En un mundo dónde el sol es un verdugo que hierve la superficie y desata monstruos.
Para los últimos descendientes de la humanidad, la noche es el único refugio.
Elara, una erudita con genes gatunos de la élite, vive en una torre de privilegios y olvido. Va en busca de Kael, un cínico y letal zorro carroñero de los barrios bajos, el único que puede ayudarla a encontrar el antídoto para salvar a su pequeño y moribundo hermano.
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Capitulo 9: El Sol como enemigo
El reptador aceleró, levantando una estela de polvo negro mientras corrían contra el amanecer. Kael no conducía sin rumbo; seguía los contornos del terreno, dirigiéndose hacia una formación de rocas que se alzaba como una mano rota contra el cielo. Se adentró en una grieta en la base de la formación, un túnel natural que llevaba a una caverna sorprendentemente grande.
Apenas estuvieron dentro, el primer rayo de sol letal golpeó la entrada de la cueva, y la temperatura exterior se disparó al instante. Estaban a salvo.
—Protocolo diurno —anunció Rhea.
Comenzó el ritual de supervivencia. Orion y Rhea desenrollaron unas pesadas mantas térmicas y las extendieron sobre el reptador, cubriéndolo por completo.
—Camuflaje térmico —le explicó Kael a Elara—. Refleja la radiación y nos oculta de cualquier cosa que cace de día. Apagamos todos los sistemas no esenciales para minimizar nuestra firma de calor y conservar energía. Durante el día, no existimos.
La vida dentro del vehículo se transformó. Las luces principales se apagaron, sustituidas por el suave brillo de una de las glándulas de Quimera que Jax había colocado en un frasco. El motor se silenció, y el único sonido era la casi inaudible vibración del sistema de soporte vital. Hacía calor y el aire se sentía denso y estancado.
Era como estar enterrados vivos.
Elara sintió una punzada de claustrofobia. En Ciudad Perdida, el día era simplemente un tiempo para dormir en la comodidad de tu habitación. Aquí, era un enemigo activo que te sitiaba, esperando a que cometieras un error.
Las horas se arrastraron. La tripulación entró en un estado de calma vigilante. Orion meditaba. Rhea afilaba sus cuchillos una y otra vez, el suave sonido del metal rozando la piedra era extrañamente tranquilizador. Kael estudiaba sus mapas en una tableta de datos de bajo consumo.
Para combatir la sensación de impotencia, Elara sacó una de las garras de Quimera que habían recogido y su datapad. Comenzó a hacer lo que mejor sabía: analizar. Dibujó su estructura, anotó su composición, teorizó sobre sus usos, cruzando sus observaciones con la información de los viejos textos de biología. Estaba construyendo un nuevo tipo de conocimiento, nacido de la teoría y la sangrienta práctica.
Kael se acercó y observó su trabajo por encima de su hombro.
—Entender a tu enemigo es el primer paso para derrotarlo —dijo él en voz baja.
—Y para usarlo a tu favor —respondió ella sin levantar la vista.
Kael sonrió levemente. —Bienvenida a las tierras baldías, erudita. Estás aprendiendo rápido.
Afuera, el sol alcanzó su cenit, y el metal del reptador crujió bajo el estrés del calor infernal. Atrapados en su pequeña burbuja de metal, la tripulación esperaba a que la tiranía del sol terminara y la noche, su aliada, regresara para permitirles continuar su imposible viaje.
***
La noche regresó al páramo como una marea oscura, trayendo consigo un frío que hacía crujir el metal del reptador. Dentro, la vida se reanudó. Las luces de la cabina parpadearon y volvieron a encenderse, el zumbido de los sistemas de refrigeración llenó el silencio, y la tripulación se desperezó de su forzada hibernación diurna.
Habían establecido una rutina. Rhea fue la primera en moverse, sus ojos grises ya estaban escaneando los diagnósticos del sistema. Jax se deslizó fuera para inspeccionar sus reparaciones bajo una luz química. Orion estiró sus enormes extremidades y, sin decir palabra, subió a su puesto de artillero.
Elara encontró su propio lugar en este ritual. Sacó el "Aguijón", su peso ya familiar en sus manos. Siguiendo las instrucciones de Kael, desmontó la célula de energía, comprobó los contactos y limpió el emisor de cualquier mota de polvo. El acto de cuidar su arma la anclaba, le daba un propósito tangible en este mundo de supervivencia.
Kael, después de estudiar sus mapas, se unió a ella. Observó su trabajo con un ojo crítico.
—Cada noche, sin falta —dijo él—. Tu arma es tu vida. Trátala como tal.
—Entendido —respondió ella, y por primera vez, sus palabras no sonaron como las de una estudiante, sino como las de un miembro de la tripulación.
Reanudaron el viaje. El paisaje rocoso comenzó a cambiar, dando paso a unas formas antinaturales que se perfilaban en el horizonte. Eran las ruinas del Mundo Antiguo, una ciudad de gigantes muerta hace mucho tiempo, ahora conocida por los carroñeros como "El Cementerio de Huesos".
Enormes rascacielos, inclinados y rotos como costillas, se alzaban hacia el cielo. Puentes colgantes, con sus cables de acero deshilachados como tendones, se extendían sobre abismos de oscuridad. Era un laberinto de hormigón y acero oxidado.
—Asombroso —susurró Elara, sus ojos de erudita brillando con una fascinación macabra—. Esto fue un nudo de transporte metropolitano. Debieron vivir millones de personas aquí.
—Ahora solo viven las Quimeras —dijo Rhea desde el asiento del copiloto, su tono cortante—. Y son más listas aquí. Usan la altura a su favor.
Tenía razón. El radar se volvió errático, las señales rebotaban en las miles de toneladas de metal y hormigón, creando ecos fantasma. Tenían que navegar a la antigua usanza: con la vista, los instintos y los viejos mapas de Elara.
—Tenemos que cruzar el Puente del Susurro para llegar al otro lado del cañón —dijo Kael, señalando una estructura casi intacta que se extendía como una telaraña de acero a cientos de metros sobre el suelo—. Es el único camino.
El reptador avanzó lentamente sobre la superficie agrietada del puente. El viento silbaba a través de los cables rotos, creando un gemido bajo y constante que le daba su nombre al puente. A ambos lados, la caída era abismal.
—Detecto movimiento —dijo Rhea en voz baja—. Arriba.
Todos miraron hacia las vigas superiores del puente. Unas siluetas se movían en la oscuridad, más pequeñas y delgadas que las Quimeras del desierto. Se movían con una agilidad arácnida, saltando de viga en viga.
—Acechadores —masculló Kael—. No tienen el blindaje pesado, pero son el doble de rápidos. Y cazan en manada. Orion, prepárate.
De repente, una de las criaturas saltó. Aterrizó en el techo del reptador con un golpe metálico y seco. Inmediatamente después, dos más cayeron sobre el capó. Eran delgados, con extremidades largas y garras curvas diseñadas para escalar.
Elara sintió un terror helado, pero la memoria del ataque anterior y el peso del Aguijón en su cadera la impulsaron a actuar. Mientras Orion abría fuego con la torreta contra las criaturas que aún estaban en las vigas, ella y Kael abrieron las escotillas laterales.
Kael desató un torrente de fuego con sus pistolas duales, barriendo a uno de los acechadores del capó. Pero el otro era increíblemente rápido. Esquivó un disparo y se abalanzó hacia la escotilla de Elara.
No hubo tiempo para pensar. Solo para recordar el entrenamiento: "Apunta a las articulaciones". -Le había enseñado Kael.
Elara levantó el Aguijón, sus manos sorprendentemente firmes. La criatura saltó, sus mandíbulas abiertas. Ella no apuntó al cuerpo, sino a la articulación de su pata delantera, la que usaba para impulsarse. Presionó el gatillo.
El rayo violeta impactó en el hombro del acechador. No lo mató, pero la articulación explotó en una lluvia de fluidos, y el salto de la criatura perdió toda su fuerza. Se estrelló torpemente contra el lateral del reptador y cayó gritando al abismo.
Elara se quedó mirando, con el corazón martilleándole en los oídos, el olor a ozono del disparo llenando sus fosas nasales. Lo había hecho. Había sobrevivido.