Jalil Hazbun fue el príncipe más codiciado del desierto: un heredero mujeriego, arrogante y acostumbrado a obtenerlo todo sin esfuerzo. Su vida transcurría entre lujos y modelos europeas… hasta que conoció a Zahra Hawthorne, una hermosa modelo británica marcada por un linaje. Hija de una ex–princesa de Marambit que renunció al trono por amor, Zahra creció lejos de palacios, observando cómo su tía Aziza e Isra, su prima, ocupaban el lugar que podría haber sido suyo. Entre cariño y celos silenciosos, ansió siempre recuperar ese poder perdido.
Cuando descubre que Jalil es heredero de Raleigh, decide seducirlo. Lo consigue… pero también termina enamorándose. Forzado por la situación en su país, la corona presiona y el príncipe se casa con ella contra su voluntad. Jalil la desprecia, la acusa de manipularlo y, tras la pérdida de su embarazo, la abandona.
Cinco años después, degradado y exiliado en Argentina, Jalil vuelve a encontrarla. Zahra...
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capitulo 08:El pecado de Jalil
Jalil no tenía la certeza, ya que no veía su rostro.
Pero algo dentro de él se tensó de inmediato, era instinto, básico y primitivo.
No podía ser ella, no ahi en ese lugar perdido en la nada. Y aun asi su cuerpo entero reacciono, sin que el se diera cuenta llevo la mano a la manija de la puerta listo para bajar
la mujer entró al local y desapareció.
Jalil quedó mirando la puerta vacía, el cartel, el humo que salía de la chimenea.
Ernesto salió del local cargando una bolsa de papel, sonriendo.
—Listo. ¡Vámonos! —dijo, subiéndose.
Jalil no respondió.
Solo miró hacia adelante, serio, con la mandíbula apretada.
Intentando convencerse de que lo que había sentido era un error. No había vuelto a ver a Zahra desde aquel día, la había buscado luego del entierro en Londres, pero le perdio el rastro. Jalil tomo el cuchillo y su dedo sangro y fue como volver casi seis años atras
(FLASHBACK)
El golpe de la puerta resonó en la habitación.
Jalil levantó la cabeza de inmediato, sobresaltado, pero ya era tarde.
Zahra estaba ahi, él temblor en la boca, la mirada clavada en la cama.
En Kendra, desnuda, tapándose apenas con la sábana.
En Jalil, también desnudo, sobre ella hasta hacía un segundo.
Kendra se acomodó el pelo y sonrió, como si Zahra fuera una sirvienta más que había entrado sin llamar.
Zahra sintió arcadas. Un asco que le apretó el pecho.
—¿Qué demonios haces aquí? —gritó Jalil, incorporándose de golpe y buscando la bata con desesperación.
El enojo no era por la escena. Era porque lo habían interrumpido. Ella no tenía permitido ingresar a esa ala del palacio.
Zahra no se movió. Sus manos temblaban.
—Mi papá murió —escupió las palabras con la voz rota—. ¡Murió, Jalil! Y por tu culpa no estaba con él. ¡POR TU MALDITO ENCIERRO!
Kendra dejó de sonreír.
Jalil se quedó quieto, como si la noticia no terminara de entrarle.
Como si no supiera qué decirle, como si no supiera qué hacer, no se acercó, no la abrazó ni le ofreció consuelo.
—Se terminó —susurró, pero la voz le salió firme—. Me voy de este infierno.
Se dio vuelta y salió,Jalil reaccionó tarde.
—¡Zahra, vuelve! ¡Espera! —grito,mientras iba corriendo tras ella.
Pero Zahra corría por el corredor de mármol, llorando como una loca.
El resbalón fue brutal, de un golpe seco el cuerpo de Zahra rodó por la escalera y quedó ahí, inmóvil, la ropa manchada de sangre roja y espesa.
—¡Zahra! —el grito de Jalil estalló en el palacio.
Bajo corriendo y se tiró al piso a su lado, temblando.
La sangre le empapó las manos al tocarla.
Zahra gritaba, doblada de dolor.
—Nuestro bebé… —sollozó—. ¡Jalil, nuestro hijo…!
Él palideció. Se quedó sin aire.
—¡Alguien traiga a Kamal! ¡YA! —rugió.
Minutos después su cuñado llego en helicóptero.
Vio la sangre. Vio el estado de ella. De inmediato la atendio
Zahra apenas se movía. Lloraba sin control.
—Zahra… —dijo suave—. Lo siento mucho. Has perdido el embarazo.
Zahra gritó. Se dobló sobre sí misma, como si el dolor la partiera en dos.
—NO… NO… —lloraba, casi sin voz—. Jalil… ¡era nuestro hijo!
Jalil se quedó quieto. No dijo nada.
El rostro duro, los ojos vacíos, la culpa carcomiendo su alma.
Ella lo miró con odio y desesperación
—Ya puedes ser feliz, Jalil —escupió, temblando, fuera de sí—. Mataste a nuestro hijo...
Jalil abrió los ojos. Los recuerdos lo quemaban y ahora no había nada.
Nada que lo protegiera de él mismo.
Nada que lo anestesiara.
Y, sobre todo, nada que apagara la verdad que lo desangraba desde adentro desde hacia años.
Por su culpa su hijo estaba muerto.
Jalil apoyó las manos en la mesa rústica. Le temblaban.
Los excesos, las intrigas, el ruido constante… todo eso antes era suficiente para mantener su conciencia en coma. Pero allí, su mente era un animal despierto, insaciable.
—Basta… —murmuró en árabe, apenas un susurro.
Empujó la puerta de la casa. El frío le golpeó la cara, brutal, honesto.
El sol estaba cayendo, tiñendo la Patagonia de un naranja salvaje.
Caminó primero, luego aceleró el paso y comenzó a correr
Corrió como si pudiese escapar de la culpa.
Corrió como si pudiera volver el tiempo atrás.
Corrió hasta que los pulmones le ardieron y la vista se le nubló.
Hasta que sus piernas cedieron.
Jalil cayó de rodillas sobre la tierra áspera.
Sus manos se clavaron en el suelo, agarrando pastos duros, raíces, piedras. Como si el mundo pudiera sostenerlo. Como si él no hubiera traicionado todo lo que debería haber protegido.
Una punzada en el pecho lo atravesó, no física, sino emocional: la imagen de su esposa —su voz, su risa, todo lo que el habia destruido convencido de que lo merecía.
Y entonces gritó.
Su grito que no tenía idioma, era un grito que venía de un lugar tan profundo. Su grito rompió el silencio, se estrelló contra las montañas y volvió multiplicado.
Gritó hasta que ya no tuvo aire.
Hasta que su garganta ardió.
Hasta que su cuerpo tembló.
Y cuando finalmente cayó hacia adelante, apoyando la frente en la tierra fría, solo quedó una frase, ahogada, rota.
—Perdóname…
Dios… perdóname…
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