En esta historia, se encontrarán con Ángel, una niña que fue abandonada al nacer y creció en una abadía, donde un grupo de religiosas le ofreció amor y cuidado. Sin embargo, a medida que Ángel va creciendo, comienza a sentir un vacío en su interior: el anhelo de tener un padre, como los demás niños que la rodean. A pesar de su deseo, no se atreve a manifestar sus sentimientos por miedo a lastimar a quienes la han criado, y su vida tomará un giro inesperado una noche fatídica.
Una enigmática mujer aparece y le revela a Ángel un oscuro secreto: es una heredera y debe buscar venganza por la muerte de su madre. Así inicia su transformación en la Duquesa Sin Corazón, una niña destinada a cumplir con un legado de venganza que no es suyo. ¿Qué elecciones hará Ángel en su camino? ¿Podrá encontrar su verdadera identidad en medio de la oscuridad que la rodea?
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CAPÍTULO 3. LOS VIENTOS DEL CAMBIO
CAPÍTULO 3. LOS VIENTOS DEL CAMBIO
En una posada elegante en el corazón de la ciudad, con lámparas de aceite que proyectaban sombras vibrantes en las paredes de piedra, una mujer de fuerte presencia atravesó la entrada con pasos decididos. Los comensales pausaron sus conversaciones, cautivados por su porte majestuoso y su vestimenta de gran distinción: un vestido de terciopelo verde adornado con hilos dorados y perlas que brillaban bajo la luz suave. La capa de armiño sobre sus hombros realzaba aún más su figura autoritaria.
Sin decir una palabra a los sirvientes, quienes apenas se atrevían a inclinarse en señal de respeto, avanzó hacia una sala privada que estaba reservada solo para ella. Dentro la esperaba un hombre vestido de oscuro y con un aire reservado. Llevaba un sombrero emplumado que cubría parcialmente su rostro y una capa sencilla que ocultaba sus verdaderas intenciones.
—Mi señora —comentó mientras se levantaba y le retiraba la silla.
Ella se sentó con gracia, sin preocuparse por mirarlo más de lo necesario. Con un leve movimiento de la mano, le indicó que fuera directo al punto.
—Como le mencioné antes, su hija ya no podrá tener más hijos —anunció el hombre con frialdad. Sus ojos oscuros la observaban atentamente, evaluando su reacción.
La mujer levantó una ceja y dejó escapar una risa seca.
—Lo supe al verla entrar con esa expresión de derrota. ¿Y el otro asunto que le encomendé? —preguntó, inclinándose un poco hacia adelante. En su mirada había una mezcla de resolución y desdén.
—Se ha llevado a cabo, mi señora. Solo espero sus órdenes para continuar.
—Manda a los mejores maestros a ese lugar. No hay tiempo que perder. La niña necesita estar preparada para lo que le espera. Y asegúrate de que actúen con discreción. Ese miserable pronto intentará imponer su voluntad. Lo maldigo mil veces por haberlo creído merecedor de mi linaje.
El hombre asintió, levantando sus guantes de cuero negro antes de volver a hablar.
—¿Hay alguna otra instrucción?
—Sí. Controla sus acciones. Estoy convencida de que él está detrás de la reciente pérdida de dinero.
Con una profunda reverencia, el hombre se despidió, dejándola sola. Ella tomó la copa de vino tinto que estaba a su lado, observando el brillo en el líquido oscuro. Reflexionó sobre las decisiones que la llevaron a ese instante. Fuera, las calles de piedra estaban llenas de la actividad de la vida nocturna, pero dentro de ella solo había un eco de silencio… y amargura.
En la abadía.
A muchos kilómetros de allí, en la pacífica abadía rodeada de extensos campos de trigo y suaves colinas, el ambiente era completamente diferente. La llegada de dos mujeres elegantes —Carlota y Valentina— rompió con la rutina habitual del lugar. Aunque sus atuendos eran sencillos, era claro que estaban acostumbradas a la elegancia y los modales de la corte. Su mera presencia causó revuelo.
La abadesa, una mujer con un rostro serio pero un corazón amable, les dio la bienvenida personalmente y les mostró todos los rincones de la abadía. Las novicias, emocionadas ante la chance de aprender danza, comportamientos apropiados y conversación en la corte —cosas que sus humildes familias nunca imaginarían— miraban a las recién llegadas con admiración.
Sin embargo, Sor Magnolia y Sor Mari, las monjas con más experiencia, observaban la situación con creciente suspicacia. Una noche, Sor Magnolia se acercó a la abadesa, incapaz de mantener oculta su inquietud.
—Abadesa, con todo mi respeto… esto no es una escuela para chicas. ¿Por qué deberíamos aceptar a estas forasteras?
—Sor Magnolia, hay razones que no puedo compartir con usted —respondió la abadesa serenamente—. Solo le pido que confíe en mí.
Sor Magnolia asintió a regañadientes, aunque sus dudas persistieron.
Mientras tanto, Ángel también enfrentaba su propio cambio. Al principio, se sintió intimida por las nuevas instructoras y su porte sofisticado, pero pronto se sintió atraída por sus enseñanzas. En especial, las clases de música despertaron en ella una pasión que había estado dormida. En un cuarto olvidado, descubrió un viejo claviórgano cubierto de polvo. Allí comenzó a practicar bajo la supervisión de Valentina, quien, al darse cuenta de su talento innato, la incentivó a seguir adelante.
Poco tiempo después, una generosa donación de libros e instrumentos llegó a la abadía, junto con un mensaje: una nueva benefactora quería convertir el lugar en un centro de formación más amplio. Aunque esta noticia causó preocupación entre las monjas, para Ángel significó una nueva esperanza. Una oportunidad de crecer más allá de las limitaciones que siempre la habían restringido.
Los días continuaban, y Ángel comenzaba a brillar. Su inteligencia, su forma respetuosa de ser y su curiosidad la hacían destacar ante Carlota y Valentina. Pero a pesar de la emoción por las lecciones y los pequeños logros, su corazón seguía inquieto.
Una noche, una tormenta violenta sacudió la abadía. El viento aullaba entre los vidrios de colores, y la lluvia golpeaba el techo con fuerza. Asustada, Ángel se despertó entre sollozos y corrió a la celda de Sor Magnolia, en busca de consuelo. La monja la abrazó con ternura y la arropó con cariño.
—No estás sola, querida —susurró, acariciándole el cabello—. Aquí estás protegida.
Sin embargo, ni siquiera el calor de ese abrazo podía acallar las inquietudes que chisporroteaban dentro de ella. Mientras la tormenta rugía afuera, la niña se acercó a la ventana, mirando la oscura noche. Se cuestionaba por qué no podía salir de la abadía como lo hacían las otras novicias. Se preguntaba por qué, año tras año, todas llegaban y se marchaban, a excepción de ella. Con cada rayo, su deseo se intensificaba.
Era consciente de que las monjas la querían, pero ¿por qué no contaba con una familia como los otros niños de los cuentos? ¿Por qué le estaban prohibidas las risas del mundo exterior?
A pesar de su juventud, sus miedos y ansiedades la seguían. Anhelaba conocer a otros niños, recorrer las calles, visitar las tiendas, disfrutar de los parques y de los bailes que las novicias mencionaban en sus historias. Quería experimentar más de lo que los libros le ofrecían. Esa necesidad de conocer y vivir la consumía en silencio.