser su princesa? —dijo con voz altiva—. ¿O tiene miedo de que le rompa el zapato?
Filip reprimió una risa y se acercó con uno de los zapatos.
—Con permiso, milady —dijo con tono burlón, arrodillándose.
Griselda levantó su pie como quien lanza un desafío.
El zapato entró. Perfectamente.
Hubo un silencio.
Griselda abrió los ojos, horrorizada. ¡Le había quedado! Intentó sacudir el pie, pero el zapato no se movía.
—¡Esto debe ser un error! ¡Mi pie está... hinchado de emoción! —balbuceó.
Filip la miró con una sonrisa traviesa.
—Ahí lo tienes, primo… has encontrado a tu princesa.
Lionel abrió la boca, pero no dijo nada. Solo miró a Griselda como si acabara de tragarse un zapato entero.
Griselda se levantó bruscamente.
—¡Quiero probarme los otros también!
Filip arqueó una ceja.
—¿Los dos?
—¡Claro! No vaya a ser que me toque medio reino y un zapato viejo.
Filip, divertido, tomó el segundo zapato —el que le había entregado su misteriosa doncella— y lo colocó en el otro pie de Griselda.
También encajaba como si hubiera sido hecho para ella.
Griselda sonrió con una mezcla de triunfo, pánico y sarcasmo.
—Y bien... ahora que ambos zapatos me quedan... ¿quién de ustedes va a desposarme?
Lionel palideció.
—Esto es absurdo —dijo—. ¡El zapato debía ser para una dama elegante, etérea, delicada!
—¿Delicada como mi hermana, que casi te arranca el brazo? —respondió Griselda con una ceja levantada.
—Tiene un punto —murmuró Filip, encantado con el espectáculo.
—¡Silencio! —gruñó Lionel.
Filip se encogió de hombros.
—Mirá, primo, reglas son reglas. El zapato calza. Los dos calzan. Te dije que este no era un buen plan. ¿Cómo es posible que dos mujeres hayan bailado con nosotros la misma noche y que los zapatos de ambas le queden... a ella?
Su mirada volvió a Griselda, y añadió:
—No me lo tome a mal, milady, pero usted no se parece a la mujer que estamos buscando...
Lucinda, sentada al fondo, parecía a punto de explotar.
—¡Ella no fue al baile! ¡Yo vi a esa mujer corriendo por el jardín en harapos!
Griselda la miró con cinismo.
—¿Me confundiste con alguna sirvienta?
—¡Tú nos diste sal con el té!
—¿Tienes pruebas de eso?
La duquesa Evelyne, al ver el escándalo que armaban sus hijas frente a los príncipes, intervino:
—Altezas, disculpen... a mis hijas.
Filip, aún agachado, tomó la mano de Griselda y dijo:
—Señorita... espero que en verdad encuentre a su príncipe, pero creo que no somos nosotros.
Griselda lo miró fijamente.Él aún no la reconocía del todo.
—¿Y si puedo demostrar que soy yo? —preguntó.
—¿Y cómo haría eso? —respondió él.
Ella sonrió. Grande. Real. Y por primera vez, sin importarle que sus mejillas se inflaran o que su panza se notara.
—Deme un mes... bueno, dos. Me pondré en forma y le demostraré que su princesa... soy yo.
Filip no sabía por qué, pero esa señorita le parecía demasiado familiar. Aun así, no podía ser su dama misteriosa... ¿o sí?
Pero al ver la mirada de pura convicción que ella le devolvía, asintió con una pequeña sonrisa.
—De acuerdo... acepto.